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miércoles, 21 de diciembre de 2016

Confraría Sant Tomás d´Aquino - Reus


Las zapatillas de deporte

El Día del Holocausto fuimos con la profesora Sara en autobús, en el 57, a la casa de Yehudi Wohlin, y yo me sentí muy importante. Todos los niños de la clase eran iraquíes menos mi primo, otro niño, Drukman, y yo, pero yo era el único de entre todos al que se le había muerto el abuelo en el Holocausto. La casa de Yehudi Wohlin era muy bonita y lu­josa, toda hecha del mármol negro de los millonarios. Había allí un montón de fotos en blanco y negro, muy tristes, y lis­tas y más listas de personas, de países y de muertos. Fuimos pasando por delante de todas las fotos por parejas y la pro­fesora dijo que no las tocáramos. Pero yo toqué una, de car­tón, con un hombre flaco y pálido que lloraba y que llevaba en la mano un bocadillo. Las lágrimas le resbalaban por las mejillas como las rayas pintadas en la carretera y mi pareja, Orit Salam, dijo que se iba a chivar a la profesora porque yo había tocado la foto. Pero yo le contesté que por mí se lo po­día decir a quien quisiera, hasta a la directora, porque no me importaba. Que era mi abuelo y que pensaba seguir tocando lo que me diera la gana.
Después de las fotos nos metieron en una sala grande y nos pusieron una película que mostraba cómo metían a unos niños pequeños en unos furgones y después los asfixiaban con gases. A continuación subió a la tarima un anciano muy delgado y contó lo bestias y asesinos que eran los nazis, có­mo se había vengado de ellos y que había estrangulado a un soldado con sus propias manos hasta matarlo. Yirbi, que es­taba sentado a mi lado, dijo que el anciano mentía, que con la pinta que tenía no había soldado en el mundo al que pu­diera hacerle nada. Pero yo miré al anciano a los ojos y le creí. Tenía tanta furia en los ojos, que todas las locuras que cometen los matones del barrio lanzando ladrillos y cosas por el estilo me parecieron un juego de niños.
Al final, cuando terminó de contar lo que había hecho durante el Holocausto, el anciano dijo que todo lo que ha­bíamos oído allí era muy importante, no sólo por el pasado sino también por lo que estaba ocurriendo ahora. Porque los alemanes seguían vivos y todavía tenían un país. El an­ciano dijo que nunca los perdonaría y que esperaba que tampoco lo hiciéramos nosotros y que ni se nos ocurriera ir a visitar ese país. Porque también cuando él y su familia lle­garon juntos a Alemania hacía cincuenta años, todo parecía maravilloso y acabó en un infierno. «Las personas tienen muchas veces una memoria muy corta», añadió, «especial­mente para las cosas malas. Prefieren olvidarlas. Pero voso­tros no lo vais a olvidar. Cada vez que veáis a un alemán os vais a acordar de lo que yo os he contado. Y cada vez que veáis un producto de Alemania, sin que os importe que sea una televisión, porque la mayoría de los fabricantes de teles son de Alemania, o cualquier otra cosa, siempre debéis re­cordar que debajo del embalaje en inglés de ese producto se ocultan todo tipo de piezas y tubos fluorescentes hechos de los huesos, la piel y la sangre de los judíos muertos».
Cuando salíamos de allí Yirbi volvió a decir que si ese viejo había estrangulado ni que fuera un pepino él era bom­bero, y yo me quedé pensando en que estaba muy bien eso de que tuviéramos un Amcor en casa porque para qué iba uno a complicarse la vida.
Dos semanas después de eso mis padres volvieron del ex­tranjero y me trajeron unas zapatillas de deporte. Mi her­mano mayor le había contado a mi madre que eso era lo que yo quería, y ella me escogió las más guays. Al entregármelas como regalo mi madre sonreía, porque estaba segura de que yo no sabía lo que había dentro. Pero yo lo supe al instante, por el logotipo de Adidas que había en la bolsa. Saqué la ca­ja de las zapatillas de la bolsa y di las gracias. La caja tenía una forma rectangular, así como de ataúd. Y dentro yacían dos zapatillas de deporte blancas con tres rayas azules en cada una y en un costado, grabado, Adidas Rom. No me habría hecho falta abrir la caja para saberlo.
-Venga, vamos a ponérnoslas -dijo mi madre, al tiempo que les sacaba los papeles que tenían dentro-, vamos a ver si te están bien.
No dejaba de sonreír, sin entender lo que estaba pasando.
-Esto es de Alemania, ¿lo sabes? -le dije, y le abracé la mano con fuerza.
-Pues claro que lo sé -me sonrió ella-, Adidas es la mejor marca del mundo.
-También el abuelo era de Alemania -me esforcé por darle una pista.
-El abuelo era de Polonia -me corrigió mi madre, y se puso triste por un momento, pero enseguida se le pasó, me calzó una de las zapatillas y se puso a atarme los cordones.
Yo permanecía en silencio. Había comprendido que de nada serviría intentar algo. Mi madre no tenía ni idea de esas cosas porque ella nunca había estado en la casa de Yehudi Wohlin. Nunca se lo habían explicado. Así que para ella aquellas zapatillas de deporte no eran más que eso, unas zapatillas de deporte, y Alemania resulta que era Polonia. De manera que dejé que me las pusiera y me quedé callado. No tenía ningún sentido contárselo y ponerla todavía más triste.
Después de decir gracias otra vez y de darle un beso en la mejilla, le dije que me iba a jugar.
-¡Pero con mucho cuidado, eh! -se rió mi padre desde su sillón del salón-. No acabes con las suelas de una sola vez.
Volví a mirar las pálidas zapatillas de deporte que lleva­ba en los pies. Las miré y recordé todo lo que el anciano que había llegado a estrangular a un soldado alemán nos dijo que debíamos recordar. Volví a tocar las rayas de las Adidas y me acordé de mi abuelo, allí, en el cartón.
-¿Te están cómodas? -me preguntó mi madre.
-Pues claro que le están cómodas -le respondió mi hermano en mi lugar-, estas zapatillas no son unas Hamegaper cualquiera, son idénticas a las zapatillas de Cruyff.
Me dirigí muy despacio hacia la puerta, de puntillas, pro­curando poner el mínimo de peso sobre las zapatillas. Así fui andando, con mucho cuidado, hasta el parque Kofim. Fuera, los niños del Borochov habían hecho tres equipos: Holanda, Argentina y Brasil. Precisamente en el de Holanda les faltaba un jugador, así que me dejaron entrar a mí, y eso que nunca dejan jugar a ningún niño que no sea del Borochov.
Al principio del partido todavía me acordé de tener cui­dado y no chutar con la puntera, para no hacerle daño al abuelo, pero cuando pasó un poco de tiempo se me olvidó, exactamente igual a como el viejo de la casa de Yehudi Wohlin dijo que a uno se le olvida, y hasta metí un gol de bolea en el aire. Sólo que después del partido volví a acor­darme y me quedé mirándolas. De repente se habían vuelto muy cómodas y como más flexibles, mucho más de lo que parecían en la caja.
-Qué bolea les he hecho, ¿eh? -le recordé al abuelo de camino para casa-, el portero no ha sabido ni de dónde le ha venido.
El abuelo no dijo nada, pero por cómo pisaba pude notar que él también estaba contento.

Edgar Keret