El Día del Holocausto
fuimos con la profesora Sara en autobús, en el 57, a la casa de Yehudi
Wohlin, y yo me sentí muy importante. Todos los niños de la clase eran iraquíes
menos mi primo, otro niño, Drukman, y yo, pero yo era el único de entre todos
al que se le había muerto el abuelo en el Holocausto. La casa de Yehudi Wohlin
era muy bonita y lujosa, toda hecha del mármol negro de los millonarios. Había
allí un montón de fotos en blanco y negro, muy tristes, y listas y más listas
de personas, de países y de muertos. Fuimos pasando por delante de todas las
fotos por parejas y la profesora dijo que no las tocáramos. Pero yo toqué una,
de cartón, con un hombre flaco y pálido que lloraba y que llevaba en la mano
un bocadillo. Las lágrimas le resbalaban por las mejillas como las rayas
pintadas en la carretera y mi pareja, Orit Salam, dijo que se iba a chivar a la
profesora porque yo había tocado la foto. Pero yo le contesté que por mí se lo
podía decir a quien quisiera, hasta a la directora, porque no me importaba.
Que era mi abuelo y que pensaba seguir tocando lo que me diera la gana.
Después de las fotos nos
metieron en una sala grande y nos pusieron una película que mostraba cómo
metían a unos niños pequeños en unos furgones y después los asfixiaban con
gases. A continuación subió a la tarima un anciano muy delgado y contó lo
bestias y asesinos que eran los nazis, cómo se había vengado de ellos y que
había estrangulado a un soldado con sus propias manos hasta matarlo. Yirbi, que
estaba sentado a mi lado, dijo que el anciano mentía, que con la pinta que
tenía no había soldado en el mundo al que pudiera hacerle nada. Pero yo miré
al anciano a los ojos y le creí. Tenía tanta furia en los ojos, que todas las
locuras que cometen los matones del barrio lanzando ladrillos y cosas por el
estilo me parecieron un juego de niños.
Al final, cuando terminó
de contar lo que había hecho durante el Holocausto, el anciano dijo que todo lo
que habíamos oído allí era muy importante, no sólo por el pasado sino también
por lo que estaba ocurriendo ahora. Porque los alemanes seguían vivos y todavía
tenían un país. El anciano dijo que nunca los perdonaría y que esperaba que
tampoco lo hiciéramos nosotros y que ni se nos ocurriera ir a visitar ese país.
Porque también cuando él y su familia llegaron juntos a Alemania hacía
cincuenta años, todo parecía maravilloso y acabó en un infierno. «Las personas
tienen muchas veces una memoria muy corta», añadió, «especialmente para las
cosas malas. Prefieren olvidarlas. Pero vosotros no lo vais a olvidar. Cada vez
que veáis a un alemán os vais a acordar de lo que yo os he contado. Y cada vez
que veáis un producto de Alemania, sin que os importe que sea una televisión,
porque la mayoría de los fabricantes de teles son de Alemania, o cualquier otra
cosa, siempre debéis recordar que debajo del embalaje en inglés de ese
producto se ocultan todo tipo de piezas y tubos fluorescentes hechos de los
huesos, la piel y la sangre de los judíos muertos».
Cuando salíamos de allí
Yirbi volvió a decir que si ese viejo había estrangulado ni que fuera un pepino
él era bombero, y yo me quedé pensando en que estaba muy bien eso de que
tuviéramos un Amcor en casa porque para qué iba uno a complicarse la vida.
Dos semanas después de
eso mis padres volvieron del extranjero y me trajeron unas zapatillas de
deporte. Mi hermano mayor le había contado a mi madre que eso era lo que yo
quería, y ella me escogió las más guays. Al entregármelas como regalo mi madre
sonreía, porque estaba segura de que yo no sabía lo que había dentro. Pero yo
lo supe al instante, por el logotipo de Adidas que había en la bolsa. Saqué la
caja de las zapatillas de la bolsa y di las gracias. La caja tenía una forma
rectangular, así como de ataúd. Y dentro yacían dos zapatillas de deporte
blancas con tres rayas azules en cada una y en un costado, grabado, Adidas
Rom. No me habría hecho falta abrir la caja para saberlo.
-Venga, vamos a
ponérnoslas -dijo mi madre, al tiempo que les sacaba los papeles que tenían
dentro-, vamos a ver si te están bien.
No dejaba de sonreír,
sin entender lo que estaba pasando.
-Esto es de Alemania,
¿lo sabes? -le dije, y le abracé la mano con fuerza.
-Pues
claro que lo sé -me sonrió ella-, Adidas es la mejor marca del mundo.
-También
el abuelo era de Alemania -me esforcé por darle una pista.
-El
abuelo era de Polonia -me corrigió mi madre, y se puso triste por un momento,
pero enseguida se le pasó, me calzó una de las zapatillas y se puso a atarme
los cordones.
Yo
permanecía en silencio. Había comprendido que de nada serviría intentar algo.
Mi madre no tenía ni idea de esas cosas porque ella nunca había estado en la
casa de Yehudi Wohlin. Nunca se lo habían explicado. Así que para ella aquellas
zapatillas de deporte no eran más que eso, unas zapatillas de deporte, y
Alemania resulta que era Polonia. De manera que dejé que me las pusiera y me
quedé callado. No tenía ningún sentido contárselo y ponerla todavía más triste.
Después
de decir gracias otra vez y de darle un beso en la mejilla, le dije que me iba
a jugar.
-¡Pero
con mucho cuidado, eh! -se rió mi padre desde su sillón del salón-. No acabes
con las suelas de una sola vez.
Volví
a mirar las pálidas zapatillas de deporte que llevaba en los pies. Las miré y
recordé todo lo que el anciano que había llegado a estrangular a un soldado
alemán nos dijo que debíamos recordar. Volví a tocar las rayas de las Adidas y
me acordé de mi abuelo, allí, en el cartón.
-¿Te están cómodas? -me
preguntó mi madre.
-Pues
claro que le están cómodas -le respondió mi hermano en mi lugar-, estas
zapatillas no son unas Hamegaper cualquiera, son idénticas a las zapatillas de
Cruyff.
Me
dirigí muy despacio hacia la puerta, de puntillas, procurando poner el mínimo
de peso sobre las zapatillas. Así fui andando, con mucho cuidado, hasta el
parque Kofim. Fuera, los niños del Borochov habían hecho tres equipos: Holanda,
Argentina y Brasil. Precisamente en el de Holanda les faltaba un jugador, así
que me dejaron entrar a mí, y eso que nunca dejan jugar a ningún niño que no sea
del Borochov.
Al
principio del partido todavía me acordé de tener cuidado y no chutar con la
puntera, para no hacerle daño al abuelo, pero cuando pasó un poco de tiempo se
me olvidó, exactamente igual a como el viejo de la casa de Yehudi Wohlin dijo
que a uno se le olvida, y hasta metí un gol de bolea en el aire. Sólo que
después del partido volví a acordarme y me quedé mirándolas. De repente se
habían vuelto muy cómodas y como más flexibles, mucho más de lo que parecían en
la caja.
-Qué
bolea les he hecho, ¿eh? -le recordé al abuelo de camino para casa-, el portero
no ha sabido ni de dónde le ha venido.
El
abuelo no dijo nada, pero por cómo pisaba pude notar que él también estaba
contento.
Edgar Keret