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lunes, 5 de diciembre de 2016

Residencia de Estudiantes


El buey en el establo

Theophil Eshley era artista de profesión, un ar­tista que pintaba ganado a causa de su entorno. No se debe suponer que vivía en un rancho o en una granja lechera, en una atmósfera llena de cuernos y pezuñas, banquetas para ordeñar y hierros de marcar. Su hogar estaba en un distrito que parecía un parque, con villas esparcidas y que sólo por poco escapaba del reproche de considerarse subur­bano. Un lado de su jardín lindaba con un prado pequeño y pintoresco, en el que un vecino empren­dedor sacaba a pastar algunas vacas pequeñas y pintorescas de la facción de Channel Island. En verano, al mediodía, las vacas permanecían, con la hierba alta del prado hasta las rodillas, bajo la sombra de un grupo de nogales; los rayos del sol caían como formando manchas de colores sobre sus suaves pieles de ratón. Eshley había concebido y plasmado un delicado cuadro de dos vacas leche­ras descansando en un entorno en el que había un nogal, la hierba del prado y los rayos de sol que se filtraban. La Royal Academy lo expuso debidamen­te en las paredes de la Exposición de Verano. Esta Academia estimula los hábitos metódicos y orde­nados de sus hijos. Eshley había pintado un cuadro aceptable y conseguido en el que aparecía ganado, adormecido pintorescamente, bajo unos nogales y, tal como había empezado, siguió con ello por nece­sidad. Su Paz al mediodía, un estudio de dos vacas pardas bajo un nogal, fue seguido por Un santuario en medio del día, estudio de un nogal con dos vacas pardas debajo. Con el debido orden, vino Donde los tábanos dejan de molestar, El refugio del rebaño y Un sueño en la vaquería, estudios de nogales y va­cas pardas. Sus dos intentos de romper con su pro­pia tradición fueron fracasos señalados: Tórtolas alarmadas por un gavilán y Lobos en la campiña ro­mana volvieron a su estudio como herejías abomi­nables y Eshley recuperó la gracia y la mirada del público con Un rincón sombreado donde las vacas dormitan y sueñan.
Una hermosa tarde de finales de otoño estaba dando los últimos toques a un estudio de las hierbas del prado, cuando su vecina, Adela Pingsford, arremetió contra la puerta exterior de su estudio con fuertes golpes perentorios.
-Hay un buey en mi jardín -dijo, como expli­cación de su tempestuosa intromisión.
-Un buey -dijo Eshley como si no lo hubiera  entendido y con un tono más bien estúpido-. ¿Qué tipo de buey?
-Oh, no sé de qué tipo -dijo la dama brusca­mente-. Un buey común o de jardín, por usar una expresión de la calle. Es lo del jardín lo que me mo­lesta. Acaban de acondicionarlo para el invierno y un buey deambulando por él no lo mejorará preci­samente. Además, los crisantemos están a punto de florecer.
-¿Cómo ha entrado en el jardín? –preguntó Eshley.
-Supongo que lo hizo por la puerta -respon­dió impacientemente la dama-, no ha podido sal­tar los muros y no creo que alguien lo haya lanzado desde un avión como si fuera un anuncio de Bovril. La cuestión de inminente importancia no es cómo ha entrado, sino cómo sacarlo.
-¿No se irá? -preguntó Eshley.
-Si estuviera ansioso por irse -dijo Adela Pingsford bastante enfadada-, no habría venido aquí a contárselo a usted. Estoy prácticamente sola; la doncella tiene la tarde libre y la cocinera está acostada con un ataque de neuralgia. Todo lo que he podido aprender en la escuela o en la vida sobre cómo sacar un buey grande de un jardín pe­queño, parece haberse esfumado ahora de mi me­moria. Todo en lo que he podido pensar ha sido que usted era un vecino cercano y un pintor de ganado, presumiblemente más o menos familiarizado con los sujetos que pinta y que podría serme de alguna ayuda. Tal vez estaba equivocada.
-Pinto vacas lecheras, ciertamente -admitió Eshley-, pero no puedo afirmar que tenga experiencia alguna en acorralar bueyes descarriados. He visto cómo lo hacen en una película del cine, natu­ralmente, pero siempre había caballos y muchos otros accesorios; además, nunca se sabe cuándo es­tán trucadas las películas.
Adela Pingsford no dijo nada, pero le guió hacia su jardín. Era un jardín de tamaño normal, pero parecía pequeño si lo comparábamos con el buey, una enorme bestia moteada, de rojo apagado en la cabeza y los hombros, que se convertía en un blan­co sucio por los costados y los cuartos traseros, con orejas velludas y unos ojos grandes inyectados en sangre. Se parecía a las elegantes novillas del prado que solía pintar Eshley tanto como el jefe de un clan nómada kurdo a una japonesa de una tetería. Eshley se quedó muy cerca de la entrada mientras estudiaba la apariencia y conducta del animal. Ade­la Pingsford seguía sin decir nada.
-Se está comiendo un crisantemo -dijo final­mente Eshley, cuando el silencio se había vuelto insoportable.
-Qué observador es usted -dijo amargamente Adela-. Parece darse cuenta de todo. De hecho, en estos momentos, tiene seis crisantemos en la boca.
La necesidad de hacer algo se estaba volviendo imperativa. Eshley avanzó uno o dos pasos hacia el animal, dio unas palmadas con las manos e hizo ruidos tipo «chist» y «os». Si el buey los oía, no dio la mínima señal de ello.
-Si alguna vez se pierde por mi jardín alguna gallina -dijo Adela-, sin duda mandaré que le vengan a buscar para que la asuste. Usted dice «chist» maravillosamente. Mientras tanto ¿le importaría intentar echar de aquí a este buey? Ahora está empezando con una Mademoiselle Louis Bi­chot -añadió con una calma helada, mientras que una resplandeciente flor naranja era triturada den­tro de la enorme boca masticadora.
-Ya que ha sido tan franca sobre la variedad de los crisantemos -dijo Eshley- no me importa decirle que se trata de un buey de Ayrshire.
La calma helada desapareció; Adela Pingsford utilizó un lenguaje que hizo que el artista se acerca­ra, instintivamente, a unos pasos del buey. Cogió una varita y la lanzó, con determinación, contra los costados moteados del animal. La operación de convertir a Mademoiselle Louis Bichot en una ensa­lada de pétalos quedó suspendida durante un largo instante, mientras el buey observaba, con una in­quisidora concentración, al lanzador del palo. Adela le miró con la misma concentración y a la vez con una mayor hostilidad. Como la bestia no bajó la cabeza ni mostró señal de escarbar con las patas, Eshley se aventuró con otro ejercicio de ja­balina con ramita. El buey pareció darse cuenta de que tenía que irse; dio un último y rápido tirón al arriate donde habían estado los crisantemos y cru­zó el jardín hacia arriba, rápidamente. Eshley co­rrió para dirigido hacia la entrada del jardín, pero sólo consiguió acelerar su paso de caminar a trotar pesadamente. Con cierto aire inquisitivo pero sin verdadera vacilación, cruzó la pequeña franja de césped que era llamada, caritativamente, el campo de croquet, y se dirigió hacia la puertaventana abierta de la sala matinal. En la habitación había algunos crisantemos y otras plantas otoñales en ja­rrones, yel animal reanudó sus operaciones de ru­miante; a pesar de todo, Eshley percibió en sus ojos el principio de una persecución, una mirada que aconsejaba respeto. Descartó la intención de inter­ferir en la decisión de deambular del animal.
-Señor Eshley -dijo Adela con una voz tem­blorosa-, le pedí que sacara la bestia de mi jardín, no que la metiera en mi casa. Si debo teneda en al­gún lugar de mis posesiones prefiero que sea en el jardín y no en el salón matinal.
-Dirigir ganado no es lo mío -dijo Eshley-. Si no recuerdo mal, ya se lo dije al principio.
-Estoy de acuerdo con usted -replicó la dama-, lo suyo es pintar hermosos cuadros de hermosas vacas. ¿Tal vez esté interesado en hacer un bonito esbozo de este buey sintiéndose como en casa en mi salón matinal?
En esos momentos parecía que la paciencia lle­gaba a su límite; Eshley empezó a alejarse a grandes pasos.
-¿Adónde va? -gritó Adela
-A buscar las herramientas -replicó.
-¿Herramientas? No quiero que utilice un lazo. La sala quedará destrozada si se produce una lucha.
Pero el artista salió del jardín. Volvió en un par de minutos, cargado con un caballete, un taburete y materiales de pintura.
-¿Tiene intención de sentarse tranquilamente y pintar a esa bestia mientras destroza mi salón ma­tinal? -jadeó Adela.
-Fue sugerencia suya -respondió Eshley, colo­cando el lienzo en posición.
-Se lo prohíbo. ¡Se lo prohíbo absolutamente! -vociferó Adela.
-No veo qué tiene usted que ver en el asunto -dijo el artista-. Difícilmente podrá pretender que el buey sea suyo, ni siquiera por adopción.
-Parece olvidar que está en mi salón matinal, comiéndose mis flores -respondió con rabia.
-Usted parece olvidar que la cocinera tiene neuralgia -dijo él-. Debe de estar medio dormida en un piadoso sueño y su alboroto la va a despertar.
La consideración por los demás debería ser el prin­cipio que guiara a la gente de nuestro estilo de vida.
-¡Este hombre está loco! -exclamó Adela trá­gicamente.
Un instante después fue la propia Adela la que parecía volverse loca. El buey había acabado con las flores del jarrón y la cubierta de Israel Kalisch, y parecía que estaba pensando en salir de su restrin­gido aposento. Eshley percibió su inquietud y, rá­pidamente, le lanzó algunos puñados de hojas de enredadera Virginia para inducido a que siguiera allí.
-He olvidado cómo dice el refrán -observó él-. Algo así como «Cuando hay odio, mejor una cena de hierbas que un buey en un establo». Parece que disponemos de todos los ingredientes del refrán.        
-Iré a la biblioteca pública y les diré que avisen a la policía -dijo Adela y, audiblemente furiosa, salió.
Unos minutos más tarde, el buey se despertó quizá ante la sospecha de que en algún determinado establo le esperaba pastel de aceite con remola­cha troceada, y salió del salón matinal con mucha precaución; contempló, como realizando una in­vestigación solemne, al ser humano que ya no se entro metía ni le lanzaba ramas. A continuación, avanzó, pesada pero velozmente, hacia fuera del jardín. Eshley recogió sus herramientas y siguió el ejemplo del animal, dejando en «Larkdene» la neuralgia y la cocinera.
El episodio fue el punto decisivo que cambió la carrera artística de Eshley. Su extraordinario cua­dro Un buey en un salón matinal de finales de otoño, fue una de las sensaciones y éxitos del siguiente Sa­lón de París y, cuando posteriormente se exhibió en Munich, fue comprado por el gobierno bávaro, en contra de las elevadas ofertas de tres empresas cár­nicas. Desde aquel momento su éxito fue continuo y asegurado y la Royal Academy se sintió agradeci­da, dos años después, de poder ofrecer a su gran lienzo Macacos destruyendo un tocador un lugar destacado en sus paredes.
Eshley le regaló a Adela Pingsford un ejemplar nuevo de Israel Kalisch y un par de delicadas y flo­ridas plantas de Madame André Blusset, pero entre ellos no ha habido nada parecido a una auténtica reconciliación.

Saki