Theophil Eshley era artista de profesión, un artista
que pintaba ganado a causa de su entorno. No se debe suponer que vivía en un
rancho o en una granja lechera, en una atmósfera llena de cuernos y pezuñas,
banquetas para ordeñar y hierros de marcar. Su hogar estaba en un distrito que
parecía un parque, con villas esparcidas y que sólo por poco escapaba del
reproche de considerarse suburbano. Un lado de su jardín lindaba con un prado
pequeño y pintoresco, en el que un vecino emprendedor sacaba a pastar algunas
vacas pequeñas y pintorescas de la facción de Channel Island. En verano, al
mediodía, las vacas permanecían, con la hierba alta del prado hasta las
rodillas, bajo la sombra de un grupo de nogales; los rayos del sol caían como
formando manchas de colores sobre sus suaves pieles de ratón. Eshley había
concebido y plasmado un delicado cuadro de dos vacas lecheras descansando en
un entorno en el que había un nogal, la hierba del prado y los rayos de sol que
se filtraban. La Royal Academy lo expuso debidamente en las paredes de la
Exposición de Verano. Esta Academia estimula los hábitos metódicos y ordenados
de sus hijos. Eshley había pintado un cuadro aceptable y conseguido en el que
aparecía ganado, adormecido pintorescamente, bajo unos nogales y, tal como
había empezado, siguió con ello por
necesidad. Su Paz al mediodía, un estudio de dos vacas pardas bajo un nogal, fue seguido por Un santuario en medio del día, estudio de un nogal con dos vacas
pardas debajo. Con el debido orden, vino Donde
los tábanos dejan de molestar, El refugio del rebaño y Un sueño en la vaquería, estudios de nogales y vacas
pardas. Sus dos intentos de romper con su propia tradición fueron fracasos
señalados: Tórtolas alarmadas por un
gavilán y Lobos en la campiña romana volvieron a su estudio como herejías
abominables y Eshley recuperó la gracia y la mirada del público con Un rincón sombreado donde las vacas dormitan
y sueñan.
Una hermosa
tarde de finales de otoño estaba dando los últimos toques a un estudio de las
hierbas del prado, cuando su vecina, Adela Pingsford, arremetió contra la
puerta exterior de su estudio con fuertes golpes perentorios.
-Hay un buey en mi jardín -dijo, como explicación de su tempestuosa
intromisión.
-Un buey
-dijo Eshley como si no lo hubiera
entendido y con un tono más bien estúpido-. ¿Qué tipo de buey?
-Oh, no sé de
qué tipo -dijo la dama bruscamente-. Un buey común o de jardín, por usar una
expresión de la calle. Es lo del jardín lo
que me molesta. Acaban de acondicionarlo para el invierno y un buey
deambulando por él no lo mejorará precisamente. Además, los crisantemos están
a punto de florecer.
-¿Cómo ha
entrado en el jardín? –preguntó Eshley.
-Supongo que
lo hizo por la puerta -respondió impacientemente la dama-, no ha podido saltar
los muros y no creo que alguien lo haya lanzado desde un avión como si fuera un
anuncio de Bovril. La cuestión de inminente importancia no es cómo ha
entrado, sino cómo sacarlo.
-¿No se irá? -preguntó Eshley.
-Si estuviera ansioso
por irse -dijo Adela Pingsford bastante enfadada-, no habría venido aquí a
contárselo a usted. Estoy prácticamente sola; la doncella tiene la tarde libre
y la cocinera está acostada con un ataque de neuralgia. Todo lo que he podido
aprender en la escuela o en la vida sobre cómo sacar un buey grande de un
jardín pequeño, parece haberse esfumado ahora de mi memoria. Todo en lo que
he podido pensar ha sido que usted era un vecino cercano y un pintor de ganado,
presumiblemente más o menos familiarizado con los sujetos que pinta y que
podría serme de alguna ayuda. Tal vez estaba equivocada.
-Pinto vacas lecheras, ciertamente -admitió Eshley-,
pero no puedo afirmar que tenga experiencia alguna en acorralar bueyes
descarriados. He visto cómo lo hacen en una película del cine, naturalmente,
pero siempre había caballos y muchos otros accesorios; además, nunca se sabe
cuándo están trucadas las películas.
Adela Pingsford no dijo nada, pero le guió hacia su
jardín. Era un jardín de tamaño normal, pero parecía pequeño si lo comparábamos
con el buey, una enorme bestia moteada, de rojo apagado en la cabeza y los
hombros, que se convertía en un blanco sucio por los costados y los cuartos
traseros, con orejas velludas y unos ojos grandes inyectados en sangre. Se
parecía a las elegantes novillas del prado que solía pintar Eshley tanto como
el jefe de un clan nómada kurdo a una japonesa de una tetería. Eshley se quedó
muy cerca de la entrada mientras estudiaba la apariencia y conducta del animal.
Adela Pingsford seguía sin decir nada.
-Se está comiendo un crisantemo -dijo finalmente Eshley, cuando el
silencio se había vuelto insoportable.
-Qué observador es usted -dijo amargamente Adela-.
Parece darse cuenta de todo. De hecho, en estos momentos, tiene seis crisantemos en la boca.
La necesidad de hacer algo se estaba volviendo
imperativa. Eshley avanzó uno o dos pasos hacia el animal, dio unas palmadas
con las manos e hizo ruidos tipo
«chist» y «os». Si el buey los oía, no dio la mínima señal de ello.
-Si alguna vez se pierde por mi jardín alguna gallina
-dijo Adela-, sin duda mandaré que le vengan a buscar para que la asuste. Usted
dice «chist» maravillosamente. Mientras tanto ¿le importaría intentar echar de
aquí a este buey? Ahora está empezando con una Mademoiselle Louis Bichot
-añadió con una calma helada, mientras que una resplandeciente flor
naranja era triturada dentro de la enorme boca masticadora.
-Ya que ha sido tan franca sobre la variedad de los
crisantemos -dijo Eshley- no me importa decirle que se trata de un buey de
Ayrshire.
La calma helada desapareció; Adela Pingsford utilizó
un lenguaje que hizo que el artista se acercara, instintivamente, a unos pasos
del buey. Cogió una varita y la lanzó, con determinación, contra los costados
moteados del animal. La operación de convertir a Mademoiselle Louis Bichot en
una ensalada de pétalos quedó suspendida durante un largo instante, mientras
el buey observaba, con una inquisidora concentración, al lanzador del palo.
Adela le miró con la misma concentración y a la vez con una mayor hostilidad.
Como la bestia no bajó la cabeza ni mostró señal de escarbar con las patas,
Eshley se aventuró con otro ejercicio de jabalina con ramita. El buey pareció
darse cuenta de que tenía que irse; dio un último y rápido tirón al arriate
donde habían estado los crisantemos y cruzó el jardín hacia arriba,
rápidamente. Eshley corrió para dirigido hacia la entrada del jardín, pero
sólo consiguió acelerar su paso de caminar a trotar pesadamente. Con cierto aire
inquisitivo pero sin verdadera vacilación, cruzó la pequeña franja de césped
que era llamada, caritativamente, el campo de croquet, y se dirigió hacia la
puertaventana abierta de la sala matinal. En la habitación había algunos
crisantemos y otras plantas otoñales en jarrones, yel animal reanudó sus
operaciones de rumiante; a pesar de todo, Eshley percibió en sus ojos el
principio de una persecución, una mirada que aconsejaba respeto. Descartó la
intención de interferir en la decisión de deambular del animal.
-Señor Eshley -dijo Adela con una voz temblorosa-,
le pedí que sacara la bestia de mi jardín, no que la metiera en mi casa. Si
debo teneda en algún lugar de mis posesiones prefiero que sea en el jardín y
no en el salón matinal.
-Dirigir ganado no es lo mío -dijo Eshley-. Si no
recuerdo mal, ya se lo dije al principio.
-Estoy de acuerdo con usted -replicó la dama-, lo
suyo es pintar hermosos cuadros de hermosas vacas. ¿Tal vez esté interesado en
hacer un bonito esbozo de este buey sintiéndose como en casa en mi salón
matinal?
En esos momentos parecía que la paciencia llegaba a
su límite; Eshley empezó a alejarse a grandes pasos.
-¿Adónde va? -gritó Adela
-A buscar las herramientas -replicó.
-¿Herramientas? No quiero que utilice un lazo. La
sala quedará destrozada si se produce una lucha.
Pero el artista salió del jardín. Volvió en un par de
minutos, cargado con un caballete, un taburete y materiales de pintura.
-¿Tiene intención de sentarse tranquilamente y pintar
a esa bestia mientras destroza mi salón matinal? -jadeó Adela.
-Fue sugerencia suya
-respondió Eshley, colocando el lienzo en posición.
-Se lo prohíbo. ¡Se lo
prohíbo absolutamente! -vociferó Adela.
-No veo qué tiene usted que ver en el asunto -dijo el
artista-. Difícilmente podrá pretender que el buey sea suyo, ni siquiera por
adopción.
-Parece olvidar que está
en mi salón matinal, comiéndose mis flores -respondió con rabia.
-Usted parece olvidar que la cocinera tiene neuralgia
-dijo él-. Debe de estar medio dormida en un piadoso sueño y su alboroto la va
a despertar.
La consideración por los demás debería ser el principio
que guiara a la gente de nuestro estilo de vida.
-¡Este hombre está loco! -exclamó Adela trágicamente.
Un instante después fue la propia Adela la que
parecía volverse loca. El buey había acabado con las flores del jarrón y la cubierta de Israel Kalisch, y parecía que estaba pensando en salir de su restringido
aposento. Eshley percibió su inquietud y, rápidamente, le lanzó algunos
puñados de hojas de enredadera Virginia para inducido a que siguiera allí.
-He olvidado cómo dice el refrán -observó él-. Algo
así como «Cuando hay odio, mejor una cena de hierbas que un buey en un
establo». Parece que disponemos de todos los ingredientes del refrán.
-Iré a la biblioteca pública y les diré que avisen a
la policía -dijo Adela y, audiblemente furiosa, salió.
Unos minutos más tarde, el buey se despertó quizá
ante la sospecha de que en algún determinado establo le esperaba pastel de
aceite con remolacha troceada, y salió del salón matinal con mucha precaución;
contempló, como realizando una investigación solemne, al ser humano que ya no
se entro metía ni le lanzaba ramas. A continuación, avanzó, pesada pero
velozmente, hacia fuera del jardín. Eshley recogió sus herramientas y siguió el
ejemplo del animal, dejando en «Larkdene» la neuralgia y la cocinera.
El episodio fue el punto decisivo que cambió la
carrera artística de Eshley. Su extraordinario cuadro Un buey en un salón matinal de finales de otoño, fue una de las sensaciones y éxitos
del siguiente Salón de París y, cuando posteriormente se exhibió en Munich,
fue comprado por el gobierno bávaro, en contra de las elevadas ofertas de tres
empresas cárnicas. Desde aquel momento su éxito fue continuo y asegurado y la
Royal Academy se sintió agradecida, dos años después, de poder ofrecer a su
gran lienzo Macacos destruyendo un
tocador un lugar destacado
en sus paredes.
Eshley le regaló a Adela Pingsford un ejemplar nuevo
de Israel Kalisch y un par de delicadas y floridas
plantas de Madame André Blusset, pero entre ellos no ha habido nada
parecido a una auténtica reconciliación.
Saki