Peronella, al volver su marido a
casa, esconde a su amante en un tonel. Dice el marido que lo ha vendido y ella
alega que lo ha vendido a su vez a otro que, para probar su solidez, se ha
metido dentro. Sale el hombre, muéstrase al esposo y se lleva el tonel.
No ha mucho
que en Nápoles un hombre pobre tomó por esposa a una bella y gentil mocita
llamada Peronella, y él, con su arte de albañil y ella hilando, ganaban lo poco
necesario para vivir como mejor podían. Un joven apuesto, viendo un día a
aquella Peronella, de ella se enamoró y
tanto la solicitó de un modo y otro, que al fin consiguió su intimidad. Y a fin de poder verse acordaron
que, como el marido se levantaba temprano para ir a trabajar o a buscar
trabajo, el joven se apostaría en lugar desde donde le viese salir, y como era
la calle, que del Marfil se llama, muy solitaria, él, en saliendo el esposo,
entraría en la casa. Y así lo hicieron muchas veces. Pero ocurrió una mañana
que, habiendo marchado el buen hombre y Juanillo Strignario, que tal era el
nombre del galán, penetrando en casa y estando con Peronella, a poco rato el
esposo, que no solía tornar en todo el día, volvió y, encontrando la
puerta cerrada, empezó a llamar y a decirse: «Dios mío, loado seáis siempre
porque, si me has hecho pobre, me has consolado con tan buena y honesta
esposa. Y ello se ve en que en cuanto yo salí, cerró la puerta para que no
pudiera entrar nadie que la importunase.»
Peronella, al
oír al marido, dijo:
-¡Ay, Juanillo mío, muerta soy! Ahí está mi marido, a quien Dios
confunda, que ha vuelto. No sé lo que esto querrá decir, porque nunca vuelve a
esta hora, y quizá te vio cuando entraste. Ya que, pues no tiene remedio,
métete en este tonel que ves aquí, y yo iré a abrir.
-¿Crees que voy a aguantar que me empeñes la falda y las demás ropas, mientras no hago
día y noche otra cosa que hilar, al punto de que ya se me separa la carne de
las uñas, y todo para tener al menos aceite con que encender nuestra lámpara?
Y, así diciendo, comenzó a llorar y siguió:
-Ay, pobre y triste de mí.
¡En mal hora nací y qué mal
acierto tuve! Sí, que habría podido casar con un joven de bien y no lo quise, para dar con éste,
que no piensa en lo que ha traído a casa. Las demás
se solazan con sus amantes, y no hay
ninguna que no tenga dos o tres, y
gozan, y hacen pasar a sus maridos la luna por el sol, y yo, mísera de mí, por
buena y por no andar en esos lances, así me veo de desventurada. No sé por qué
no tomo amante, como las otras. Y has de
saber, marido, que si yo quisiera obrar mal, encontraría con quién, que muy
apuestos los hay que me aman y me han mandado a ofrecer muchos dineros,
o ropas o joyas, a mi gusto, y nunca me lo toleró el ánimo, porque, no soy hija
de mujer de ésas; y con todo, tú vienes a casa cuando debías ir a trabajar.
-Vamos, mujer, no te entristezcas por Dios, que debes comprender que sé quién eres y aun esta
mañana lo he advertido más.
Cierto es que salí a trabajar, pero se ve que no sabes, como yo mismo no lo
sabía, que hoy es la fiesta de san Galeón y no se trabaja. Por ello he tornado
a casa, pero, no obstante, ya he provisto y hallado modo de tener pan para más
de un mes, porque a éste que ves conmigo le he vendido nuestro tonel, el cual
hasta ahora solo ha servido de estorbo; y me da cinco florines de oro.
Dijo entonces Peronella:
-Véase si no tengo causas de pena. Tú, que eres hombre y andas por el mundo, y deberías saber todas
sus cosas, has vendido un tonel en cinco liriados, y yo, mujer y sin salir
apenas, viendo el estorbo, que en casa hacía, lo he vendido en siete a un buen
hombre, el cual, cuando tú tornaste, se metió en él para ver si era sólido.
El marido, al oír esto, alegróse mucho y dijo al que le acompañaba:
-Buen hombre,
vete con Dios; que ya has oído que mi mujer ha vendido en siete aquello por lo
que tú sólo dabas cinco.
-Sea en buena
hora - dijo el hombre. Y se fue.
Peronella dijo a su marido:
-Ven, puesto que aquí estás, y trata nuestros negocios.
Juanillo, que estaba con el oído atento, por si algo ocurría que le
hiciera temer o deber prepararse, al oír las palabras de Peronella salió
prestamente del tonel y, como si no hubiera sentido regresar al esposo, preguntó:
-¿Dónde estás,
buena mujer?
A lo que el
marido, que ya llegaba, respondió:
-Aquí estoy.
¿Qué quieres?
Dijo Juanillo:
-¿Quién eres
tú? Necesito ver a la mujer con la que ajusté este barril.
Dijo el buen hombre:
-Habla sin rebozo, que soy su marido -dijo el otro.
Entonces dijo
Juanillo:
-El tonel me
parece sólido, pero debe haber contenido heces, porque está todo untado de una
cosa tan seca, que no puedo arrancarla con las uñas, así que no me lo llevaré si antes no lo limpiáis.
-No se deshaga
por eso el trato. Mi marido lo limpiará todo - dijo entonces Peronella.
-Sí.
Y, dejando las herramientas y quedándose en mangas de camisa, mandó
encender la luz y que le diesen un raspador, y se metió en el tonel y empezó a
raspar. Y Peronella, como si quisiese ver lo que hacía metió la cabeza por
la boca del barril, que no era muy grande, y puso también un brazo y toda la
espalda, y empezó a decir:
-Raspa ahí, y
aquí, y allá, y mira que aún queda acá un poco.
Y, mientras estaba así y al marido enseñaba y
recordaba, Juanillo, que no había
saciado su deseo plenamente aquella mañana cuando llegó el marido, viendo que
no podía satisfacerlo como quisiera, decidió satisfacerlo como pudiese y,
aferrándose a ella; que tapaba toda la boca del tonel, en la forma en que en
los anchos campos los desenfrenados y de amor caldeados caballos asaltan a las
yeguas de Partia, a efecto llevó su moceril deseo, el cual llegó a su extremo
casi en el mismo punto en que la limpieza del tonel acababa. Separáronse
ambos, y Peronella sacó la cabeza del barril y el marido salió.
-Toma esta luz, buen hombre, y mira, si esto se ha limpiado a tu gusto
-dijo Peronella a Juanillo.
Juanillo miró, y dijo que sí, y pagó los siete
liriados e hizo que le llevasen a casa el tonel.
Giovanni Boccaccio - Decamerón
A petición de Javier