Desde allí
recorrieron veinte parasangas en cuatro jornadas y llegaron a una ciudad
grande, rica y poblada, que se llamaba Ginmias. El jefe de esta comarca envió
a los griegos un guía para que los condujese por el territorio de sus enemigos.
Vino, pues, el guía, y le dijo que en cinco días les conduciría a un sitio
desde donde verían el mar, y que si no cumplía su promesa podían matarle. Y
guiándoles, cuando los entró por la tierra de los enemigos, les invitó a que lo
incendiasen y arrasasen todo, señal clara de que éste había sido el motivo de
su venida, no la benevolencia hacia los griegos. Al quinto día llegaron a la
cima de la montaña llamada
Teques. Cuando los primeros alcanzaron la cumbre y vieron el mar prodújose un gran vocerío. Al oírlo Jenofonte y
los que iban en la retaguardia creyeron que se habían encontrado con nuevos
enemigos, pues les iban siguiendo los de la comarca quemada, y los de la
retaguardia habían matado algunos y cogido otros vivos en una emboscada,
tomándoles veinte escudos hechos con mimbre y pieles crudas de buey de mucho
pelo. Pero como el vocerío se hacía mayor y más cercano y los que se
aproximaban corrían hacia los voceadores, como el escándalo se hacía más
estruendoso a medida que se iba juntando mayor número, parecióle a Jenofonte
que debía de tratarse de algo más importante, y, montando a caballo, se
adelantó con Licio y la caballería a ver si ocurría algo grave. Y, en seguida,
oyeron que los soldados gritaban: «¡el mar!, ¡el mar!», y que se
transmitían el grito de boca en boca. Entonces todos subieron corriendo:
retaguardia, acémilas y caballos vivamente. Cuando llegaron todos a la cima se
abrazaban con lágrimas los unos a los otros, generales y capitanes. Y en
seguida, sin que se sepa de quién partió la orden, los soldados se pusieron a
traer piedras y a levantar un gran túmulo, que cubrieron con pieles crudas de
buey, con bastones y con los escudos de mimbre que habían cogido, y el guía
mismo se puso a destrozar los escudos, exhortando a los griegos a que lo
hiciesen ellos también. Después de esto despidieron al guía, dándole entre
todos como presente un caballo, una copa de plata, un traje persa y diez
daricos. Él les pidió, sobre todo, anillos y los soldados le dieron muchos. Y
después de mostrarles una aldea donde podían acampar y el camino para llegar al
país de los macrones, se marchó cuando ya caía la tarde.
Lo mucho o lo
poco no se mide por una cifra, sino por la capacidad del que da y del que
recibe.
Jenofonte - Anábasis
Para Conxi, de Javier.