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domingo, 27 de marzo de 2016

Julio Verne


Relatos fantásticos

Por lo que también yo, empeñándome por vanagloria en dejar algo a los venideros, para no ser el único desheredado en la libertad de contar mentiras, puesto que nada verdadero tenía que referir -porque nada digno de mención me había ocurrido-, me he dedicado a la ficción de modo mucho más descarado que los demás. Aunque en una sola cosa seré veraz: en decir que miento.

Me parece que así escaparé a la acusación de los otros, al reconocer yo mismo que no cuento nada verdadero. Escribo, por tanto, de lo que ni vi ni comprobé ni supe por otros, y es más, acerca de lo que no existe en absoluto ni tiene fundamento para existir. Conque los que me lean no deben creerme de ningún modo.

»Además, ¿cómo no va a ser indicio de ignorancia y completo engreimiento el que, tratando de cuestiones tan poco claras, no manifiesten nada como suposición? Antes bien, porfían mucho y no dejan lugar a que los demás puedan superarles, y poco les falta para jurar que el Sol es una masa de metal incandescente, que la Luna está habi­tada y que las estrellas beben agua, como si el Sol con una cuerda de pozo sacara la humedad del mar y la repartiera entre ellas.

Hay una especie de hombres entre ellos, los llamados dendritas, que nacen como si­gue: cortan el testículo derecho de un hombre y lo plantan en la tierra, y de él crece un árbol enorme de carne, como un falo, con sus ramas y hojas; y el fruto son glandes de un codo de tamaño, y luego cuando maduran los vendimian y hacen salir a los hombres.
En cuanto a los ojos, recelo decir cómo los tienen, no sea que alguien crea que miento por lo increíble de mi relato. Con todo, voy a decirlo: tie­nen los ojos extraíbles, y quien quiere se los quita y queda ciego hasta que necesite ver; entonces se los pone y ve, y muchos que han perdido los suyos toman los de otros y pueden ver. 

MENIPO: -Pues, amigo, así son todos los coristas que hay sobre la tierra y de semejante desconcierto está hecha la vida de los hombres, que no sólo cantan piezas diferentes, sino que tienen diverso aspecto, bailan en sentido contra­rio y no coinciden en nada, hasta que finalmente el direc­tor los expulsa uno por uno de la escena diciéndoles que ya no le hacen falta. Y al final son iguales todos en su si­lencio y no entonan ya aquel confuso y caótico canto. Ahora, todo lo que ocurría en aquel colorido y multifor­me teatro era divertidísimo.
»Los que más me hacían reír eran los que discutían por los lindes de su territorio y presumían de labrar la llanura de Sición, de tener en Maratón las tierras cercanas a Énoe o de poseer mil pletros en Acarnas. Siendo el tamaño de Grecia, vista desde arriba, de cuatro dedos, el Ática, en proporción, era una parte insignificante. Eso me hacía pensar qué poco bastaba a los ricos esos para presumir: el que más pletros tenía me parecía cultivar un átomo de Epicuro. Dirigí luego la mirada al Peloponeso y al mirar a Cinuria recordé cuántos argivos y lacedemonios habían caído en un solo día por tan poca tierra, no mayor que una lenteja egipcia. Cuando veía a alguien presumiendo de su oro, de tener ocho anillos y cuatro copas, me entraba la risa: el Pangeo entero con todas sus minas no era mayor que un grano de mijo.
Luciano de Samosata


Javier le dedica esta canción a Goretti.