Otoño en primavera
Me dirigía a Grunewald cuando me ocurrió algo extraño: en el
compartimiento del tren, que estaba lleno de los primeros aromas de la
primavera procedentes de los campos que había a ambos lados del terraplén, de
pronto entró el otoño.
Ocurrió
de la siguiente manera:
La
puerta se abrió -era la estación de Schmargendorf- y un caballero y una dama
aparecieron sobre el estribo. Ella se subió al tren con entusiasmo y aire
jovial, aunque ya no era tan joven. Sus ojos estaban ajados, tenía grietas y
hendeduras como el mármol viejo, los bucles, delicadamente rizados, que se
hallaban bajo el caprichoso y elegante birrete estilo Wagner de
terciopelo violeta, no conseguían ocultar las líneas de la frente. Sin embargo,
su figura era todavía delgada y esbelta, y había algo luminoso en su carácter.
El caballero entró detrás de ella más lentamente.
-¡Dios mío! -gritó la dama, con un pie todavía sobre
el estribo y el otro en el compartimiento-. Pero ¿qué es eso que hay sobre la
alfombra del pasillo? ¡Pero si es nada menos que una moneda de diez pfennigs!
Se lo daré a un pobre.
La dama se agachó y recogió la moneda. Mientras
tanto, el caballero también había subido al tren, había cerrado la puerta del
compartimiento tras de sí y en ese momento también presenciaba apaciblemente
el hallazgo de la dama.
-Sin lugar a dudas -dijo él-. Desde luego, tú siempre
te encuentras algo. No hay más que dar tres pasos contigo y enseguida te
encuentras algo.
-¿Y? -dijo ella alegre y lo miró-. Bueno, ¿y qué es
todo eso que me he encontrado estando a tu lado? ¡Di!
El caballero la miró brevemente a la cara pero con
una expresión indescriptible.
-¿A mi lado? Pues tu corazón...
Aquellas palabras me llamaron
la atención. Habían sido pronunciadas a la ligera, en cierto modo era como si
hubieran sido dispuestas para que salieran volando por la ventana abierta del
compartimiento. Aquellas palabras sonaban, o debían sonar, como una especie de
conversación de viaje. Uno podía percibir el esfuerzo por hacer que sonaran
superficiales y socialmente aceptables. Por eso me chocaron aún más.
Tras la breve contienda, tanto el caballero como la dama
se volvieron hacia mí para examinarme. "Es una completa extraña",
decía su mirada rápida y escrutadora. "Tan extraña como los hilos del
telégrafo que pasan por delante de las ventanillas".
-¡Eres tan bueno! -dijo la dama mientras le agarraba la
mano rápidamente. Él no pudo soportar el hecho de que ella lo agarrara de la
mano. Un poco impetuosamente, con un movimiento tierno pero nervioso, levantó
la mano hacia arriba como si tuviera que coger necesariamente su sombrero de
ala ancha y colocado en la red del compartimiento. Y mientras lo hacía aprovechó
para volver a lanzarme una mirada examinadora.
Desde ese momento estuvieron sentados en silencio, y yo
los miraba de reojo. El caballero tenía algunas canas, debía de tener cincuenta
y muchos años. Tenía un rostro bonachón, colorado y de rasgos poco definidos, y
una nariz aguileña magníficamente modelada. Parecía ingeniero o arquitecto, o
incluso comerciante de alta esfera, con cierto aire artístico en sus gestos y
su indumentaria. Sus manos bien cuidadas, con un brillante de tamaño mediano
en el dedo anular de la mano izquierda, eran las manos de un burgués; sin embargo,
el gran sombrero de ala ancha suave como la seda, la precisión y el buen corte
de su ropa le conferían algo de libertad y frescura.
Por un momento se callaron los dos. En el compartimiento
lo único que se oía era el traqueteo de las ruedas del tren, ese ruido
monótono, arrullador y ronroneante. A través de la ventanilla abierta llegaba,
desde el bosque que se divisaba junto al terraplén, un olor a ozono que se
mezclaba con el aroma del tapizado de los asientos. Se podía ver el extenso arrabal berlinés todavía sin cultivar
extendiéndose hasta el infinito; aquellos campos, grandes y pequeños, aún sin
arar, y entre ellos los pabellones de estacas y las casas de vecindad plantados
en mitad del campo con gigantescas imágenes de reclamo pegadas, como si fueran
enormes vitrinas levantadas en lo alto. Una región tan desoladora como
trasnochada, apática y sin alma, que sin embargo se estremece con el suave
aroma primaveral, con un leve soplo azulado que llega al alma.
La
pareja miraba perpleja el paisaje. De repente, el caballero dijo con tono suave
y contenido:
-¿Fuiste
también lo suficientemente cauta? ¿No notará él nada?
Y la
dama le respondió con la misma suavidad y rapidez, y en cierto modo de manera
inexpresiva:
-Me
he ido de viaje un día a visitar a mi hermana.
¿Cómo va a notar nada?
De
nuevo se callaron los dos y me miraron. Pero yo miraba fijamente por la
ventana.
Entonces
lo supe todo.
Un
fervor de principios de otoño. El otoño estaba allí con sus hojas rojas, sus
tardes breves de anocheceres tempranas. Sentía el otoño en el compartimiento,
lo notaba en ese momento en la expresión de sus rostros, lo oía soplar a través
de cada palabra que se decían. ¡Quizá fueran amantes de juventud! ¡Quizá se
hubieran conocido ya tarde! No tienen ninguna esperanza de futuro juntos, él
tiene su mujer, ella su marido, y se reúnen en un viaje tranquilo y feliz.
Sólo un día, luego se acabó, y cada uno regresa de nuevo a su casa.
¡Un
solo día! Y sus rostros otoñales, fatigados por la vida, ajados por la gran
resignación, pierden sus arrugas y líneas. Ya no veía al robusto cincuentón
amable, y tampoco a la pálida mujer agradecida; los veía jóvenes, bajo los
besos cuyo escaso aliento sólo saborearían ese único día, estremeciéndose y
fortaleciéndose. Yo oía sus primaverales palabras de amor..., y la tímida,
cauta y miedosa contienda de hacía un momento perdió su sentido...
Se
bajaron.
-Ve
delante -dijo el caballero.
Y
como si lo hubieran convenido con bastante antelación, se separaron el uno del
otro durante el recorrido por el andén concurrido de gente, caminando la una
rápidamente, el otro despacio, como si no tuvieran nada que ver en absoluto el
uno con el otro.
Girándose
temerosamente y con gran recato, ella miró una vez hacia atrás de forma
disimulada e indiferente; y él asintió con la cabeza de manera imperceptible,
"no te preocupes, estoy aquí", con la misma expresión indiferente en
el rostro que ella. Pero, arrastrados por la multitud, al llegar a las
taquillas de venta de billetes, donde los caballeros intentaban ver el rostro
de ella bajo el sombrero, él se colocó pegado detrás de ella y como sin querer
le rozó la mano con la suya con gesto protector.
De
ese modo bajaron las escaleras para dirigirse hacia los trenes de largo
recorrido. La dama siempre un gran trecho por delante. Sobre su birrete estilo
Wagner resplandecía el plateado broche, sus faldas susurraban y hacían
fru-fru. E incluso en
aquel susurro resonaba la palabra: ¡Otoño! ¡Hojas rojas que revolotean!
Sólo
en el oscuro túnel que conducía hacia el andén de largo recorrido volvieron a
unirse. Casi sin aliento, como cuando se ha superado un peligro.
Y
su miedo y su necesidad me dieron lástima.
¡Qué
mundo, que hace que las personas marchitas se escabullan!
¡Que
los empuja, junto a los restos de su fuego vital, hacia la clandestinidad, como
si fueran criminales!
¡Dos
personas tan llenas de bondad mutua que lo único que se dicen la una a la otra
es una palabra que permanecerá leal para siempre!
Y
yo tuve la necesidad de seguirlos y ver cómo subían lentamente los escalones
hacia la taquilla de venta de billetes.
Un
hombre por así decirlo en la "mejor edad" que haya tenido nunca.
Y
una mujer amargada, acicalada de forma juvenil.
Cada
uno por su lado.
Elsbeth Meyer Foerster
Como homenaje a David Bowie nos la pide Eduard.