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jueves, 3 de marzo de 2016

Librería Follas Novas

Entrada dedicada a Justa.



Los viejos clandestinos

Hacía más de diez años que era amigo de Yamas­hita, el pintor japonés emigrado a París siendo toda­vía muy joven.
Persona extraordinariamente sensible, de reac­ciones casi femeninas, educado a la europea y cató­lico, Yamashita, sobre todo en la primera época de su experiencia parisiense, parecía más un play-boy consentido que el auténtico artista que en realidad era. Evidentemente sus dispendiosas disipaciones, sufragadas por la fortuna familiar, le mantenían alejado durante largo tiempo de la paleta y los pin­celes. Y sólo mucho más tarde, pasados los cua­renta, se comprometió seriamente. Ello explica que de Yamashita sólo se conozcan setecientos u ocho­cientos cuadros, destinados seguramente a alcanzar precios desorbitados.
Era cordial, expansivo, ingenioso, lleno de fanta­sía, de una generosidad y de una lealtad a toda prueba. De su lejano país acostumbraba contar in­numerables historias maravillosas y extravagantes, sin pretender de nosotros que le diésemos siempre pábulo. Pero el motivo por el que desde nuestro pri­mer encuentro me había fascinado era la sensación, vaga, inexplicable pero aguda, de que el hombre portase con él un misterio.
Bien. El lunes pasado -hacía más de dos meses que no le veía- Yamashita me telefonea para de­cirme que tiene necesidad de hablarme. Esa misma tarde voy a verle a su magnífico estudio.
Sale a mi encuentro y me dice:
-Perdona si lo que voy a decirte es en su conjunto poco agradable. Pero tú eres mi mejor amigo, yo en París no tengo familia, realmente no tengo a nadie más a quien dirigirme. Para abreviar, se trata de esto: voy a morirme.
-¿Vas a morirte? ¿Qué ha pasado? ¿Estás en­fermo? ¿O es que estás loco?
-Ni enfermo ni loco -responde él- y sin em­bargo me quedan pocos días, tal vez pocas horas de vida. ¿Un infarto? ¿Un atropello en plena calle? ¿Un asesinato? Quién sabe. En cualquier caso, mi vida está en las últimas.
-¿Pero habrá un motivo por el que se te ha metido eso en la cabeza, no?
-Claro que sí. Mírame con estos lentes.
Yamashita abre un estuche de cartón y extrae unos lentes de esos que se sujetan a la nariz, como se usaban a principios de siglo, con montura de metal blanco. Me los da, yo me los pongo, y me quedo pe­trificado.
Allí donde hace un instante había un hombre atractivo en la plenitud de sus fuerzas y de su salud, veo ahora a un miserable viejecito encogido y lleno de arrugas en quien es casi imposible reconocer las facciones de Yamashita. Y sin embargo sólo puede ser él.
Horrorizado, me quito los lentes: mi amigo sigue allí ante mí, rejuvenecido instantáneamente medio siglo, y me mira con una sonrisa irónica.
Tres veces más acerco los lentes a mis ojos; y tres veces más reaparece la atroz ruina humana, más cerca del otro mundo que de éste.
-Está bien, ya me los puedes dar -dice Yamashita-. Ya has visto bastante. Y ahora, escucha.
Se sienta cómodamente en el sofá, enciende un cigarrillo y me refiere la siguiente historia:
-Hace exactamente veinte años yo era estu­diante en Kyoto. Un día, paseando solo por uno de los barrios más populares, me paré, no te sabría de­cir por qué -yo, aunque japonés, nunca he sido ni miope ni présbita- ante una tiendecita más bien cochambrosa de artículos ópticos. En el escaparate había máquinas de fotografiar, catalejos, binóculos, lupas, compases y sobre todo lentes.
»Todas cosas de poca calidad, a juzgar incluso por los modestísimos precios. Sin embargo, en me­dio de aquel pobre muestrario colocado desordena­damente y lleno de polvo, descubrí un par de lentes viejos con un cartelito donde estaba escrita la cifra de un millón de yens. Los lentes que te he hecho pro­bar hace un momento.
»¿Era una broma? ¿Un error de escritura? ¿O había algo debajo de todo ello? Espoleada mi curio­sidad, entré. Había un hombrecito insignificante que leía el periódico. Le pregunté: "¿Cómo puede ser que esos lentes que están en el escaparate cues­ten un millón de yens?" Y él sin inmutarse: "Ya lo sé, están muy bien de precio, pero es que ve, señor, no son nuevos, están usados; desde luego, no se en­cuentran muchos lentes para ver a los viejos."
-¿Lentes para ver a los viejos?
-Espera. Lo mejor viene ahora. Esos lentes valían mucho más que un millón de yens. Pero habrá que hacer un paréntesis.
»¿Te has preguntado alguna vez qué significa la vejez? Vejez es la última estación de la vida, ¿no es así?, la que viene antes de la muerte, la antesala del tránsito, acompañada por una decadencia física más o menos acusada.
»La última estación de la vida. Por lo tanto, la edad, estrictamente hablando, carece de importan­cia. Un soldado de veinte años que parte hacia el frente, en el que encontrará la muerte, sólo es joven aparentemente; en realidad es ya viejísimo, está acabado, destruido. Igualmente es un viejo decrépito, a los veintiocho días, el recién nacido que no va a vivir más de un mes. Todo lo demás es sólo ilusoria apariencia. Y es increíble cuán pocos lo piensan.
»Viejísimo es el automovilista treintañero que dentro de una hora se estrellará contra un árbol, viejísimo es el cincuentón que mañana será fulmi­nado por un ataque de apoplejía, viejísimo el chi­quillo que dentro de una semana será aplastado por un camión. Y despega cargado de achacosos matu­salenes el cuatrimotor que se caerá en el océano. Pero todos son viejos clandestinos, invisibles, indes­cifrables, inconscientes... Criptoviejos. Criptomatu­salenes. Nadie puede reconocerles.
»Cuidado: existe alguien que puede verles, al menos eso me aseguró el oculista de Kyoto. Algún mago, por ejemplo, dijo, o algún rarísimo médico dotado de excepcional intuición. Y luego, para los hombres normales y corrientes, están los lentes que has visto. Con estos lentes se ve en seguida la ver­dad, si alguien tiene la muerte cerca tú le ves como un viejo achacoso.
-¿Pero quién los ha fabricado? ¿Son lentes en­cantados?
-Espera. Todavía no he acabado. Tú sabes que siempre me han gustado los caprichos. ¿Un millón de yens? Por un par de lentes viejos era una canti­dad disparatada. Pero yo sentía una extraña atrac­ción. Como cuando e! destino nos envía una señal. De forma que le dije al óptico: "Si realmente estos lentes funcionan como usted dice, yo estoy dis­puesto a comprados; pero ¿cómo puedo asegu­rarme de que funcionan? ¿Dónde encuentro yo ahora a un joven o a una joven que vayan a mo­rirse dentro de poco?" Y él con toda la calma: "Está de suerte, señor. Salga a la calle, camine unos treinta pasos a la derecha y encontrará un parque, sentada en el parque verá a una hermosí­sima muchacha: pobrecilla, está enferma de leucemia.
»Con lo que cogí los lentes, salí a la calle, entre paréntesis me preguntaba por qué el hombrecito se fiaba tanto de mí, di unos treinta pasos y encontré el parque. En una tumbona estaba una muchacha her­mosísima, podría tener dieciocho años. Me pongo los lentes y la joven se convierte en una espantosa bruja desdentada toda pellejo y huesos.
»Un buen choc, como te puedes imaginar. Como el que te he hecho experimentar hace un momento. Pero también una inverosímil ocasión. ¿Te das cuenta? Poder conocer por adelantado el destino del prójimo; y el tuyo. Cosas que sólo pasan en los cuentos. En fin, me hago el firme propósito de comprarlos.
»Lo que pasó luego sólo el diablo lo sabe. Mi intención es regresar a la tienda: veinte pasos, treinta pasos, cuarenta pasos, recorro de nuevo el camino en un sentido y en otro. Nada. Imposible encontrar la tienda del óptico. La tienda ha desaparecido. Como si se la hubiese tragado la tierra. Era absurdo, ¿no? Era increíble, ¿no? Entonces pregunto a los co­merciantes de por allí: ¿no hay una tienda de lentes en esta calle? Ponen cara de extrañeza: "¿Una tienda de lentes? ¿En esta calle? Nunca he visto nin­guna."
-¿Y entonces tú?
-Nada. Quedarme con los lentes. No podía hacer otra cosa. Por otra parte en Japón estamos bastante acostumbrados a sorpresas de este tipo.
-¿Y después?
-Después... Al principio me divertía mirar a la gente, poniéndome y quitándome los lentes; y de vez en cuando hacía descubrimientos; sobre todo en las autopistas: sin nada en los ojos veía al volante de los coches deportivos cuerpos formidables, con los lentes veía momias apergaminadas y tremebundas. Pero era un jueguecito bastante siniestro. Moraleja, me harté y los lentes acabaron en la caja fuerte del banco. Sólo de vez en cuando bajaba al caveau con un espejo, sacaba los lentes y me controlaba, nunca se sabe. Al principio cada mes, luego cada tres, luego cada seis, luego cada año, al final había adquirido confianza en mí mismo. Pero esta mañana he hecho el descubrimiento. Torpedeado de pleno. Inútil buscar remedios ni escapatorias, inútil rebelarse, inútil encerrarse en casa. Tú mismo tendrás que ad­mitir que no se puede vivir en las condiciones en las que me acabas de ver.
-¿Pero tú no te notas nada? ¿Estás cansado? ¿Te encuentras deprimido?
-En absoluto. Si por mí fuera, daría saltos mor­tales. Nunca he estado tan bien como ahora, y sin embargo soy el hombre más viejo del mundo. Y ha llegado el momento de decirte adiós para siempre, amigo mío. Me despido. Emprendo el vuelo. Adieu. Y no te los doy ahora porque estoy seguro de que no los aceptarías, pero en el testamento te dejaré los condenados lentes. Y nada de abrazos, nada de lágrimas, nada de flaquezas de ánimo. Y ahora sería mejor que me dejaras porque me quedan algunas cosillas por arreglar.
Me ha acompañado hasta la puerta, ha llamado al ascensor, ha esperado a que yo entrase y a que la cabina arrancase.
Todavía no había llegado abajo cuando se oyó el disparo.
Dino Buzzati


Javier dedica esta canción a Emilia.