Entrada dedicada a Justa.
Hacía más de
diez años que era amigo de Yamashita, el pintor japonés emigrado a París
siendo todavía muy joven.
Persona
extraordinariamente sensible, de reacciones casi femeninas, educado a la
europea y católico, Yamashita, sobre todo en la primera época de su
experiencia parisiense, parecía más un play-boy consentido que el
auténtico artista que en realidad era. Evidentemente sus dispendiosas
disipaciones, sufragadas por la fortuna familiar, le mantenían alejado durante
largo tiempo de la paleta y los pinceles. Y sólo mucho más tarde, pasados los
cuarenta, se comprometió seriamente. Ello explica que de Yamashita sólo se
conozcan setecientos u ochocientos cuadros, destinados seguramente a alcanzar
precios desorbitados.
Era cordial,
expansivo, ingenioso, lleno de fantasía, de una generosidad y de una lealtad a
toda prueba. De su lejano país acostumbraba contar innumerables historias
maravillosas y extravagantes, sin pretender de nosotros que le diésemos siempre
pábulo. Pero el motivo por el que desde nuestro primer encuentro me había
fascinado era la sensación, vaga, inexplicable pero aguda, de que el hombre
portase con él un misterio.
Bien. El
lunes pasado -hacía más de dos meses que no le veía- Yamashita me telefonea
para decirme que tiene necesidad de hablarme. Esa misma tarde voy a verle a su
magnífico estudio.
Sale a mi
encuentro y me dice:
-Perdona si lo
que voy a decirte es en su conjunto poco agradable. Pero tú eres mi mejor
amigo, yo en París no tengo familia, realmente no tengo a nadie más a quien
dirigirme. Para abreviar, se trata de esto: voy a morirme.
-¿Vas a
morirte? ¿Qué ha pasado? ¿Estás enfermo? ¿O es que estás loco?
-Ni enfermo
ni loco -responde él- y sin embargo me quedan pocos días, tal vez pocas horas
de vida. ¿Un infarto? ¿Un atropello en plena calle? ¿Un asesinato? Quién sabe.
En cualquier caso, mi vida está en las últimas.
-¿Pero habrá un motivo por el que se te ha metido eso en la cabeza, no?
-Claro que sí. Mírame con estos lentes.
Yamashita abre un estuche de cartón y extrae unos lentes de esos que se
sujetan a la nariz, como se usaban a principios de siglo, con montura de metal
blanco. Me los da, yo me los pongo, y me quedo petrificado.
Allí donde
hace un instante había un hombre atractivo en la plenitud de sus fuerzas y de
su salud, veo ahora a un miserable viejecito encogido y lleno de arrugas en
quien es casi imposible reconocer las facciones de Yamashita. Y sin embargo
sólo puede ser él.
Horrorizado,
me quito los lentes: mi amigo sigue allí ante mí, rejuvenecido instantáneamente
medio siglo, y me mira con una sonrisa irónica.
Tres veces
más acerco los lentes a mis ojos; y tres veces más reaparece la atroz ruina
humana, más cerca del otro mundo que de éste.
-Está bien, ya me los puedes dar -dice Yamashita-. Ya has visto
bastante. Y ahora, escucha.
Se sienta cómodamente en el sofá, enciende un cigarrillo y me refiere
la siguiente historia:
-Hace
exactamente veinte años yo era estudiante en Kyoto. Un día, paseando solo por
uno de los barrios más populares, me paré, no te sabría decir por qué -yo, aunque
japonés, nunca he sido ni miope ni présbita- ante una tiendecita más bien
cochambrosa de artículos ópticos. En el escaparate había máquinas de
fotografiar, catalejos, binóculos, lupas, compases y sobre todo lentes.
»Todas cosas
de poca calidad, a juzgar incluso por los modestísimos precios. Sin embargo, en
medio de aquel pobre muestrario colocado desordenadamente y lleno de polvo,
descubrí un par de lentes viejos con un cartelito donde estaba escrita la cifra
de un millón de yens. Los lentes que te he hecho probar hace un momento.
»¿Era una
broma? ¿Un error de escritura? ¿O había algo debajo de todo ello? Espoleada mi
curiosidad, entré. Había un hombrecito insignificante que leía el periódico.
Le pregunté: "¿Cómo puede ser que esos lentes que están en el escaparate
cuesten un millón de yens?" Y él sin inmutarse: "Ya lo sé, están muy
bien de precio, pero es que ve, señor, no son nuevos, están usados; desde
luego, no se encuentran muchos lentes para ver a los viejos."
-¿Lentes para
ver a los viejos?
-Espera. Lo mejor viene ahora. Esos lentes valían mucho más que un
millón de yens. Pero habrá que hacer un paréntesis.
»¿Te has
preguntado alguna vez qué significa la vejez? Vejez es la última estación de la
vida, ¿no es así?, la que viene antes de la muerte, la antesala del tránsito,
acompañada por una decadencia física más o menos acusada.
»La última
estación de la vida. Por lo tanto, la edad, estrictamente hablando, carece de
importancia. Un soldado de veinte años que parte hacia el frente, en el que encontrará
la muerte, sólo es joven aparentemente; en realidad es ya viejísimo, está
acabado, destruido. Igualmente es un viejo decrépito, a los veintiocho días, el
recién nacido que no va a vivir más de un mes. Todo lo demás es sólo ilusoria
apariencia. Y es increíble cuán pocos lo piensan.
»Viejísimo es
el automovilista treintañero que dentro de una hora se estrellará contra un
árbol, viejísimo es el cincuentón que mañana será fulminado por un ataque de
apoplejía, viejísimo el chiquillo que dentro de una semana será aplastado por
un camión. Y despega cargado de achacosos matusalenes el cuatrimotor que se
caerá en el océano. Pero todos son viejos clandestinos, invisibles, indescifrables,
inconscientes... Criptoviejos. Criptomatusalenes. Nadie puede reconocerles.
»Cuidado:
existe alguien que puede verles, al menos eso me aseguró el oculista de Kyoto.
Algún mago, por ejemplo, dijo, o algún rarísimo médico dotado de excepcional
intuición. Y luego, para los hombres normales y corrientes, están los lentes que
has visto. Con estos lentes se ve en seguida la verdad, si alguien tiene la
muerte cerca tú le ves como un viejo achacoso.
-¿Pero quién
los ha fabricado? ¿Son lentes encantados?
-Espera.
Todavía no he acabado. Tú sabes que siempre me han gustado los caprichos. ¿Un
millón de yens? Por un par de lentes viejos era una cantidad disparatada. Pero
yo sentía una extraña atracción. Como cuando e! destino nos envía una señal.
De forma que le dije al óptico: "Si realmente estos lentes funcionan como
usted dice, yo estoy dispuesto a comprados; pero ¿cómo puedo asegurarme de
que funcionan? ¿Dónde encuentro yo ahora a un joven o a una joven que vayan a
morirse dentro de poco?" Y él con toda la calma: "Está de suerte,
señor. Salga a la calle, camine unos treinta pasos a la derecha y encontrará un
parque, sentada en el parque verá a una hermosísima muchacha: pobrecilla, está
enferma de leucemia.
»Con lo que
cogí los lentes, salí a la calle, entre paréntesis me preguntaba por qué el
hombrecito se fiaba tanto de mí, di unos treinta pasos y encontré el parque. En
una tumbona estaba una muchacha hermosísima, podría tener dieciocho años. Me
pongo los lentes y la joven se convierte en una espantosa bruja desdentada toda
pellejo y huesos.
»Un buen
choc, como te puedes imaginar. Como el que te he hecho experimentar hace un
momento. Pero también una inverosímil ocasión. ¿Te das cuenta? Poder conocer
por adelantado el destino del prójimo; y el tuyo. Cosas que sólo pasan en los
cuentos. En fin, me hago el firme propósito de comprarlos.
»Lo que pasó
luego sólo el diablo lo sabe. Mi intención es regresar a la tienda: veinte
pasos, treinta pasos, cuarenta pasos, recorro de nuevo el camino en un sentido
y en otro. Nada. Imposible encontrar la tienda del óptico. La tienda ha desaparecido.
Como si se la hubiese tragado la tierra. Era absurdo, ¿no? Era increíble, ¿no?
Entonces pregunto a los comerciantes de por allí: ¿no hay una tienda de lentes
en esta calle? Ponen cara de extrañeza: "¿Una tienda de lentes? ¿En esta
calle? Nunca he visto ninguna."
-¿Y entonces
tú?
-Nada. Quedarme con los lentes. No podía hacer otra cosa. Por otra
parte en Japón estamos bastante acostumbrados a sorpresas de este tipo.
-¿Y después?
-Después... Al principio me divertía mirar a la gente, poniéndome y quitándome
los lentes; y de vez en cuando hacía descubrimientos; sobre todo en las
autopistas: sin nada en los ojos veía al volante de los coches deportivos
cuerpos formidables, con los lentes veía momias apergaminadas y tremebundas.
Pero era un jueguecito bastante siniestro. Moraleja, me harté y los lentes
acabaron en la caja fuerte del banco. Sólo de vez en cuando bajaba al caveau
con un espejo, sacaba los lentes y me controlaba, nunca se sabe. Al
principio cada mes, luego cada tres, luego cada seis, luego cada año, al final
había adquirido confianza en mí mismo. Pero esta mañana he hecho el
descubrimiento. Torpedeado de pleno. Inútil buscar remedios ni escapatorias,
inútil rebelarse, inútil encerrarse en casa. Tú mismo tendrás que admitir que
no se puede vivir en las condiciones en las que me acabas de ver.
-¿Pero tú no
te notas nada? ¿Estás cansado? ¿Te encuentras deprimido?
-En absoluto.
Si por mí fuera, daría saltos mortales. Nunca he estado tan bien como ahora, y
sin embargo soy el hombre más viejo del mundo. Y ha llegado el momento de
decirte adiós para siempre, amigo mío. Me despido. Emprendo el vuelo. Adieu.
Y no te los doy ahora porque estoy seguro de que no los aceptarías, pero en
el testamento te dejaré los condenados lentes. Y nada de abrazos, nada de
lágrimas, nada de flaquezas de ánimo. Y ahora sería mejor que me dejaras porque
me quedan algunas cosillas por arreglar.
Me ha
acompañado hasta la puerta, ha llamado al ascensor, ha esperado a que yo
entrase y a que la cabina arrancase.
Todavía no había
llegado abajo cuando se oyó el disparo.
Dino Buzzati
Javier dedica esta canción a Emilia.