Los buscadores de entierros
III
Ogorpú, en la provincia de
Huamachuco, era en 1817 un pequeño pago o chacra de un mestizo llamado Juan
Príncipe. Hacia el lado fronterizo del bosque de Collay, había otra chacrita
perteneciente al indígena Juan Sosa Vergaray.
Acontecióle al último tener que
abandonar a media noche la cama y salir al campo, urgido por cierta exigencia
del organismo animal, y mientras satisfacía ésta fijó la vista en un cerrillo o
huaca de Ogorpú y violo iluminado por vivísima llama que de la superficie
brotaba.
No sólo la preocupación popular,
sino hasta la ciencia, dicen que donde hay depósito de metales o de osamentas
nada tienen de maravilloso los fuegos fatuos. A Sosa Vergaray se le ocurrió que
Dios lo había venido a ver, deparándole la posesión de un tesoro, y sin más
pensarlo corrió a la huaca, y no teniendo otra señal que poner en el sitio
donde percibiera el fuego fatuo, dejó los calzones, regresando a su casa en el
traje de Adán.
Despertó a su mujer y a sus hijos
y les dio la buena nueva. Según él, apenas amaneciera iban a salir de pobreza,
pues bastaría un pico, barreta, pala o azadón para desenterrar caudales.
En la madrugada, al abrir la
puerta de su casa acertó a pasar su vecino y compadre Antonio Urdanivia, y
después de cambiar los buenos días, hízole Vergaray la confidencia. ¡Nunca tal
hiciera!
-¡Está usted loco, compadre -le
dijo Urdanivia-, proponiéndose ir de día a sacar el entierro! ¿No sabe usted
que la huaca huye con el sol? Espere usted siquiera a las siete de la noche, y
cuenta conmigo para acompañarlo. -Tiene usted razón, compadre -contestó Sosa Vergaray-, y que Dios le pague
su buen consejo. Lo dejaremos para esta noche.
Urdanivia era un grandísimo
zamarro con más codicia que un usurero, y se encaminó a casa de Príncipe. Como
él sabía lo de los calzones marcadores del sitio donde se escondía el presunto
tesoro, estaba seguro de obtener ventajas antes de hacer la revelación.
Príncipe convino en cederle la mitad del entierro; pero Urdanivia no fiaba en
palabras, que arrastra el viento, y le exigió formalizar la promesa delante del
gobernador. Príncipe no tuvo inconveniente para acceder.
Pero fue el caso que también al
gobernador se le despertó la gazuza, y dijo que a la autoridad tocaba hacer
antes una inspección ocular y percibir los quintos que según la ley tantos, artículo
cuantos, de la Recopilación de Indias, correspondían al rey. Urdanivia y
Príncipe, que no esperaban tal antífona, se quedaron tamañitos; pero ¿qué
hacer?
El gobernador, con sus alguaciles
y toda la gente ociosa del pueblo, se encaminó a la huaca. Súpolo Sosa Vergaray
y les salió al encuentro. Sostuvo que el tapado era suyo, y muy suyo, por ser
él quien tuvo la suerte de descubrirlo, como lo probaban sus calzones, y que en
cuanto a los quintos del rey, no era ningún cicatero tramposo para no pagarlos,
y con largueza. Arguyó Príncipe que el terreno era suyo, y muy suyo, y que no
consentía merodeos en su propiedad.
El gobernador, echándola de
autoridad, dijo que siendo el punto contencioso, ahí estaba él para tomar
posesión del tesoro en nombre del rey.
Los interesados lo amenazaron
entonces con papel sellado y con ocurrir hasta la Real Audiencia si la cosa
apuraba. El gobernador les contestó: -Protesten ustedes hasta la pared del
frente; pero yo saco el tesoro-. Y lo habría hecho como lo decía si los vecinos
todos, armados de garrote, no se opusieran, amenazándolo con paliza viva y
efectiva, amenaza más poderosa y convincente que mil resmas de papel sellado.
Entonces resolvió el gobernador
que los calzones quedasen en el sitio hasta que la justicia fallara, y que
nadie fuera osado, bajo pena de carcelería y multa, a remover el terreno.
Y hubo pleito que duró tres años,
y Vergaray y Príncipe, para dar de comer al abogado, al procurador, al
escribano y demás jauría tribunalicia, se deshicieron de sus chacras con pacto
de retroventa; esto es, para rescatarlas con el tesoro que cada cual creía
pertenecerle.
El fallo de la justicia fue a la
postre que Sosa Vergaray era dueño de sus calzones y que podía llevárselos;
pero que Príncipe era dueño de la huaca o cerrillo, y árbitro de dejarlo en pie
o convertirlo en adobes.
Por supuesto, que celebró la
victoria con una pachamanca, en la cual gastó sus últimos reales, y aún quedó
debiendo.
¿Y sacó el tesoro? ¡Clarinete!
¡Vaya si lo sacó!
En la huaca no halló ni siquiera
objetos curiosos de cerámica incásica, sino varias momias de gentiles.
Ricardo Palma
Para Remei, de Pato.