De Javier para Jordi y Carmen.
La celebración
La celebración
El 14 de agosto de 1945 -día de la victoria sobre Japón que puso fin a la Segunda Guerra Mundial- yo estaba destinado en una base aérea a las afueras de Sioux Falls, Dakota del Sur. A última hora de la tarde nos llegó la noticia de la rendición de Japón e inmediatamente todo el mundo en la base se dirigió a la ciudad para celebrarlo. Como no había camiones ni jeeps suficientes, la mayoría de nosotros tuvo que ir a dedo. Me parecía todo muy apacible mientras atravesaba las suaves y onduladas praderas donde pacían algunas vacas bajo un cielo que parecía más azul e intenso que nunca y unas nubes rechonchas que parecían más blancas y luminosas que nunca.
Qué momento más magnífico. Había sobrevivido a setenta y nueve misiones de combate, volando sobre Europa, sin recibir un rasguño y ya no tendría que luchar en el Pacífico y pronto podría volver a la Universidad de Columbia, después de cuatro años de servicio militar. El mundo estaba en paz y yo me dirigía a la ciudad para celebrarlo.
Cuando llegué, hacía tiempo que había empezado la fiesta. Miles de soldados se habían congregado en el centro de la ciudad junto a cientos de civiles. El alcohol corría libremente. En medio de la celebración compré una botella de cerveza y me las arreglé para subir al tejado de una casa para unirme a un grupo que observaba la ruidosa algarabía desde allí arriba. Los ciudadanos agradecidos abrazaban y besaban a los soldados por haber ganado la guerra.
Llegó un granjero en su vieja y desvencijada camioneta y, a su pesar, la tuvo que vender de inmediato a un grupo de soldados borrachos y exaltados que acababan de pasar la gorra para comprarla. Nada más tomar posesión de la camioneta, le prendieron fuego. Los bomberos llegaron rápidamente con las sirenas aullando, engancharon sus mangueras y pronto fueron arrollados por las masas que cortaron las mangueras con las hachas de los propios bomberos. Mientras las llamas consumían la camioneta, el gentío -incluyendo soldados, paisanos y bomberos- rugía de satisfacción.
La acción comenzó a derivar hacia la siguiente manzana, así que me bajé del tejado para seguirla. Los borrachos estaban cada vez más borrachos y ruidosos y lo que había comenzado como una alegre celebración del final de la más sangrienta y terrible de las guerras de la historia de la humanidad, se convirtió en un espectáculo salvaje, caótico y violento. La gente rompía los escaparates de las tiendas y comenzaron las peleas. Los escasos policías que había por allí se veían impotentes para dominar la situación. Ni siquiera parecía que tuvieran interés en ello.
Se desató una pelea en la que seis u ocho soldados blancos la emprendieron a golpes contra un soldado negro. Se oían gritos de «¡Mata a ese negro!» o «¡Acaba con ese negro hijo de puta!». El hombre consiguió zafarse y corrió por una calle lateral con el semblante aterrorizado. Un semblante que no olvidaré mientras viva. La turba le persiguió agitando botellas de whisky vacías. El soldado negro se quedó atónito al darse cuenta de que era un callejón sin salida. Sentí el impulso de acudir en su ayuda, pero me asustó la muchedumbre.
Al llegar al final del callejón se dio la vuelta para enfrentarse a sus perseguidores y esperó a que dieran el siguiente paso. Estaba chorreando de sudor. La mirada de terror en su rostro se transformó en otra de férrea determinación. Sus perseguidores pararon en seco menos un soldado que avanzó decidido hacia él y le lanzó un puñetazo. Pero se llevó la sorpresa de su vida cuando recibió a cambio un golpe que le dejó sin sentido en el suelo. El soldado negro cerró los puños y, mientras pasaba por encima del cuerpo de su agresor, dijo: "Ahora me voy". El silencio era absoluto. Todos se hicieron a un lado y le dejaron salir de allí. Estuve a punto de ir a felicitarle, pero temía que me dijese: «¿Dónde estabas tú cuando te necesitaba?» Después de aquel incidente perdí todo interés en la celebración y volví otra vez a dedo a la base.
Al recordar el desagradable incidente me sentí culpable por no haber salido en defensa de aquel hombre. La culpa trajo a mi memoria una historia que había leído. En el profundo Sur, un hombre observa en silencio como linchan a otro. Se siente impresionado y fascinado a la vez por lo que acaba de presenciar.
La muchedumbre se dispersa, dejando atrás el cadáver colgado de la rama de un árbol, y el hombre regresa a casa sintiéndose avergonzado de su cobardía por no haber intervenido. Al entrar en casa, su mujer percibe en su rostro la vergüenza y la culpa y le recrimina: «Has estado con una mujer, ¿no es cierto?»
Reginald Thayer