Por lo que
también yo, empeñándome por vanagloria en dejar algo a los venideros, para no
ser el único desheredado en la libertad de contar mentiras, puesto que nada
verdadero tenía que referir -porque nada digno de mención me había ocurrido-,
me he dedicado a la ficción de modo mucho más descarado que los demás. Aunque
en una sola cosa seré veraz: en decir que miento.
Me parece
que así escaparé a la acusación de los otros, al reconocer yo mismo que no
cuento nada verdadero. Escribo, por tanto, de lo que ni vi ni comprobé ni supe
por otros, y es más, acerca de lo que no existe en absoluto ni tiene fundamento
para existir. Conque los que me lean no deben creerme de ningún modo.
»Además,
¿cómo no va a ser indicio de ignorancia y completo engreimiento
el que, tratando de cuestiones tan poco claras, no manifiesten nada como
suposición? Antes bien, porfían mucho y no dejan lugar a que los demás puedan
superarles, y poco les falta para jurar que el Sol es una masa de metal
incandescente, que la Luna está habitada y que las estrellas beben agua, como
si el Sol con una cuerda de pozo sacara la humedad del mar y la repartiera
entre ellas.
Hay una especie de hombres entre ellos, los llamados dendritas, que nacen como sigue: cortan el testículo derecho de un hombre y lo plantan en la tierra, y de él crece un árbol enorme de carne, como un falo, con sus ramas y hojas; y el fruto son glandes de un codo de tamaño, y luego cuando maduran los vendimian y hacen salir a los hombres.
En cuanto a los ojos, recelo decir cómo los tienen, no sea que alguien crea que miento por lo increíble de mi relato. Con todo, voy a decirlo: tienen los ojos extraíbles, y quien quiere se los quita y queda ciego hasta que necesite ver; entonces se los pone y ve, y muchos que han perdido los suyos toman los de otros y pueden ver.
MENIPO: -Pues,
amigo, así son todos los coristas que hay sobre la tierra y de semejante
desconcierto está hecha la vida de los hombres, que no sólo cantan piezas
diferentes, sino que tienen diverso aspecto, bailan en sentido contrario y no
coinciden en nada, hasta que finalmente el director los expulsa uno por uno de
la escena diciéndoles que ya no le hacen falta. Y al final son iguales todos en
su silencio y no entonan ya aquel confuso y caótico canto. Ahora, todo lo que
ocurría en aquel colorido y multiforme teatro era divertidísimo.
»Los que más
me hacían reír eran los que discutían por los lindes de su territorio y
presumían de labrar la llanura de Sición, de tener en Maratón las tierras
cercanas a Énoe o de poseer mil pletros en Acarnas. Siendo el tamaño de Grecia,
vista desde arriba, de cuatro dedos, el Ática, en proporción, era una parte
insignificante. Eso me hacía pensar qué poco bastaba a los ricos esos para
presumir: el que más pletros tenía me parecía cultivar un átomo de Epicuro.
Dirigí luego la mirada al Peloponeso y al mirar a Cinuria recordé cuántos
argivos y lacedemonios habían caído en un solo día por tan poca tierra, no
mayor que una lenteja egipcia. Cuando veía a alguien presumiendo de su oro, de
tener ocho anillos y cuatro copas, me entraba la risa: el Pangeo entero con
todas sus minas no era mayor que un grano de mijo.
Había en una calle un zapatero que vendía en su tienda tanto, que era
gusto ver cómo la gente hasta se tropezaba para ir a comprarle.
Aquel zapatero vivía allí muy contento y feliz, cuando de la noche a
la mañana, ¡zás! otra zapatería en frente.
¡Aquí fue Troya! El zapatero primitivo daba las botas a cinco pesos,
el advenedizo a cuatro y medio.
-No, pues no, dijo el antiguo; ese recién venido no me desbanca; yo lo
arruinaré.
Y al otro día puso: "Botas a cuatro pesos."
El otro quién sabe qué diría; pero fijó en su rótulo: "Botas a
tres pesos y medio."
-A tres pesos, anunció el antiguo.
-A dos con cuatro, el antagonista.
-A dos, el uno.
-A doce reales, el otro.
-A peso, el primero.
-A cuatro reales, el segundo.
Aquello era para volverse loco; el primer zapatero estaba por darse un
tiro, se arruinaba, y sin embargo, el otro tenía en su casa a todos los
marchantes.
El hombre se puso triste, pálido, sombrío, hasta que una noche dijo:
-Ea, pelillos a la mar; es preciso tomar una resolución extrema.
Y tomó su sombrero (que sin duda llamaría al sombrero resolución
extrema) y se dirigió a la casa de su adversario.
-Buenas noches, vecino, dijo.
-Dios se las dé mejores, contestó el otro. ¿Qué milagro es verle por
esta suya?
-Extrañará usted mi visita; pero vengo a que nos arreglemos.
-Como usted quiera, vecinito; tome asiento.
-Gracias; pues es el caso que vengo para hablarle con toda claridad.
-¿Vamos a formar compañía para no perjudicarnos?
-Muy bien; estoy conforme.
-Bueno; pero antes explíqueme, por vida de su madre, cómo le puede
tener cuenta vender botas a cuatro reales; yo tengo máquinas, no pago
operarios, sé trabajar, y en confianza se lo digo, me robo los cueros y las
suelas, y así pierdo: ¿pues usted?
-Vaya, vecino, ¡qué tonto es usted! pues si yo me robo las botas.
Un maestro espiritual tenía
varios discípulos y, todas las mañanas, les hablaba de la naturaleza de la
bondad, de la belleza y del amor. Una mañana, cuando estaba a punto de empezar
a hablar, un pájaro se posó en el
alféizar de la ventana y se puso a cantar. El pájaro cantó un instante y luego
desapareció. El maestro se levantó y dijo:
-La charla de esta mañana ha
terminado.
Jean-Claude
Carriere
Esta canción la pongo yo porque le va muy bien a las imágenes ¿non sí?
Ogorpú, en la provincia de
Huamachuco, era en 1817 un pequeño pago o chacra de un mestizo llamado Juan
Príncipe. Hacia el lado fronterizo del bosque de Collay, había otra chacrita
perteneciente al indígena Juan Sosa Vergaray.
Acontecióle al último tener que
abandonar a media noche la cama y salir al campo, urgido por cierta exigencia
del organismo animal, y mientras satisfacía ésta fijó la vista en un cerrillo o
huaca de Ogorpú y violo iluminado por vivísima llama que de la superficie
brotaba.
No sólo la preocupación popular,
sino hasta la ciencia, dicen que donde hay depósito de metales o de osamentas
nada tienen de maravilloso los fuegos fatuos. A Sosa Vergaray se le ocurrió que
Dios lo había venido a ver, deparándole la posesión de un tesoro, y sin más
pensarlo corrió a la huaca, y no teniendo otra señal que poner en el sitio
donde percibiera el fuego fatuo, dejó los calzones, regresando a su casa en el
traje de Adán.
Despertó a su mujer y a sus hijos
y les dio la buena nueva. Según él, apenas amaneciera iban a salir de pobreza,
pues bastaría un pico, barreta, pala o azadón para desenterrar caudales.
En la madrugada, al abrir la
puerta de su casa acertó a pasar su vecino y compadre Antonio Urdanivia, y
después de cambiar los buenos días, hízole Vergaray la confidencia. ¡Nunca tal
hiciera!
-¡Está usted loco, compadre -le
dijo Urdanivia-, proponiéndose ir de día a sacar el entierro! ¿No sabe usted
que la huaca huye con el sol? Espere usted siquiera a las siete de la noche, y
cuenta conmigo para acompañarlo. -Tiene usted razón, compadre -contestó Sosa Vergaray-, y que Dios le pague
su buen consejo. Lo dejaremos para esta noche.
Urdanivia era un grandísimo
zamarro con más codicia que un usurero, y se encaminó a casa de Príncipe. Como
él sabía lo de los calzones marcadores del sitio donde se escondía el presunto
tesoro, estaba seguro de obtener ventajas antes de hacer la revelación.
Príncipe convino en cederle la mitad del entierro; pero Urdanivia no fiaba en
palabras, que arrastra el viento, y le exigió formalizar la promesa delante del
gobernador. Príncipe no tuvo inconveniente para acceder.
Pero fue el caso que también al
gobernador se le despertó la gazuza, y dijo que a la autoridad tocaba hacer
antes una inspección ocular y percibir los quintos que según la ley tantos, artículo
cuantos, de la Recopilación de Indias, correspondían al rey. Urdanivia y
Príncipe, que no esperaban tal antífona, se quedaron tamañitos; pero ¿qué
hacer?
El gobernador, con sus alguaciles
y toda la gente ociosa del pueblo, se encaminó a la huaca. Súpolo Sosa Vergaray
y les salió al encuentro. Sostuvo que el tapado era suyo, y muy suyo, por ser
él quien tuvo la suerte de descubrirlo, como lo probaban sus calzones, y que en
cuanto a los quintos del rey, no era ningún cicatero tramposo para no pagarlos,
y con largueza. Arguyó Príncipe que el terreno era suyo, y muy suyo, y que no
consentía merodeos en su propiedad.
El gobernador, echándola de
autoridad, dijo que siendo el punto contencioso, ahí estaba él para tomar
posesión del tesoro en nombre del rey.
Los interesados lo amenazaron
entonces con papel sellado y con ocurrir hasta la Real Audiencia si la cosa
apuraba. El gobernador les contestó: -Protesten ustedes hasta la pared del
frente; pero yo saco el tesoro-. Y lo habría hecho como lo decía si los vecinos
todos, armados de garrote, no se opusieran, amenazándolo con paliza viva y
efectiva, amenaza más poderosa y convincente que mil resmas de papel sellado.
Entonces resolvió el gobernador
que los calzones quedasen en el sitio hasta que la justicia fallara, y que
nadie fuera osado, bajo pena de carcelería y multa, a remover el terreno.
Y hubo pleito que duró tres años,
y Vergaray y Príncipe, para dar de comer al abogado, al procurador, al
escribano y demás jauría tribunalicia, se deshicieron de sus chacras con pacto
de retroventa; esto es, para rescatarlas con el tesoro que cada cual creía
pertenecerle.
El fallo de la justicia fue a la
postre que Sosa Vergaray era dueño de sus calzones y que podía llevárselos;
pero que Príncipe era dueño de la huaca o cerrillo, y árbitro de dejarlo en pie
o convertirlo en adobes.
Por supuesto, que celebró la
victoria con una pachamanca, en la cual gastó sus últimos reales, y aún quedó
debiendo.
¿Y sacó el tesoro? ¡Clarinete!
¡Vaya si lo sacó!
En la huaca no halló ni siquiera
objetos curiosos de cerámica incásica, sino varias momias de gentiles.