Un testamento
Amado hijo,
ya te habrás dado cuenta de que mi vida mortal está tocando a su fin. La
sangre me corre por las venas pálida y lenta y en mi pulso el vigor de antaño
se ha reducido de manera manifiesta. Hallarás esta carta entre mis papeles,
junto con mi testamento hológrafo; también ésta es un testamento. Que no
te engañe su concisión: cada palabra escrita
está preñada de experiencia. Las palabras vacías, que tanto han abundado en mi
vida, las he suprimido una a una.
No dudo de
que tú seguirás mis pasos y serás sacamuelas como yo lo he sido y como lo
fueron también tus antepasados. Si no siguieses ese oficio, sería para mí como
una segunda muerte, y para ti un error. No existe en el mundo ninguna profesión
que compita con la nuestra en aliviar el dolor de los humanos, y en penetrar su
valor, sus vicios y vilezas. Es mi propósito hablarte aquí de sus secretos.
De los
dientes. En su inmensa
sabiduría, Dios creó al hombre a su imagen y semejanza, como se lee en las Sagradas
Escrituras. Repara en que se dice a su semejanza, no a su identidad. La figura
humana diverge de la divina en algunos aspectos, entre los que destaca, en
primer lugar, la dentadura. Los dientes que regaló Dios al hombre son
más corruptibles que cualquier otra parte de su cuerpo con el fin de que no se
olvide de que es polvo, pero también para que prospere nuestra corporación. Por
donde se ve como Dios aborrece a los sacamuelas que abandonan su profesión, en
cuanto, al actuar así, desprecian un privilegio concedido por Él.
Los dientes están hechos de hueso, carne y nervio. Se
dividen en molares, incisivos y caninos. Un nervio se encarga de unir los
colmillos a los ojos. En los molares más apartados, que son las muelas del
juicio, anida a menudo un gusanillo. Éstas y otras cualidades de los dientes
las podrás hallar descritas en los libros profanos, por lo que no hace falta
que yo me detenga aquí.
De la
música. Sin duda aprendiste
en la escuela que Orfeo amansó con su lira a las fieras y a los demonios del
abismo y que aplacó igualmente las olas del mar enfurecido. La música es
necesaria para el ejercicio de nuestra profesión. Un buen sacamuelas debe andar
siempre acompañado de por lo menos dos trompetistas y dos tamborileros, o mejor
dos tocadores de bombo. Y conviene que todos ellos vistan espléndidas libreas.
Cuanto más vigorosa sea la música que llena la plaza en que trabajes tanto
mayor será el respeto que te profesen los clientes, y tanto menor el dolor que
éstos sientan. Tú mismo lo notarías seguramente cuando asistías de niño a mi
trabajo cotidiano. Los gritos del paciente no se oyen con la música; el público
te admira con reverencia y los clientes que esperan su turno se despojan de sus
temores secretos. Un sacamuelas que trabaje sin charanga es indecoroso y
vulnerable como un cuerpo humano en cueros.
Escucha bien ahora lo que te digo
con mi lucidez de moribundo. Vendrá el día en que esta admirable virtud de la
música sea redescubierta por el gremio estúpido y soberbio de los médicos, los
cuales harán intrincados silogismos para explicar la razón física de ello.
Guárdate de los médicos. En su altivez desdeñan los frutos de nuestra
experiencia y se atrincheran en la torre de marfil de los dictados de
Aristóteles. Rehúyelos, de la misma manera que ellos nos rehuyen.
De los
errores. No olvides, hijo
mío, que errar es humano, pero que admitir el propio error es diabólico. Recuerda
por otra parte que nuestro oficio se presta, por su naturaleza intrínseca, a
cometer errores. Trata de evitarlos, naturalmente; pero en ningún caso
confieses haber extraído un diente sano. Intenta más bien aprovechar el estruendo
de la orquesta, el aturdimiento del paciente, su mismo dolor y gritos y sus
convulsiones desesperadas para extraer rápidamente después el diente enfermo.
Recuerda que un golpe instantáneo y franco en el occipucio inmoviliza al
paciente más reluctante sin dañar sus constantes vitales, y sin que el público
se dé cuenta. Recuerda asimismo que para estas necesidades, o para otras
semejantes, un buen sacamuelas se cuida siempre de tener el carro listo, no
alejado del tablado y con los caballos enganchados.
Del dolor.
Dios te guarde de volverte
insensible al dolor. Sólo los peores de entre nosotros se endurecen hasta el
punto de reírse de sus pacientes cuando éstos sufren bajo nuestras manos. La
experiencia te enseñará también a ti que el dolor, si bien no es probablemente
el único dato de los sentidos del que sea ilícito dudar, es sin duda el menos
dudoso. A mí me parece que aquel sabio francés cuyo nombre no recuerdo ahora y
que afirmaba estar seguro de existir en tanto en cuanto estaba seguro de
pensar no debió de sufrir mucho en su
vida, pues, de lo contrario, habría construido su edificio de certidumbres
sobre una base distinta. En efecto, a menudo ocurre que quien piensa no está seguro
de pensar: su pensamiento oscila entre el percatarse y el soñar, se le escapa
de las manos, se niega a dejarse aferrar y a ser trasladado al papel en forma
de vocablos. En cambio, quien sufre nunca tiene la menor duda; siempre está
seguro de sufrir y por lo tanto de existir.
Es mi deseo
que tú llegues a ser un maestro en nuestro arte y que nunca tengas que ser
objeto pasivo del mismo. Sin embargo, si esto debiera suceder, el dolor de tu
carne te proporcionará la brutal certeza de estar vivo, sin que debas buscarla
en las fuentes de la filosofía. Ten, pues, en gran estima este arte: él hará de
ti un ministro del dolor y te hará asimismo capaz de poner término a un largo
dolor pasado mediante un breve dolor presente, y de prevenir un largo dolor de
mañana gracias a una punzada infligida hoy. Nuestros adversarios nos escarnecen
diciendo que sólo valemos para transformar el dolor en dinero. ¡Necios! No se
dan cuenta de que es el mayor elogio que se puede hacer de nuestro magisterio.
Del
discurso persuasivo. Las
palabras persuasivas, llamadas también pregón de charlatán, conducen a que se
decidan los clientes que dudan entre el dolor actual y el temor a las tenazas.
Son de suma importancia. Hasta el más inepto de los sacamuelas se las apaña,
mal que bien, para sacar una muela. La excelencia de nuestro arte se manifiesta
sobre todo en el discurso persuasivo. Éste se profiere con voz alta y firme y
con rostro alegre y sereno, como quien está seguro de lo que hace y contagia su
seguridad a los demás. Pero, fuera de ésta, no existen reglas seguras. A tenor
de los humores que olfatees entre los presentes, tu discurso será jocoso o
austero, noble o plebeyo, prolijo o conciso, sutil o craso. Sin embargo,
conviene que en todos los casos sea oscuro, pues el ser humano tiene miedo de
la claridad, nostálgico tal vez de la dulce oscuridad del seno materno y del
lecho en que fue concebido. Recuerda que, cuanto menos te entiendan los que te
escuchen, tanta mayor será la confianza que tengan en tu sabiduría y tanta más
música oirán en tus palabras. Así está hecho el vulgo y en el mundo no hay más
que vulgo.
Por eso has
de introducir en tu sermón voces de Francia y de España, alemanas y turcas,
latinas y griegas, sin importarte que sean o no propias y pertinentes. Si no te
vienen a la punta de los labios, acostúmbrate a acuñar sobre la marcha otras
nuevas, nunca antes oídas. Y no temas que te pidan alguna explicación, pues
esto no ocurre jamás: nadie tendrá valor suficiente para interrogarte, ni
siquiera el que sube al tablado con pie firme para que le arranquen una muela.
Ni llames
nunca, en tu discurso, a las cosas por su nombre. No dirás muelas, sino
protuberancias mandibulares, o cualquier otra rareza que te venga a la cabeza;
ni dolor, sino paroxismo o eretismo. No llamarás al dinero dinero, y menos aún
tenazas a las tenazas; mejor dicho, no nombrarás estas cosas en absoluto, ni
siquiera por alusión. Ni tampoco dejarás ver las tenazas al público, y menos
aún al paciente, procurando esconderlas en la manga hasta el último instante.
Del
mentir. De todo lo leído aquí
habrás concluido que la mentira es un pecado para los demás, pero virtud para
nosotros. La mendacidad está indisolublemente ligada a nuestro oficio. A
nosotros nos conviene mentir con el idioma, con los ojos, con la
sonrisa, con la indumentaria. Y no solamente para iludir a los pacientes. Tú
sabes bien que nosotros miramos más alto, y que la mentira es nuestra verdadera
fuerza (no la de nuestras manos). Con la mentira, pacientemente aprendida y
piadosamente ejercida, si Dios nos asiste llegaremos a dominar este país y
quizá también el mundo. Pero esto sólo acontecerá si sabemos mentir mejor y
durante más tiempo que nuestros adversarios. Tal vez tú lo veas, pues yo ya no:
será una nueva edad de oro, en la que sólo en casos extremos seremos llamados a
sacar muelas, en tanto que, ante el gobierno de la nación y ante la
administración de la cosa pública, nos bastará ampliamente con la mentira
piadosa, llevada por nosotros a la perfección. Si nos mostramos capaces de
ello, el imperio de los sacamuelas se extenderá de oriente a occidente hasta
las islas más remotas y no tendrá nunca fin.
Primo Levi
De Javier para Eli