Considerando
la enorme dislocación económica que las operaciones bélicas han causado en las
regiones asoladas por la campaña, parece mínima la correspondiente alteración
en la vida ornitológica de esas mismas zonas. Ratas y ratones se han movilizado
y han irrumpido en la línea de combate, y se ha producido una movilización
parcial de búhos y, en particular, de lechuzas, siguiendo a los ratones y
realizando loables esfuerzos por disminuir su número. No es posible calcular
qué éxito tienen esas cacerías; siempre quedan suficientes ratones para poblar
el refugio y convertirte la cara en plaza de armas y pista de carreras por la
noche. Por lo que hace a los lugares de nidificación, las lechuzas están bien
abastecidas; la mayoría de los graneros que quedan intactos en la zona se
encuentran requisados con fines de alojamiento, pero hay una abundancia de
casas, calles enteras e incluso grupos de calles en ruinas como apenas ha
existido en ningún momento anterior de la historia del mundo desde que Nínive y
Babilonia quedaran despobladas de sus habitantes. En aquel entonces, sin
cultivo ni ocupación humana, no pudo haber cereales ni detritos, y en
consecuencia muy pocos ratones, por lo que los búhos de Nínive no debieron de
disfrutar de una caza demasiado buena; aquí, en el norte de Francia, los búhos
disponen de devastación y ratones en cantidades ilimitadas, y, dado que esas
aves crían tanto en invierno como en verano, tendría que haber una importante
producción de buhitos de la guerra para hacer frente a las ingentes
generaciones de ratones de la guerra.
Al margen de
los búhos, no se observa que la campaña esté produciendo ninguna diferencia
notable en la vida ornitológica del campo. Las inmensas bandadas de cornejas y
cuervos que uno esperaría encontrar en los alrededores de la línea de combate
no existen, lo cual es una verdadera lástima. La explicación obvia es que el
fragor, el estrépito y los humos de los potentes explosivos han provocado el
pánico entre la tribu córvida y la han expulsado de la zona de combate. Sin
embargo, como muchas explicaciones obvias, no es correcta. Los cuervos locales
no se sienten atraídos por el campo de batalla, pero no cabe duda de que éste
no los asusta. El grajo suele ser tan nervioso y asustadizo en lo que se
refiere al ruido que el fuerte portazo en un granero o la detonación de una
pistola de juguete inunda a veces de conmoción toda una colonia; aquí, lo he
visto reposadamente ocupado entre los montones de detritos de un pueblo
derruido, con los obuses estallando a poca distancia y en medio del seco e
impaciente repiqueteo de las ametralladoras; por el caso que hacía a todo ello
podía encontrarse en un apacible prado inglés durante una somnolienta tarde de
domingo. Al margen de otros posibles logros, la táctica alemana de la
aterrorización no ha aterrorizado al grajo del noreste de Francia; más bien,
ha templado sus nervios como nunca, y las futuras generaciones de niños
dedicados a espantarlo de los sembrados tendrán que inventar algo
superaterrorizante para lograr su propósito. Los cuervos y las urracas anidan
bien en la zona barrida por los obuses, y una vez vi sobre un bosquecillo de
hayas a una pareja de cuervos enfrascados en una reñida contienda con una
pareja de gavilanes, mientras mucho más arriba en el cielo, pero casi justo
encima de ellos, dos aeroplanos aliados entablaban combate con igual número de
aviones enemigos.
A diferencia
de las lechuzas, las urracas han visto restringidas de modo considerable las
posibilidades de elegir lugares edificables a causa de los estragos de la
guerra; todas las avenidas de álamos, en las que se habían acostumbrado a
construir sus nidos, han sido reducidas a escombros, sin que queden más que
lúgubres hileras de troncos partidos y astillados en los lugares donde una vez
se alzaron. El apego a un árbol particular ha llevado en un caso a una pareja
de urracas a construir su voluminoso y abovedado nido en los maltrechos restos
de un álamo del cual quedaba tan poco en pie que el nido parecía casi más grande que el propio árbol; el efecto más bien
sugería una entronización arzobispal entre las ruinas de la abadía medieval de
Melrose. La urraca, cauta y recelosa en estado salvaje, debe de estar bastante
intrigada por el cambio experimentado por el otrora temible e ineludible ser
humano, que antes recorría toda la tierra como si fuera su dueño y que ahora se
arrastra por caminos ocultos y protegidos, como evitando mostrarse en terreno
abierto igual que la más tímida de las criaturas salvajes.
El ratonero
común, ese concienzudo buscador de ratones, no parece correr riesgos en la
guerra, al menos no he visto nunca ninguno por aquí; en cambio, los cernícalos
sobrevuelan todo el día las partes más conflictivas del frente, nada desconcertados
en apariencia si una prometedora zona ratonera se eleva de pronto por los aires
en una cascada de tierra negra o amarilla. Los gavilanes son bastante
numerosos, y dos o tres kilómetros por detrás de la línea de combate vi a una
pareja de halcones que me parecieron cernícalos patirrojos volando en círculo
sobre un robledal. Según las investigaciones realizadas por los naturalistas
rusos, la guerra ha tenido sobre la vida ornitológica del frente oriental un efecto
más marcado que aquí. «Durante el primer año de guerra, los grajos desaparecieron,
las alondras dejaron de cantar en los campos, y también desapareció la paloma
salvaje.» La alondra se ha aferrado tenazmente en esta región a los prados y
los campos de cultivo, que se han visto cruzados y divididos por trincheras y
acribillados de cráteres. En la fría y neblinosa hora de penumbra que precede
a un amanecer lluvioso, cuando nada parecía vivo salvo unos pocos centinelas
recelosos y empapados y muchas ratas escurridizas, la alondra salía de pronto
disparada hacia el cielo y emitía un canto de extático júbilo que sonaba
terriblemente forzado y falso. Apenas parecía posible que el pájaro pudiera
llevar su despreocupación hasta el extremo de intentar criar a su prole entre
esos desolados restos de terrones deshechos y boqueantes cráteres de obuses,
pero en una ocasión, tras tener la oportunidad de arrojarme al suelo de cara
con cierta brusquedad, me encontré casi encima de una nidada de jóvenes
alondras. Dos de ellas ya habían sido golpeadas por algo y estaban en un
estado bastante maltrecho, pero las supervivientes parecían tan tranquilas y
cómodas como los polluelos corrientes.
En el extremo de un bosque
asolado (que se ha ganado un nombre en la historia, pero que aquí permanecerá
innominado), en un momento en que la lidita, la metralla y el fuego de ametralladora
barrían, azotaban y arrasaban ese abnegado lugar como si la artillería de una
división entera se hubiera concentrado de pronto sobre él, una pequeña hembra
de pinzón se puso a revolotear melancólicamente de un lado a otro, entre ramas
astilladas y caídas en las que no quedaba una ramita verde. Los heridos que
allí yacían, en caso de que alguno se fijara en el pajarito, bien pudieron
preguntarse por qué algo con alas y sin ningún motivo apremiante para quedarse
ahí decidía permanecer en semejante lugar. Había un huerto destrozado junto al
asolado bosque, y la probable explicación de la presencia del pájaro era que
tenía un nido con crías a las que era incapaz de alimentar por miedo y de
abandonar por lealtad. Más tarde, una pequeña bandada de pinzones se adentró
por error en el bosque, que sin duda acostumbraban a utilizar como camino de
paso hacia sus zonas de alimentación; a diferencia del solitario pinzón
hembra, no ocultaron en absoluto su deseo de salir de ahí tan aprisa como se
lo permitiera su aturdido ingenio. El único otro pájaro que vi ahí fue una
urraca volando bajo sobre los restos de las ramas caídas; «Una es dolor», dice
la superstición popular. El dolor abundaba en ese bosque.
El
guardabosque inglés, cuyo conocimiento de la fauna suele seguir unos derroteros
reducidos y distorsionados, ha desarrollado una especie de religión acerca de
la debilidad nerviosa de las aves de caza, incluidas las más valientes; de
acuerdo con sus creencias, un terrier cruzando un campo donde anida una perdiz,
o un cernícalo sobrevolando el seto en busca de ratones, es causa suficiente
para alejar al trastornado animal y enviarlo zumbando al condado vecino.
La perdiz de
la zona de guerra no muestra señales de tener unos nervios tan sensibles. El
traqueteo y el estruendo del transporte,
el constante ir y venir de cuerpos de soldados, las incesantes descargas de
fusilería y las ensordecedoras explosiones de la artillería, el destello y el
parpadeo durante toda la noche de los cohetes luminosos, no han bastado para
ahuyentar a las aves locales de sus zonas de alimentación escogidas, y, según
todas las apariencias, no les ha hecho desistir de criar sus nidadas. Los
guardabosques que se encuentran sirviendo la bandera podrían aprovechar la
oportunidad para dedicarse a un pequeño y útil estudio de la naturaleza.
Saki
Javier se la dedica a Eduard, Estanislao y Gran Gálvez.