Restos del
carnaval
No, no del último carnaval. Pero éste, no sé por qué,
me transportó a mi infancia y a los miércoles de ceniza en las calles muertas
donde revoloteaban despojos de serpentinas y confeti. Una que otra beata, con
la cabeza cubierta por un velo, iba a la iglesia, atravesando la calle tan
extremadamente vacía que sigue al carnaval. Hasta que llegase el próximo año.
Y cuando se acercaba la fiesta, ¿cómo explicar la agitación íntima que me
invadía? Como si al fin el mundo, de retoño que era, se abriese en gran rosa
escarlata. Como si las calles y las plazas de Recife explicasen al fin para qué
las habían construido. Como si voces humanas cantasen finalmente la capacidad
de placer que se mantenía secreta en mí. El carnaval era mío, mío.
En la realidad, sin embargo, yo poco participaba.
Nunca había ido a un baile infantil, nunca me habían disfrazado. En
compensación me dejaban quedar hasta las once de la noche en la puerta, al pie
de la escalera del departamento de dos pisos, donde vivíamos, mirando
ávidamente cómo se divertían los demás. Dos cosas preciosas conseguía yo
entonces, y las economizaba con avaricia para que me durasen los tres días: un
atomizador de perfume y una bolsa de confeti. Ah, se está poniendo difícil
escribir. Porque siento cómo se me va a ensombrecer el corazón al constatar
que, aun incorporándome tan poco a la alegría, tan sedienta estaba yo que en
un abrir y cerrar de ojos me transformaba en una niña feliz.
¿Y las máscaras? Tenía miedo, pero era un miedo vital
y necesario porque coincidía con la sospecha más profunda de que también el rostro humano era una especie de máscara.
Si un enmascarado hablaba conmigo en la puerta al pie de la escalera, de pronto
yo entraba en contacto indispensable con mi mundo interior, que no estaba
hecho sólo de duendes y príncipes encantados sino de personas con su propio
misterio. Hasta el susto que me daban los enmascarados era, pues, esencial
para mí.
No me disfrazaban: en medio de las preocupaciones por
la enfermedad de mi madre, a nadie en la casa se le pasaba por la cabeza el
carnaval de la pequeña. Pero yo le pedía a una de mis hermanas que me rizara
esos cabellos lacios que tanto disgusto me causaban, y al menos durante tres
días al año podía jactarme de tener cabellos rizados. En esos tres días,
además, mi hermana complacía mi intenso sueño de ser muchacha -yo apenas podía
con las ganas de salir de una infancia vulnerable- y me pintaba la boca con
pintalabios muy fuerte pasándome el colorete también por las mejillas. Entonces
me sentía bonita y femenina, escapaba de la niñez.
Pero hubo un carnaval diferente a los otros. Tan
milagroso que yo no lograba creer que me fuese dado tanto; yo, que ya había
aprendido a pedir poco. Ocurrió que la madre de una amiga mía había resuelto
disfrazar a la hija, y en el figurín el nombre del disfraz era Rosa. Por lo tanto, había comprado
hojas y hojas de papel crepé de color rosa, con las cuales, supongo, pretendía
imitar los pétalos de una flor. Boquiabierta, yo veía cómo el disfraz iba
cobrando forma y creándose poco a poco. Aunque el papel crepé no se pareciese
ni de lejos a los pétalos, yo pensaba seriamente que era uno de los disfraces
más bonitos que había visto jamás.
Fue entonces cuando, por simple casualidad, sucedió
lo inesperado: sobró papel crepé, y mucho. Y la mamá de mi amiga -respondiendo
tal vez a mi muda llamada, a mi muda envidia desesperada, o por pura bondad, ya
que sobraba papel- decidió hacer para mí también un disfraz de rosa con el
material sobrante. Aquel carnaval, pues, yo iba a conseguir por primera vez en
la vida lo que siempre había querido: iba a ser otra aunque no yo misma.
Ya los preparativos me atontaban de felicidad. Nunca
me había sentido tan ocupada: minuciosamente calculábamos todo con mi amiga,
debajo del disfraz nos pondríamos un fondo de manera que, si llovía y el
disfraz llegaba a derretirse, por lo menos quedaríamos vestidas hasta cierto
punto. (Ante la sola idea de que una lluvia repentina nos dejase, con nuestros
pudores femeninos de ocho años, con el fondo en plena calle, nos moríamos de
vergüenza; pero no: ¡Dios iba a ayudarnos! ¡No llovería!) En cuanto al hecho de
que mi disfraz sólo existiera gracias a las sobras de otro, tragué con algún
dolor mi orgullo, que siempre había sido feroz, y acepté humildemente lo que
el destino me daba de limosna.
¿Pero por qué justamente aquel carnaval, el único de
disfraz, tuvo que ser tan melancólico? El domingo me pusieron los tubos en el
pelo por la mañana temprano para que en la tarde los rizos estuvieran firmes.
Pero tal era la ansiedad que los minutos no pasaban. ¡Al fin, al fin! Dieron
las tres de la tarde: con cuidado, para no rasgar el papel, me vestí de rosa.
Muchas cosas peores que me pasaron ya las he perdonado.
Ésta, sin embargo, no puedo entenderla ni siquiera hoy: ¿es irracional el juego
de dados de un destino? Es despiadado.
Cuando ya estaba vestida de papel crepé todo armado, todavía con los tubos
puestos y sin pintalabios ni colorete, de pronto la salud de mi madre empeoró
mucho, en casa se produjo un alboroto repentino y me mandaron en seguida a
comprar una medicina a la farmacia. Yo fui corriendo vestida de rosa -pero el
rostro no llevaba aún la máscara de muchacha que debía cubrir la expuesta vida
infantil-, fui corriendo, corriendo, perpleja, atónita, entre serpentinas,
confeti y gritos de carnaval. La alegría de los otros me sorprendía.
Cuando horas después en
casa se calmó la atmósfera, mi hermana me pintó y me peinó. Pero algo había
muerto en mí. Y, como en las historias que había leído, donde las hadas
encantaban y desencantaban a las personas, a mí me habían desencantado: ya no
era una rosa, había vuelto a ser una simple niña. Bajé a la calle; de pie allí
no era ya una flor sino un pensativo payaso de labios encarnados. A veces, en
mi hambre de sentir el éxtasis, empezaba a ponerme alegre, pero con
remordimiento me acordaba del grave estado de mi madre y volvía a morirme.
Sólo horas después llegó la salvación. Y si me apresuré
a aferrarme a ella fue por lo mucho que necesitaba salvarme. Un chico de unos
doce años, que para mí ya era un muchacho, ese chico muy guapo se paró frente
a mí y con una mezcla de cariño, grosería, broma y sensualidad me cubrió el
pelo, ya lacio, de confeti: por un instante permanecimos enfrentados,
sonriendo, sin hablar. Y entonces yo, mujercita de ocho años, consideré durante
el resto de la noche que al fin alguien me había reconocido; era, sí, una rosa.
Clarice Lispector
De Javier para Justa y Marisa