Das Kapital
¡Hay tantas cosas en la vida
más importantes que
el dinero!
¡Pero cuestan tanto!
GROUCHO MARX
Overbooking. Los labios de la señorita que me atiende tras el
mostrador de Swiss Air acaban de pronunciar la temida palabra. Para una vez que
llego al aeropuerto con bastante antelación, resulta que el avión ya está
lleno. La empleada, muy amable, se disculpa (Désolée, monsieur), me entrega una tarjeta de embarque sin asiento
asignado y me pide que me dirija a la puerta A-8, donde sus compañeros tratarán
de arreglar el problema. Sé que debo confiar en la eficacia helvética, pero,
dado mi natural pesimismo, algo en mi interior me advierte de que el día ya no
puede depararme nada bueno.
Aparto de mi mente tales pensamientos y me dirijo,
siguiendo las instrucciones de la amable empleada, a la puerta A-8. Paso sin
dificultades los diversos controles, me acerco al mostrador de la compañía, y
tras explicar mi problema a las dos personas que me atienden, estas me piden
que me siente y espere. Al parecer, no soy el único con dicho problema. Una
pareja me observa y sonríe como diciéndome Sí, a nosotros nos ha pasado lo
mismo. Abro el macuto, saco un libro y me sumerjo en su lectura para entretener
la espera.
Al cabo de un rato que se me hace eterno, uno de los
empleados de Swiss Air que antes me han atendido se me acerca y me entrega una
tarjeta de embarque. Pero al revisar el billete, recibo la segunda sorpresa del
día, pues me han asignado un asiento de primera clase. Como tiene que tratarse
sin duda de un error, voy raudo a comunicárselo a los empleados de Swiss Air,
quienes, sin abandonar su amabilidad, aunque con cierto retintín de
condescendencia, me dicen que no me preocupe, que no es ninguna confusión, sino
que es algo usual recolocar a un pasajero de segunda clase (dicho así suena
fatal) en primera.
Al entrar en el avión no puedo reprimir un escalofrío. Un
mundo nuevo (sí, lo confieso, es mi primera vez) se abre ante mí. Nervioso como
un niño en la noche de reyes, me dirijo a la plaza que me han asignado: allí me
espera un enorme asiento de cuero gris donde me arrellano con un leve gruñido
de placer. Compruebo, casi con lágrimas en los ojos, que puedo estirar las
piernas con toda comodidad.
Antes del despegue, una azafata reparte con una amplia
sonrisa periódicos, chocolatinas y agua (su acostumbrado uniforme azul me
parece más sobrio y elegante que nunca). Un decepcionante pensamiento aflora
enseguida en mi mente: ahora seguro que me dice que a mí no me dan nada de eso
porque no he pagado el billete correspondiente. Me equivoco (otra vez), y
recibo, agradecido, los mismos presentes que el resto de mis compañeros. Tras
comerme la chocolatina, abro el recipiente del agua. Resulta deliciosa. Agua de
primera, me digo, haciendo un chiste fácil.
El avión despega cómoda, limpiamente. En pocos minutos, se
estabiliza y la amable azafata de antes empieza a servir la cena. Más
sorpresas: la trucha está exquisita, el vino es un Mosela estupendo (250 cm3),
el postre de chocolate es sublime (la azafata, al verme disfrutar, me trae otro
plato, guiñándome un ojo), incluso el café resulta excelente... Y todo
acompañado con inesperados cubiertos de metal (busco, disimuladamente, caras
semíticas a mi alrededor, pues les están entregando el avión en bandeja; pero
mis miedos son infundados).
Me levanto y voy al baño. Antes de regresar a mi plaza,
siento la irreprimible tentación de mirar al otro lado de la cortina que la
azafata, como es habitual, ha corrido tras el despegue para aislar la zona de
primera clase (un acto que en mis anteriores vuelos siempre he sentido, desde
mi asiento de segunda, como un insulto). Pero mi curiosidad no está motivada
porque ahora me considere —circunstancialmente— superior a los viajeros de esa
parte del avión, sino por una cuestión de perspectiva. En otras palabras, para
experimentar qué se ve desde el otro lado de esa frontera de tela, ligera pero
infranqueable.
Aparto un poco la cortina y me asomo. El panorama que
aparece ante mis ojos es sobrecogedor: los viajeros se agitan salvajemente
agarrados a los apoyabrazos de los asientos, algunos rezan, otros gritan, los
miembros de la tripulación, sentados al final del avión, no pueden reprimir su
pánico... Las fuertes sacudidas abren algunos de los compartimientos y caen
maletas, objetos, prendas de ropa, sobre los aterrorizados viajeros.
Pero yo no noto nada. Miro detrás de mí y compruebo que en
la zona de primera clase todo está tan tranquilo como al principio: mis
compañeros han acabado de cenar y unos se han puesto a leer, otros charlan
pausadamente, algunos incluso dormitan, mientras la azafata sirve café
acompañada de su plácida sonrisa.
Vuelvo a asomarme al otro lado de la cortina y contemplo la
misma escena espeluznante. Los viajeros siguen gritando, muchos lloran
histéricos, una mujer abraza desesperadamente a su bebé. Las turbulencias son
tan violentas que temo que el avión no pueda superarlas.
Asustado, estoy a punto de decirle algo al tipo que tengo
sentado más cerca cuando noto una leve presión en el brazo izquierdo. Es nuestra
azafata. Como si yo fuera un niño pequeño que ha hecho una travesura, me hace
un simpático mohín de reproche, coge mi mano y, tras cerrar delicadamente la
cortina, me acompaña hasta mi asiento.
Antes de sentarme le pregunto si puede traerme un whisky.
Sin decir una palabra, toma una botella del carrito metálico, sirve una
generosa cantidad de escocés y me entrega el vaso con una enorme, deliciosa y
sedante sonrisa.
Arrellanado en mi asiento de suave cuero gris, me dejo
embriagar por el sabor de la malta y finjo que pienso en la revolución.
David Roas
Para Marisa y Justa, de Javier.