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domingo, 28 de febrero de 2016

Punt de lectura




Un hombre feliz

Se corre un riesgo al pretender ordenar la vida ajena, y muchas veces me ha sorprendido la confianza en sí mismos que demuestran los políticos, los reformistas y otros personajes por el estilo, que se empeñan por la fuerza en que sus semejantes adopten normas que deben influir en el cambio de su modo de ser, en sus hábitos e incluso en sus puntos de vista.
Siempre he vacilado en dar consejos, pues, ¿cómo puede uno aconsejar a otro su forma de proceder si no le conoce tan bien como a sí mismo?
Dios sabe lo poco que yo me conozco y que nada sé sobre los demás. Sólo podemos adivinar los pensamien­tos y emociones de nuestros vecinos.
Cada uno de nosotros es como un prisionero en una torre solitaria, que se comunica con otros prisioneros -que forman la humanidad- por medio de signos convencionales que no tienen para ellos el mismo sen­tido que para uno mismo, y la vida real es algo que, des­graciadamente, sólo se vive una vez. Los errores son a menudo irreparables, y ¿quién soy yo para dictar nor­mas sobre la conducta que se ha de seguir?
La vida en sí es difícil de llevar, y he tropezado con muchos impedimentos para hacer la mía lisa y llana:
Nunca he sentido la tentación de dictarle normas a mi vecino. Pero hay seres que tienen dificultades desde sus comienzos, presentándoseles la vida de una forma confusa; en ocasiones, y muy a pesar mío, me he visto en la necesidad de señalarles su verdadero camino.
A veces los hombres me han preguntado qué harían con su vida, y por un momento he experimentado la sensación de hallarme en el oscuro monte del Destino.
Sin embargo, recuerdo que en cierta ocasión supe aconsejar bien.
Era entonces un joven, y vivía en un piso moderno de Londres, cerca de la estación Victoria. Cierta tarde, cuando creí que ya había trabajado bastante, oí sonar el timbre de la puerta.
Al abrir vi a un desconocido, que me preguntó mi nombre. Se lo di. Entonces me pidió permiso para en­trar.
-¿Cómo no? -le contesté, y le hice pasar, invi­tándole a tomar asiento.
Parecía ligeramente turbado. Le ofrecí un cigarrillo, que le fue difícil encender, pues aun tenía el sombrero en la mano. Cuando por fin lo logró, le sugerí si no sería mejor que le pusiera el sombrero en una silla. Se apresuró a hacerlo él, y entonces se le cayó el paraguas.
-Espero que sabrá usted disculpar que me presente de esta forma -me dijo-. Me llamo Stephens, y soy médico. Usted también lo es, ¿no es cierto?
-Sí, pero no ejerzo.
-Ya lo sé. Acabo de leer un libro suyo sobre España, y deseaba preguntarle algo sobre él.
-Me temo que mi libro no sea muy bueno.
-El hecho es que usted sabe algo de España, y no recuerdo a ningún otro que lo sepa. Por eso he pensado que tal vez no tuviera usted inconveniente en darme alguna información.
-Me será muy grato complacerle -repuse. Guardó silencio durante un instante. Alargó una mano para coger el sombrero, y cogiéndolo distraídamente comenzó a alisarlo sin cesar con la otra.
Presumí que se sentía así más confiado.
-Espero que no le extrañe a usted que un desconocido le hable de esta forma. -Esbozó una sonrisa de disculpa y añadió-: No vengo a contarle la historia de mi vida. Sé por experiencia que cuando uno dice esto es precisamente porque está deseando hacerlo.
Con firmes palabras le contesté, que lejos de molestarme, podría asegurarle que me agradaría oírla. 
-Fui criado por dos viejas tías -comenzó a decir-. Nunca he ido a ninguna parte y nunca hice nada. Me casé hace seis años. No hemos tenido hijos. Soy médico del sanatorio de Camberwell. No siento el menor deseo de seguir en él por más tiempo.
Había algo muy perceptible en sus cortas y agudas palabras, que parecían sonar con precisión. No lo había mirado hasta entonces con detenimiento, pero en aquel instante lo observé con curiosidad.
Era un hombre bajo, grueso, bien plantado, de unos treinta años. En su cara redonda y rubicunda brillaban unos ojos pequeños y oscuros. Su cabeza ovalada tenía una negra cabellera cortada casi al rape.
Llevaba un traje azul muy usado, con grandes rodi­lleras y con los bolsillos muy abultados.
-Ya sabrá cuáles son los deberes inherentes a un médico de sanatorio -me dijo-. Los días se parecen unos a otros, y a eso es a cuanto debo aspirar por el resto de mi vida. ¿Cree usted que esa manera de vivir vale la pena?
-Es una forma de ganarse la vida -respondí.
-Sí, es cierto. La remuneración es bastante buena.
-No llego a comprender exactamente por qué me ha venido a ver.
-Bien, deseaba saber si usted cree que habría en España oportunidades para un médico inglés.
-Pero, ¿por qué en España?
-No lo sé. Sólo se me ocurrió esto: España.
-No vaya usted a creer que en España todo pasa como en Carmen -le dije sonriendo.
-No importa, pero allí hay sol, buen vino y aire res­pirable... Permítame que le diga sin rodeos cuanto tengo que decirle. He logrado saber por casualidad que no hay en Sevilla ningún médico inglés. ¿Cree usted que podría ganarme allí la vida?
-Sería una locura dejar una ocupación buena y se­gura a cambio de una inseguridad. ¿Qué piensa de esto su esposa? -le pregunté.
-Está conforme.
-De cualquier forma, es un riesgo muy grande.
-Ya lo sé. Pero si usted me dice que lo haga, lo haré, y si me dice que me quede, me quedaré.
Me miraba fijamente con sus brillantes ojos, e inmediatamente comprendí que traducían su forma de pensar.
-Todo su futuro está en juego. Tiene que decidir usted por sí mismo. Pero le puedo aconsejar que si no va usted en busca de dinero y se resigna a no ganar sino lo necesario para vivir, vaya, porque disfrutará usted de una vida maravillosa.
El desconocido se marchó. Pensé en él durante uno o dos días; luego lo olvidé. El episodio se borró com­pletamente de mi memoria.
Muchos años después, quince por lo menos, hallán­dome casualmente en Sevilla y aquejándome una ligera indisposición, le pregunté al portero del hotel si habría un médico inglés en la ciudad. Me respondió que sí y me dio, una dirección. Tomé un coche y al acercarme a la casa, salió de ella un hombre bajo y grueso que vaciló al verme.
-¿Ha venido usted a consultarme? -me preguntó-. Soy el médico inglés.
Le expliqué el motivo de mi visita y me invitó a entrar. Vivía en una casa de tipo español común, con patio. El despacho, situado a un costado del mismo, es­taba repleto de papeles, libros, instrumentos médicos y trastos, Cualquier paciente remilgado se hubiese asus­tado al verlo. Terminada la consulta le pregunté a cuán­to ascendían sus honorarios. Movió la cabeza y sonrió.
-No me debe nada.
-Pero, ¿por qué?
-¿No se acuerda usted de mí? Estoy aquí por algo que me dijo usted en cierta ocasión. A usted le debo que mi vida haya cambiado completamente de curso. Soy Stephens.
No comprendí en absoluto de qué me hablaba.
Me recordó entonces nuestra entrevista, repitiéndome nuestra conversación, y gradualmente, como de muy le­jos, un leve recuerdo acudió a mi mente.
-Más de una vez he pensado si volvería a verle -me dijo-; deseaba tener la oportunidad de agradecerle lo mucho que providencialmente ha hecho usted por mí.
-Así, pues, ¿ha tenido usted éxito?
Lo miré fijamente. Estaba muy gordo y calvo, pero sus ojos brillaban alegremente; en su mofletudo y rubicundo rostro se reflejaba una expresión de intensa felicidad. Su traje gastado evidenciaba haber sido hecho por un sastre mediocre, y su sombrero era el usual en Sevilla, chato y de ala ancha.
Su mirada chispeante y alegre era de de un buen catador de vinos. Tenía un aspecto disipado, pero muy simpático.
No me habría extrañado que, si alguien hubiera necesitado una intervención quirúrgica, hubiese vacilado en exponer su vida con un médico como él, pero de lo que estoy seguro es de que no podría concebirse un compañero más cordial para beber un chato de manzanilla.
-Me dijo usted que estaba casado, ¿verdad?
-Sí. A mi esposa no le agradó España y regresó a Camberwell. Era más feliz allí.
-¡Oh! Lo siento.
En sus ojos negros había un brillo lúbrico. En ver­dad, tenía toda la apariencia de un joven fauno.
-La vida está llena de compensaciones –murmuró.
En cuanto acabó de decir esto entró una mujer es­pañola de edad madura, pero sugestiva y voluptuosamente bella, que le dirigió la palabra en castellano; sin esfuerzo pude reconocer en ella a la dueña de la casa.
Al despedirme, ya en la puerta, me dijo con voz emocionada:
-Recordará usted que aquella vez que fui a pedirle consejo me predijo usted que apenas si me ganaría aquí el sustento, pero que gozaría de una vida maravillosa…
Quiero decirle que acertó usted. Soy pobre y lo seré siempre, pero puedo asegurarle que he gozado, que me he divertido y que no cambiaría la vida de aquí por la de ningún rey de la tierra.

Somerset Maugham


Para Lucía de Javier