El retorno
Caminaba
despacio, volteando a todos lados, como queriendo que el paisaje se le
incrustara en los ojos.
Sus
pies descalzos buscaban los pequeños islotes de tepetate para no mojarse en
los charcos o en las pequeñas corrientes.
Cuando
el "tren melitar" lo dejó en la estación más cercana a su lugarejo,
él pensó que no era conveniente maltratar los zapatos de munición, ni los
pantalones de dril, última dotación que había recibido como "juan"
dado de baja.
Por
eso se sentó sobre los rieles, quitóse los zapatos y los pantalones, enrolló
hasta las rodillas los calzoncillos de manta, desdobló el paliacate y en él
guardó cuidadosamente las prendas de que se había despojado. Cortó un varejón
que se echó al hombro una vez amarrado el paliacate a uno de sus extremos, y
tarareando el estribillo de una canción vaquera, empezó a andar por los
caminos enlodados.
Cuando
divisó las primeras huertas de naranjos, las ventanas de su nariz se
ensancharon para captar todo el perfume de los azahares.
Luego
remolió el recuerdo:
Por
estos días -pensaba- ya Nacha andará acabando de barbechar. Este año debe
haberle ayudado mucho el chamaco que ya ha de estar grandote. Precisamente el
día de San Blas cumplió... ¿siete...?, ¡ocho años! Ya ha de tener el endiablado
los dientes anchotes y fuertes como becerro añejo. ¿Y cómo estarán el ganadito
y las gallinas? Nacha para eso de cuidar los animales es retetemplada; pero si
pasó por aquí la bola no quedaron ni los huesos. Cuatro años hace hoy para
Corpus que recibí su última carta... ¡Quién sabe desde entonces lo que haya
pasado... aunque me da en el corazón que están al pelo! Porque aquí nadie se
muere; a fe que en aquel Ocotlán o en la estación Ortiz, cuando la gente del
"coche" Manzo nos bombardeó el tren número nueve, en donde iban las
soldaderas... ¡qué matanza...! Bueno, pa qué acordarse de eso; ¡ya quedó tan
lejos!
Cuando
el perfume de los naranjos se hizo más intenso y a lo lejos escuchó cantar al
gallo y ladrar al perro, no pudo contener los deseos de correr. Y allá va
brincando charcos, enlodándose hasta las rodillas.
A
la entrada del pueblo, junto al río, se sentó unos momentos.
Vinieron
entonces a su recuerdo muchas cosas gratas.
Se
lavó la cara, deshizo el bulto del paliacate, se puso los pantalones y se calzó
con trabajo sus feos botines. Luego sacó del bolsillo un pedazo de espejo y un
peine desdentado. Después se sintió bastante presentable.
Entró
por la calle real marcando el paso y con el pecho inflado.
Notó
que los que le miraban no le reconocieron.
-Ya
mi mujer hará que me recuerden los olvidadizos paisanos -se dijo.
De
improviso, como si le hubiera salido al encuentro, dio con la puerta de madera
de limoncillo que él mismo había tallado. ¡Qué pronto llegó a su casa! Le
pareció que las calles del poblado se habían encogido, que las casas se
achaparraban y que los colores de las fachadas eran sucios y poco brillantes.
Su
emoción le detuvo un instante. Tocó con los nudillos tímidamente, como si
llegara de visita a una casa de cumplimiento. Adentro ladró un perro.
-Es
el Jicote -se dijo.
Después
abrió el portón una mujer, que mientras secaba sus manos con el mandil, le interrogó:
-¿Qué
hay, frastero?
-¿Cómo
frastero, doña Juana? ¿Pos qué ya no me conoce? ¿Dónde anda Nacha?
-¿Nacha...?
Ah, pos si eres tú -gritó la mujer-. ¿Luego no sabías? Hace más de dos años que
se juyó con uno de los de la gente de Almazán. Se llevó con ella al chamaco.
Yo le compré la casa y los tiliches.
Él
sintió el pecho oprimido y por sus ojos pasó una cortina enrojecida.
-Pero...
¿Es cierto eso, doña Juana?
-¡Y
tanto... nomás pregúntalo en todo el pueblo...!
-¿De
modo que yo ya no tengo derecho a nada de lo de aquí?
-La
mera verdá... no. Pero si deseas al Jicote... ya está como yo, viejo y roñoso
el probe. Antes se acordaba mucho de ti, cuando veía tus trapos chillaba...
Ahoy, como ya está más pa la otra que para ésta, no hace más que rascarse y gruñir
como todos los viejos. Si lo quieres, llévatelo... ¡Jicote, toma, Jicote, ven a
ver a tu amo!
Él
amarró el cordel al pescuezo del perro y a estirones lo sacó a la calle.
-Adiós,
doña Juana.
-Adiós,
muchacho... Te acompaño en tu pesar... Aunque hay algunas que no valen la pena.
Echó
a andar sin rumbo fijo. Salió al campo.
Cuando
el Jicote demostró su desagrado con gruñidos, él se detuvo para dejarlo en
libertad.
El
perro quedó suelto y husmeó el terregal, luego alzó la pata para rociar
copiosamente un tronco de huizache y con el rabo al aire, cogió un trotecillo
por el camino que lleva al pueblo...
Él
echó a andar con rumbo a la hacienda vecina en busca de trabajo.
Francisco Rojas González
A petición de Goretti