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domingo, 3 de enero de 2016

Vic i tú



El retorno   

Caminaba despacio, volteando a todos lados, como queriendo que el paisaje se le incrustara en los ojos.
Sus pies descalzos buscaban los pequeños islotes de te­petate para no mojarse en los charcos o en las pequeñas corrientes.
Cuando el "tren melitar" lo dejó en la estación más cercana a su lugarejo, él pensó que no era conveniente maltratar los zapatos de munición, ni los pantalones de dril, última dotación que había reci­bido como "juan" dado de baja.
Por eso se sentó sobre los rieles, quitóse los zapatos y los panta­lones, enrolló hasta las rodillas los calzoncillos de manta, desdobló el paliacate y en él guardó cuidadosamente las prendas de que se había despojado. Cortó un varejón que se echó al hombro una vez amarrado el paliacate a uno de sus extremos, y tarareando el estri­billo de una canción vaquera, empezó a andar por los caminos enlodados.
Cuando divisó las primeras huertas de naranjos, las ventanas de su nariz se ensancharon para captar todo el perfume de los aza­hares.
Luego remolió el recuerdo:
Por estos días -pensaba- ya Nacha andará acabando de barbechar. Este año debe haberle ayudado mucho el chamaco que ya ha de estar grandote. Precisamente el día de San Blas cumplió... ¿siete...?, ¡ocho años! Ya ha de tener el endiablado los dientes anchotes y fuertes como becerro añejo. ¿Y cómo estarán el ganadito y las gallinas? Nacha para eso de cuidar los animales es retetemplada; pero si pasó por aquí la bola no quedaron ni los huesos. Cuatro años hace hoy para Corpus que recibí su última carta... ¡Quién sabe desde entonces lo que haya pasado... aunque me da en el corazón que es­tán al pelo! Porque aquí nadie se muere; a fe que en aquel Ocotlán o en la estación Ortiz, cuando la gente del "coche" Manzo nos bom­bardeó el tren número nueve, en donde iban las soldaderas... ¡qué matanza...! Bueno, pa qué acordarse de eso; ¡ya quedó tan lejos!
Cuando el perfume de los naranjos se hizo más intenso y a lo lejos escuchó cantar al gallo y ladrar al perro, no pudo contener los deseos de correr. Y allá va brincando charcos, enlodándose hasta las rodillas.
A la entrada del pueblo, junto al río, se sentó unos momentos.
Vinieron entonces a su recuerdo muchas cosas gratas.
Se lavó la cara, deshizo el bulto del paliacate, se puso los pantalones y se calzó con trabajo sus feos botines. Luego sacó del bolsillo un pedazo de espejo y un peine desdentado. Después se sintió bas­tante presentable.
Entró por la calle real marcando el paso y con el pecho inflado.
Notó que los que le miraban no le reconocieron.
-Ya mi mujer hará que me recuerden los olvidadizos paisanos -se dijo.
De improviso, como si le hubiera salido al encuentro, dio con la puerta de madera de limoncillo que él mismo había tallado. ¡Qué pronto llegó a su casa! Le pareció que las calles del poblado se ha­bían encogido, que las casas se achaparraban y que los colores de las fachadas eran sucios y poco brillantes.
Su emoción le detuvo un instante. Tocó con los nudillos tími­damente, como si llegara de visita a una casa de cumplimiento. Adentro ladró un perro.
-Es el Jicote -se dijo.
Después abrió el portón una mujer, que mientras secaba sus manos con el mandil, le interrogó:
-¿Qué hay, frastero?
-¿Cómo frastero, doña Juana? ¿Pos qué ya no me conoce? ¿Dónde anda Nacha?
-¿Nacha...? Ah, pos si eres tú -gritó la mujer-. ¿Luego no sabías? Hace más de dos años que se juyó con uno de los de la gen­te de Almazán. Se llevó con ella al chamaco. Yo le compré la casa y los tiliches.
Él sintió el pecho oprimido y por sus ojos pasó una cortina enrojecida.
-Pero... ¿Es cierto eso, doña Juana?
-¡Y tanto... nomás pregúntalo en todo el pueblo...!
-¿De modo que yo ya no tengo derecho a nada de lo de aquí?
-La mera verdá... no. Pero si deseas al Jicote... ya está como yo, viejo y roñoso el probe. Antes se acordaba mucho de ti, cuando veía tus trapos chillaba... Ahoy, como ya está más pa la otra que para ésta, no hace más que rascarse y gruñir como todos los viejos. Si lo quieres, llévatelo... ¡Jicote, toma, Jicote, ven a ver a tu amo!
Él amarró el cordel al pescuezo del perro y a estirones lo sacó a la calle.
-Adiós, doña Juana.
-Adiós, muchacho... Te acompaño en tu pesar... Aunque hay algunas que no valen la pena.
Echó a andar sin rumbo fijo. Salió al campo.
Cuando el Jicote demostró su desagrado con gruñidos, él se detuvo para dejarlo en libertad.
El perro quedó suelto y husmeó el terregal, luego alzó la pata para rociar copiosamente un tronco de huizache y con el rabo al aire, cogió un trotecillo por el camino que lleva al pueblo...
Él echó a andar con rumbo a la hacienda vecina en busca de trabajo.
Francisco Rojas González


A petición de Goretti