El judío errante
-Si das una vuelta al mundo en
dirección al Oriente, ganas un día -le dijeron los hombres de ciencia a John
Hay. Y durante años, John Hay viajó al este, al oeste, al norte y al sur, hizo
negocios, hizo el amor y procreó una familia como han hecho muchos hombres, y
la información científica consignada arriba permaneció olvidada en el fondo de
su mente, junto con otros mil asuntos de igual importancia.
Cuando murió un pariente rico, se
vio de pronto en posesión de una fortuna mucho mayor de lo que su carrera
previa hubiera podido hacer suponer razonablemente, dado que había estado
plagada de contrariedades y desgracias. Es más, mucho antes que le llegara la
herencia, ya existía en el cerebro de John Hay una pequeña nube, un
oscurecimiento momentáneo del pensamiento que iba y venía antes que llegara a
darse cuenta de que existía alguna solución de continuidad. Lo mismo que los
murciélagos que aletean en torno al alero de una casa para mostrar que están
cayendo las sombras. Entró en posesión de grandes bienes, dinero, tierra,
propiedades; pero tras su alegría se irguió un fantasma que le gritaba que su
disfrute de aquellos bienes no iba a ser de larga duración. Era el fantasma del
pariente rico, al que se le había permitido retornar a la tierra para torturar
a su sobrino hasta la tumba. Por lo que, bajo el aguijón de este recuerdo
constante, John Hay, manteniendo siempre la profunda imperturbabilidad del
hombre de negocios que ocultaba las sombras de su mente, transformó sus
inversiones, casas y tierras en soberanos, sólidos, redondos, rojos soberanos
ingleses, cada uno equivalente a veinte chelines. Las tierras pueden perder su
valor, y las casas volar al cielo en alas de llamas escarlata, pero hasta el
Día del Juicio un soberano será siempre un soberano, es decir, un rey de los
placeres.
Poseedor de sus soberanos, John
Hay hubiera querido gastarlos uno a uno en aquellos toscos placeres que su alma
amaba, pero le obsesionaba el miedo a una muerte cercana; el fantasma de su
pariente se erguía en el recibidor de su casa, junto al perchero, gritándole
escaleras arriba que la vida era corta, que no había esperanza alguna de que
los días pudieran prolongarse, y que los sepultureros habían comenzado ya a
cepillar el ataúd del sobrino. Por regla general, John Hay estaba solo en casa,
pero incluso cuando tenía compañía sus amigos no oían al tío vocinglero. Dentro
de su cerebro, la sombra se hizo más amplia y más negra. El temor a la muerte
estaba enloqueciendo a John Hay.
Y entonces, desde las
profundidades de su mente, donde había almacenado toda la información no
utilizada para fines inmediatos, surgió la idea del dato científico del viaje
hacia Oriente. Cuando de nuevo su tío le gritó escaleras arriba que se
apresurara a vivir, una voz más aguda le respondió en un grito: «Aquél que da
la vuelta al mundo en dirección al este gana un día».
Su timidez y desconfianza
crecientes respecto de la Humanidad le impidieron comunicar su preciado mensaje
de esperanza a sus amigos. Podían apropiarse de él y analizarlo. Estaba seguro
de que era verdad, pero le hubiera dolido intensamente que manos rudas lo
sometiesen a un examen demasiado minucioso. Sólo a él, entre todas las
generaciones sufrientes de la Humanidad, se le había revelado el secreto. Sería
impío -contra los designios del Creador- poner en marcha a toda la Humanidad
hacia el este. Además, ello supondría abarrotar los barcos de vapor, de forma
inconveniente, y John Hay deseaba estar solo, por encima de todo. Si pudiera
dar la vuelta al mundo en dos meses -había leído que alguien, cuyo nombre no
recordaba, lo había hecho en ochenta días- ganaría un día entero, y si seguía
haciéndolo sin parar durante treinta años, ganaría ciento ochenta días, o casi
la mitad de un año. No sería mucho, pero en el transcurso del tiempo, a medida
que avanzara la civilización y se abriera el ferrocarril del valle del
Éufrates, podría incrementar su ritmo.
Provisto de muchos soberanos,
John Hay, en el trigésimo quinto año de su vida, emprendió sus viajes, con dos
voces que le acompañaron desde Dover, mientras navegaba hacia Calais. La
fortuna le favoreció. El ferrocarril del valle del Éufrates acababa de ser
inaugurado y fue el primer hombre que tomó un billete directo de París a
Calcuta: trece días en tren. Trece días en tren no son buenos para los nervios,
pero siguió recorriendo el mundo y volvió a Calais desde América en doce días
menos de los dos meses que se había propuesto, y volvió a empezar, con
veinticuatro horas de tiempo precioso en su haber. Pasaron tres años y John Hay
siguió dando religiosamente la vuelta al mundo, buscando más tiempo en el que
gozar del resto de sus soberanos. Llegó a ser conocido en muchas líneas
transatlánticas como el hombre que siempre quería seguir adelante; cuando la
gente le preguntaba qué hacía, contestaba:
-Soy la persona que tiene el
firme propósito de vivir para siempre y estoy tratando de llevarlo a la
práctica.
Sus días se dividían entre la
observación de la blanca estela de la hélice tras la popa de los más veloces
vapores y la contemplación de la tierra parda que, como un relámpago,
resplandecía por las ventanas de los trenes más veloces; y en un cuaderno
anotaba cada minuto que había arrancado o sustraído a la implacable eternidad.
-Esto es mejor que rezar por una
larga vida -decía John Hay, mientras volvía su rostro hacia Oriente en su
vigésimo viaje.
El paso de los años le había
ayudado más de lo que había imaginado; mediante la extensión de la línea del
valle del Brahmaputra hasta entroncar con la recientemente creada de la China
central, el billete de ferrocarril de Calais le llevaba hasta Calcuta y Hong
Kong, vía Karachi. El viaje completo se podía hacer en poco más de cuarenta y
siete días y, presa de una exaltación fatal, John Hay le contó el secreto de su
longevidad a su única amiga, su ama de llaves, que se ocupaba de su residencia
en Londres. Él habló y desapareció; pero ella era una mujer de recursos y de
inmediato fue a pedir consejo a los abogados que informaran a John Hay acerca
de su herencia de oro.
Todavía quedaban muchos soberanos,
y había otro Hay que deseaba gastarlos en cosas más razonables que billetes de
tren o pasajes de barco.
El caso fue largo, porque cuando
un hombre está literalmente en camino, tras su preciada vida, no se detiene en
la ruta. John Hay volvió de nuevo a recorrer el mundo, y en su periplo alcanzó
en Madrás al cansado doctor que había sido enviado en su busca. Y fue allí
donde encontró la recompensa a sus trabajos y la certidumbre de una bendita
inmortalidad. En media hora, el doctor, sin dejar de observar los labios
resecos, las manos temblorosas y aquella mirada que se volvía eternamente hacia
el este, convenció a John Hay de que descansara en una casita cercana a la
playa de Madrás. Todo lo que tenía que hacer era colgarse del techo de la
habitación mediante unas cuerdas y dejar que la tierra redonda diera vueltas en
libertad, bajo su persona. Esto era mejor que el barco o el tren, porque ganaba
un día al día, y se hacía así semejante al sol inmortal. El otro Hay pagaría
sus gastos a lo largo de toda la eternidad.
Es cierto que todavía no podemos
disponer de billetes Calais-Hong Kong, aunque podamos hacerlo dentro de quince
años, pero hay hombres que dicen que si uno se pasea por la costa sur de la
India, se encuentra, en un pequeño bungalow encalado y limpio, sentado en una
silla colgada del techo, sobre una lámina de delgado acero que, como él sabe
muy bien, destruye la atracción de la tierra, a un hombre viejo y consumido,
con el rostro vuelto siempre al sol naciente, y un cronómetro en la mano,
corriendo contra la eternidad. No puede beber, no fuma, y sus gastos ascienden,
quizá, a unas veinticinco rupias al mes, pero es John Hay, el Inmortal. En el
exterior, oye el estruendo del mundo, que gira, con el que, explica con
cuidado, no tiene relación alguna; pero si le dices que sólo se trata del ruido
de las olas, llorará con amargura, porque la sombra de su cerebro va muriendo a
medida que su mente deja de funcionar, y, a veces, duda de que el doctor dijera
la verdad.
-¿Por qué el sol no está siempre
sobre mi cabeza? -pregunta John Hay.
Rudyard Kipling
A petición de Justa