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miércoles, 13 de enero de 2016

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El judío errante

-Si das una vuelta al mundo en dirección al Oriente, ganas un día -le dijeron los hombres de ciencia a John Hay. Y durante años, John Hay viajó al este, al oeste, al norte y al sur, hizo negocios, hizo el amor y procreó una familia como han hecho muchos hombres, y la información científica consignada arriba permaneció olvidada en el fondo de su mente, junto con otros mil asuntos de igual importancia.
Cuando murió un pariente rico, se vio de pronto en posesión de una fortuna mucho mayor de lo que su carrera previa hubiera podido hacer suponer razonablemente, dado que había estado plagada de contrariedades y desgracias. Es más, mucho antes que le llegara la herencia, ya existía en el cerebro de John Hay una pequeña nube, un oscurecimiento momentáneo del pensamiento que iba y venía antes que llegara a darse cuenta de que existía alguna solución de continuidad. Lo mismo que los murciélagos que aletean en torno al alero de una casa para mostrar que están cayendo las sombras. Entró en posesión de grandes bienes, dinero, tierra, propiedades; pero tras su alegría se irguió un fantasma que le gritaba que su disfrute de aquellos bienes no iba a ser de larga duración. Era el fantasma del pariente rico, al que se le había permitido retornar a la tierra para torturar a su sobrino hasta la tumba. Por lo que, bajo el aguijón de este recuerdo constante, John Hay, manteniendo siempre la profunda imperturbabilidad del hombre de negocios que ocultaba las sombras de su mente, transformó sus inversiones, casas y tierras en soberanos, sólidos, redondos, rojos soberanos ingleses, cada uno equivalente a veinte chelines. Las tierras pueden perder su valor, y las casas volar al cielo en alas de llamas escarlata, pero hasta el Día del Juicio un soberano será siempre un soberano, es decir, un rey de los placeres.
Poseedor de sus soberanos, John Hay hubiera querido gastarlos uno a uno en aquellos toscos placeres que su alma amaba, pero le obsesionaba el miedo a una muerte cercana; el fantasma de su pariente se erguía en el recibidor de su casa, junto al perchero, gritándole escaleras arriba que la vida era corta, que no había esperanza alguna de que los días pudieran prolongarse, y que los sepultureros habían comenzado ya a cepillar el ataúd del sobrino. Por regla general, John Hay estaba solo en casa, pero incluso cuando tenía compañía sus amigos no oían al tío vocinglero. Dentro de su cerebro, la sombra se hizo más amplia y más negra. El temor a la muerte estaba enloqueciendo a John Hay.
Y entonces, desde las profundidades de su mente, donde había almacenado toda la información no utilizada para fines inmediatos, surgió la idea del dato científico del viaje hacia Oriente. Cuando de nuevo su tío le gritó escaleras arriba que se apresurara a vivir, una voz más aguda le respondió en un grito: «Aquél que da la vuelta al mundo en dirección al este gana un día».
Su timidez y desconfianza crecientes respecto de la Humanidad le impidieron comunicar su preciado mensaje de esperanza a sus amigos. Podían apropiarse de él y analizarlo. Estaba seguro de que era verdad, pero le hubiera dolido intensamente que manos rudas lo sometiesen a un examen demasiado minucioso. Sólo a él, entre todas las generaciones sufrientes de la Humanidad, se le había revelado el secreto. Sería impío -contra los designios del Creador- poner en marcha a toda la Humanidad hacia el este. Además, ello supondría abarrotar los barcos de vapor, de forma inconveniente, y John Hay deseaba estar solo, por encima de todo. Si pudiera dar la vuelta al mundo en dos meses -había leído que alguien, cuyo nombre no recordaba, lo había hecho en ochenta días- ganaría un día entero, y si seguía haciéndolo sin parar durante treinta años, ganaría ciento ochenta días, o casi la mitad de un año. No sería mucho, pero en el transcurso del tiempo, a medida que avanzara la civilización y se abriera el ferrocarril del valle del Éufrates, podría incrementar su ritmo.
Provisto de muchos soberanos, John Hay, en el trigésimo quinto año de su vida, emprendió sus viajes, con dos voces que le acompañaron desde Dover, mientras navegaba hacia Calais. La fortuna le favoreció. El ferrocarril del valle del Éufrates acababa de ser inaugurado y fue el primer hombre que tomó un billete directo de París a Calcuta: trece días en tren. Trece días en tren no son buenos para los nervios, pero siguió recorriendo el mundo y volvió a Calais desde América en doce días menos de los dos meses que se había propuesto, y volvió a empezar, con veinticuatro horas de tiempo precioso en su haber. Pasaron tres años y John Hay siguió dando religiosamente la vuelta al mundo, buscando más tiempo en el que gozar del resto de sus soberanos. Llegó a ser conocido en muchas líneas transatlánticas como el hombre que siempre quería seguir adelante; cuando la gente le preguntaba qué hacía, contestaba:
-Soy la persona que tiene el firme propósito de vivir para siempre y estoy tratando de llevarlo a la práctica.
Sus días se dividían entre la observación de la blanca estela de la hélice tras la popa de los más veloces vapores y la contemplación de la tierra parda que, como un relámpago, resplandecía por las ventanas de los trenes más veloces; y en un cuaderno anotaba cada minuto que había arrancado o sustraído a la implacable eternidad.
-Esto es mejor que rezar por una larga vida -decía John Hay, mientras volvía su rostro hacia Oriente en su vigésimo viaje.
El paso de los años le había ayudado más de lo que había imaginado; mediante la extensión de la línea del valle del Brahmaputra hasta entroncar con la recientemente creada de la China central, el billete de ferrocarril de Calais le llevaba hasta Calcuta y Hong Kong, vía Karachi. El viaje completo se podía hacer en poco más de cuarenta y siete días y, presa de una exaltación fatal, John Hay le contó el secreto de su longevidad a su única amiga, su ama de llaves, que se ocupaba de su residencia en Londres. Él habló y desapareció; pero ella era una mujer de recursos y de inmediato fue a pedir consejo a los abogados que informaran a John Hay acerca de su herencia de oro.
Todavía quedaban muchos soberanos, y había otro Hay que deseaba gastarlos en cosas más razonables que billetes de tren o pasajes de barco.
El caso fue largo, porque cuando un hombre está literalmente en camino, tras su preciada vida, no se detiene en la ruta. John Hay volvió de nuevo a recorrer el mundo, y en su periplo alcanzó en Madrás al cansado doctor que había sido enviado en su busca. Y fue allí donde encontró la recompensa a sus trabajos y la certidumbre de una bendita inmortalidad. En media hora, el doctor, sin dejar de observar los labios resecos, las manos temblorosas y aquella mirada que se volvía eternamente hacia el este, convenció a John Hay de que descansara en una casita cercana a la playa de Madrás. Todo lo que tenía que hacer era colgarse del techo de la habitación mediante unas cuerdas y dejar que la tierra redonda diera vueltas en libertad, bajo su persona. Esto era mejor que el barco o el tren, porque ganaba un día al día, y se hacía así semejante al sol inmortal. El otro Hay pagaría sus gastos a lo largo de toda la eternidad.

Es cierto que todavía no podemos disponer de billetes Calais-Hong Kong, aunque podamos hacerlo dentro de quince años, pero hay hombres que dicen que si uno se pasea por la costa sur de la India, se encuentra, en un pequeño bungalow encalado y limpio, sentado en una silla colgada del techo, sobre una lámina de delgado acero que, como él sabe muy bien, destruye la atracción de la tierra, a un hombre viejo y consumido, con el rostro vuelto siempre al sol naciente, y un cronómetro en la mano, corriendo contra la eternidad. No puede beber, no fuma, y sus gastos ascienden, quizá, a unas veinticinco rupias al mes, pero es John Hay, el Inmortal. En el exterior, oye el estruendo del mundo, que gira, con el que, explica con cuidado, no tiene relación alguna; pero si le dices que sólo se trata del ruido de las olas, llorará con amargura, porque la sombra de su cerebro va muriendo a medida que su mente deja de funcionar, y, a veces, duda de que el doctor dijera la verdad.
-¿Por qué el sol no está siempre sobre mi cabeza? -pregunta John Hay.
Rudyard Kipling


A petición de Justa