Junto a un muerto
Se iba
muriendo, como mueren los enfermos del pecho. Le veía sentarse cada día, hacia
las dos, bajo las ventanas del hotel, frente al mar tranquilo, en un banco del
paseo. Permanecía algún tiempo inmóvil al calor del sol, contemplando con una
mirada triste el Mediterráneo. A veces volvía los ojos hacia la alta montaña
con cumbres difusas que encierra la ciudad de Menton; luego cruzaba, con un
movimiento muy lento, sus largas piernas tan delgadas que parecían dos huesos,
alrededor de las que flotaba el paño del pantalón, y abría un libro, siempre
el mismo.
Entonces ya no se movía; leía, leía con la mirada y el pensamiento;
todo su pobre cuerpo moribundo parecía leer, toda su alma se hundía, se perdía,
desaparecía en aquel libro hasta la hora en que el aire ya más fresco le hacía
toser un poco. Entonces se levantaba y volvía al hotel.
Era un alemán alto, de barba rubia, que almorzaba y cenaba en su habitación, y no hablaba con
nadie.
Una vaga curiosidad me atrajo hacia él. Un día me senté a su lado, tras
haber cogido yo también, para disimular, un volumen de las poesías de Musset.
Y me puse a recorrer Rolla.
Mi vecino me
dijo de pronto, en buen francés: -¿Sabe alemán, señor?
-En absoluto,
señor.
-Lo lamento.
Ya que el azar nos pone al lado uno de otro, le hubiera prestado, le hubiera
hecho ver algo inestimable: este libro que tengo aquí.
-¿Y qué es?
-Es un ejemplar de mi maestro Schopenhauer, anotado de su mano. Todos los
márgenes, como ve, están cubiertos con su letra.
Cogí el libro
con respeto y contemplé aquellas formas incomprensibles para mí, pero que
revelaban el inmortal pensamiento del mayor saqueador de sueños que haya pasado
por la tierra.
Y los versos
de Musset estallaron en mi memoria:
¿Duermes
contento, Voltaire, y tu horrorosa sonrisa
revolotea
aún sobre tus huesos descarnados?
Y comparaba
involuntariamente el sarcasmo infantil, el sarcasmo religioso de Voltaire con
la irresistible ironía del filósofo alemán cuya influencia es para siempre
indeleble.
Aunque
protestemos y nos enfademos, aunque nos indignemos o nos exaltemos,
Schopenhauer ha marcado a la humanidad con el sello de su desprecio y su
desencanto.
Gozador
desengañado, ha invertido las creencias, las esperanzas, las poesías, las
quimeras, destrozado las aspiraciones, devastado la confianza de las almas,
matado el amor, derribado el culto ideal de la mujer, reventado las ilusiones
del corazón, realizado la tarea de escéptico más gigantesca que se haya hecho
nunca. Ha atravesado todo con su burla y lo ha vaciado todo. E incluso hoy,
los que le execran parecen tener, a su pesar, en su mente, parcelas de su
pensamiento.
Dije al alemán: -¿Usted conoció personalmente a Schopenhauer?
Sonrió tristemente: -Hasta su muerte, señor.
Y me habló de
él; me contó la impresión casi sobrenatural que aquel ser extraño causaba en
todos aquellos que se le acercaban.
Me contó la
entrevista que tuvo el viejo demoledor con un político francés, republicano
doctrinario, que quiso ver al hombre y lo encontró en una cervecería
tumultuosa, sentado en medio de discípulos, seco, arrugado, riendo con una risa
inolvidable, mordiendo y desgarrando las ideas y creencias con una sola palabra,
como un perro desgarra de un mordisco las telas con las que juega.
Me repitió
las palabras de aquel francés, cuando se fue pasmado, espantado, y gritando:
«¡He creído pasar una hora con el diablo!» Luego añadió:
-Efectivamente,
señor, tenía una sonrisa horrorosa que nos dio miedo, incluso después de su
muerte. Es una anécdota casi desconocida que puedo contarle si le interesa.
Y se puso a
ello, con una voz cansada, interrumpida a ratos por ataques de tos:
-Schopenhauer
acababa de morir y decidimos velarle por turnos de dos, hasta la mañana.
»Estaba
acostado en una habitación muy sencilla, amplia y oscura. Dos velas ardían en
la mesita de noche.
»Eran las
doce cuando empecé la guardia, con uno de nuestros compañeros. Los dos amigos a
quienes sustituíamos salieron, y fuimos a sentarnos al lado de la cama.
»El rostro no
había cambiado. Sonreía. La arruga que conocíamos tan bien se formaba en la
comisura de los labios y nos parecía que iba a abrir los ojos, moverse, hablar.
Su pensamiento o más bien sus pensamientos nos envolvían; nos sentíamos más
que nunca en la atmósfera de su genio, invadidos, poseídos por él. Su dominio
nos parecía incluso más soberano ahora que estaba muerto. Un misterio se
mezclaba con la potencia de aquel espíritu incomparable.
»El cuerpo de
este tipo de hombres desaparece, pero ellos permanecen; y, en la noche que
sigue al paro de su corazón, le aseguro, señor, que son horrorosos.
»Hablábamos
de él, muy bajito, recordando palabras, fórmulas, las sorprendentes máximas
que parecen luces arrojadas, mediante algunas palabras, en las tinieblas de la Vida desconocida.
»-Me parece
que va a hablar -dijo mi compañero. Y mirábamos, con una preocupación que
rozaba el miedo, el rostro inmóvil y siempre sonriente.
»Poco a poco nos empezamos a sentir a disgusto, oprimidos, desfallecientes.
Balbuceé:
»-No sé lo que me pasa, pero te aseguro que estoy enfermo.
»Y fue cuando nos dimos cuenta de que el cadáver olía mal.
»Entonces mi compañero me propuso pasar a la habitación contigua,
dejando la puerta abierta; y acepté.
»Cogí una de
las velas que ardían en la mesilla de noche, dejando la segunda, y fuimos a
sentarnos a la otra punta del otro cuarto, de modo que pudiéramos ver desde
nuestro sitio la cama y el muerto a plena luz.
»Pero nos
seguía obsesionando; parecía que su ser inmaterial, despejado, libre,
todopoderoso y dominador, merodeaba a nuestro alrededor. Y a veces también el
olor infame del cuerpo descompuesto nos llegaba, nos penetraba, repugnante y
vago.
»De pronto,
un escalofrío nos recorrió los huesos; un ruido, un pequeño ruido había llegado
de la habitación del muerto. Nuestras miradas se volvieron en seguida hacia él
y vimos, sí señor, vimos perfectamente, el uno y el otro, algo blanco correr
sobre la cama, caer al suelo sobre la alfombra, y desaparecer bajo un sillón.
»Nos pusimos
en pie antes de tener tiempo de pensar en nada, enloquecidos por un miedo
estúpido, dispuestos a huir. Luego nos miramos. Estábamos horriblemente
pálidos. Nuestros corazones latían como para levantar el paño de nuestra ropa.
Hablé el primero:
»-¿Has
visto?...
»-Sí, he
visto.
»-¿Es que no
está muerto?
»-Pero ¡si se
está empezando a descomponer!
»-¿Qué vamos
a hacer?
»Mi compañero
dijo vacilando:
»-Hay que ir
a ver.
»Cogí nuestra vela y entré el primero, registrando con la mirada el
gran cuarto con rincones negros. Ya no se movía nada; y me acerqué a la cama.
Pero me quedé estupefacto y espantado: ¡Schopenhauer ya no se reía! Tenía una
horrible mueca, la boca apretada, las mejillas profundamente huecas. Balbuceé:
» -¡No está muerto!
»Pero el
espantoso olor subía hasta mi nariz, me sofocaba. Y ya no me movía, mirándole
fijamente, pasmado como ante una aparición.
»Entonces mi
compañero, tras coger la otra vela, se inclinó. Luego me tocó el brazo sin
decir una palabra. Seguí su mirada, y vi en el suelo, bajo el sillón próximo a
la cama, completamente blanca sobre la oscura alfombra, abierta como para
morder, la dentadura postiza de Schopenhauer.
»La labor de
descomposición, al aflojar las mandíbulas, la había hecho saltar de la boca.
»Aquel día pasé verdadero miedo, señor.
Y, cuando el sol se acercaba al mar resplandeciente, el alemán tísico
se levantó, me saludó, y volvió al hotel.
Guy de Maupassant
A petición de Mª Luisa.