El humo de los cigarrillos
Woodbine flotaba sobre la tapicería de felpa y ascendía hacia el barroco techo
del cine, enturbiando el parpadeante haz de luz que conectaba la pequeña
ventana de la sala de proyección con la enorme pantalla. Una corriente de aire
proveniente del vestíbulo recorría el pasillo. Se oían toses y suspiros y el
sonido de chocolatinas Mars al abrirse. Una acomodadora permanecía sentada en
un taburete con una linterna sobre el regazo y miraba el final de película.
Aunque la sala estaba llena de
gente, las butacas contiguas a la que ocupaba Edna se encontraban vacías. Edna
no pudo evitar interpretarlo como una forma de rechazo hacia ella; nadie quería
sentarse a su lado. Se había pasado toda la película con los brazos cruzados,
sin despegar los ojos de la pantalla, porque nunca antes había ido sola al cine
y no quería parecer vulgar. Si alguien se hubiera sentado junto a ella, no
habría parecido tan sospechosa, ni temido el momento en que se encendieran las
luces dispuestas a lo largo de las paredes y tuviera que ponerse en pie, sola,
mientras sonaba el himno nacional, consciente de las miradas hostiles de todos
los demás.
Edna consideró la idea de salir
del cine antes de que llegara ese momento, pero decidió quedarse y ver el final
de la película. Una actriz muy guapa cantaba con una voz profunda y contenida
la canción que había sonado varias veces a lo largo de la historia; su cabello
era del color de la crema, y sus mejillas, su cuello y sus hombros del de la
nata. Al llegar a la última nota, su amante la tomó entre sus brazos; se
besaron lenta y sentidamente mientras las manos de porcelana de ella lo
aferraban en un éxtasis simulado. La palabra «Fin» apareció en la pantalla,
pero aún podía verse la silueta de los amantes en la oscuridad, y Edna deseó
poder evitar que terminaran de desaparecer de su vista, porque su soledad,
disipada por la película, regresaría con fuerzas acumuladas cuando ellos se
esfumaran.
La multitud salió del cine a la
oscuridad del exterior y no tardó en dispersarse, cada cual rumbo a alguna
habitación en la ciudad circundante, dejando a Edna sola y vacilante frente al
cine ya cerrado. Todavía no quería volver a casa. Las estrellas proporcionaban
una tenue luz, iluminaban formas, contornos, pero dejaban rasgos y detalles a
la imaginación. Solo se oían los pasos lejanos y el estruendo y el silbido de
un tren. Edna echó a caminar despacio, cantando en voz apenas audible la
canción de la película; un hombre con el que se cruzó se volvió sorprendido. A
ella le parecía que en cada portal de cada calle había una pareja silenciosa,
tan pegados el uno al otro que podrían ser una sola persona. Pasó frente a un
bar que acababa de cerrar, y vio por la ventana el local vacío, no quedaba más
que el propietario recogiendo vasos sucios.
Llegó a un puente sobre el río
que atravesaba la ciudad y se detuvo a mirar el agua. El río era como una pieza
de tejido azul oscuro extendida en el mostrador de un sastre, pero la luz de
las estrellas lo dotaba de un brillo extraño. Se quedó allí, sola, un rato,
presa de pensamientos tan confusos como los que preceden al sueño. La película
que había visto, y su creencia de que todos y cada uno de los espectadores,
salvo ella, eran felices esa noche, le hacían temer el momento de volver a
casa, donde su madre ya se habría ido a la cama pero le habría dejado un tazón
de cacao en la cocina para que Edna lo calentara en el horno. Su madre creía
que había ido al cine con otra chica de la oficina en la que trabajaba. Bajo el
abrigo azul marino, Edna llevaba una blusa de satén gris y un traje marrón de
lana, sus mejores ropas. Era una vergüenza que nadie lo supiera. ¿Cómo podría
quitárselas, a solas en su habitación, sabiendo que nadie se había dado cuenta
de lo guapa que estaba y no le habían dicho nada? Se sentía muy lejos de la
vida que llevaba durante el día.
Cuando oyó que alguien se
acercaba cojeando sintió como si un deseo que no había llegado a formular le
hubiera sido concedido, y sus manos se aferraron a la barandilla del puente.
Los pasos sonaron tras ella, siguieron adelante y después se detuvieron. Había
esperado que se detuvieran, pero ahora tuvo miedo. Los pasos volvieron a
acercarse y una voz dijo:
—Un penique por tus pensamientos.
Fue casi un susurro, pero a Edna
le pareció un grito. Se volvió hacia una figura alta, de la que apenas pudo
distinguir más que la alargada cara rectangular, que en la oscuridad, y bajo la
afilada ala de un sombrero, parecía de cuero gris. Adivinó a partir del
sombrero y de una nota de la voz que era un soldado australiano. Llevaba los
hombros erguidos y las manos en los bolsillos del abrigo.
—Solo soñaba despierta —dijo ella
de forma un tanto afectada—. O soñaba, simplemente.
Soltó una risita y se volvió de
nuevo hacia el agua.
—¿Te sientes sola?
—Puede.
—Yo también.
—¿No tienes amigos en la ciudad?
—preguntó ella, con el tono de voz con que se dirigía a las personas que iban a
tomar el té con su madre.
—No, por Dios. ¿Cómo podría
conocer a alguien en un sitio como este?
—No hace falta ser grosero —dijo
ella, aunque le había gustado el modo como él había dicho «Dios».
—Perdón —se disculpó él, y ella
se sintió al mismo tiempo complacida y decepcionada al apreciar en su voz un
tono de respeto que antes no estaba allí.
—¿De vuelta a casa? —preguntó
ella impulsivamente, sin volverse hacia él.
—Dentro de cuarenta y ocho horas,
y ningún sitio donde dormir.
—Lo siento mucho.
—No eres muy habladora —dijo él
tras una pausa.
—No tengo costumbre de hablar con
extraños.
—Supongo que quieres librarte de
mí, ¿verdad?
—No.
Edna miró a la cara al extraño, y
aunque su cabeza iba a cien por hora, su cuerpo se sentía cansado y relajado.
—Lo que estaba pensando —dijo él—
es que si tú estás sola, y ya que yo también estoy solo, tal vez podríamos
pasar un rato juntos.
—¿Qué me propones?
Él lo pensó un instante y
entonces dijo:
—Un poco de diversión.
Ella pensó: «Con esta oscuridad
en realidad no puede verme», pero no pudo evitar sentirse halagada.
—Podría ser —dijo.
—Piénsalo. Tengo un conocido en
la ciudad. Puede conseguirnos un poco de bebida.
—No bebo.
—Iríamos a algún sitio donde
pudiéramos charlar. Me gustas y yo puedo llegar a gustarte. —Se inclinó hacia
ella hasta casi rozarla—. ¿Qué te parece?
—No está mal.
Ella oyó cómo él suspiraba aliviado.
—Estupendo —dijo él—. Aguarda
medio segundo mientras enciendo un cigarrillo. ¿Quieres uno?
—Tampoco fumo.
—Es lo que quería oír.
Ahora ella estaba feliz. Le
gustaba aquel hombre, o lo que podía adivinar de él, puesto que no veía nada,
salvo una silueta delgada, con el injerto gris que era su rostro. La oscuridad
la hacía sentir muy cerca de él, como si ya estuviera en sus brazos. Estaban
solos en el puente, sobre el agua azul, con las oscuras formas de las casas,
las fábricas, las iglesias y los gasómetros alzándose a cada lado. Se sintió
confiada; las anteriores sensaciones de lasitud, vergüenza y miedo habían
desaparecido.
Cuando él flexionó el brazo para
llevarse el cigarrillo a la boca, ella oyó un crujido; pensó que el sonido
había surgido de algún lugar en la lejanía, pero no, había salido de él, y se
preguntó cómo podía haberlo hecho. «Ahora le veré la cara», pensó, y quedó
cegada por un instante cuando él encendió la cerilla. Lo que vio en el breve
intervalo en que él acercó la llama al cigarrillo y lo encendió fue una
cicatriz de color violeta oscuro en un lado de su cara. Cuando hubo lanzado la
cerilla al río, recordó un parche sobre un ojo. Él había sostenido la cerilla
entre el índice y el pulgar, y ella había visto, aunque no fue consciente de
ello hasta que se hizo de nuevo la oscuridad, que no había más dedos en aquella
mano; la parte superior de la palma era una superficie plana. Entonces se dio
cuenta de que el crujido que había oído, y que volvió a oír ahora, lo producían
los correajes de un brazo de madera. Luego recordó la cojera y la
reconstrucción quedó completada. No era joven; quizá ya tenía cuarenta. Debía
de haber sido herido de gravedad.
—No puedo ir contigo —dijo en voz
demasiado alta—. No soy de esa clase de chica.
Dio media vuelta y se alejó a
toda prisa. En la oscuridad, no supo hacia dónde se dirigía; tropezó con una
persona con la que se cruzó y otra vez a punto estuvo de golpearse contra una
farola. Estaba aterrorizada. Lloraba. Imaginaba que él la seguía, llamándola. Cuando
por fin se detuvo en un rincón oscuro no pudo oír nada más aparte de su propia
respiración.
¿Qué había hecho él cuando ella
se fue? Se lo imaginó todavía en el puente, aturdido por la crueldad que ella
había demostrado, profundamente herido y enfadado consigo mismo por haber
revelado su deformidad demasiado pronto. ¿O lo había hecho a propósito, para
ponerla a prueba y evitarse un rechazo posterior y más duro? Ella había
obedecido a su instinto al salir corriendo, pero ahora sentía que había obrado
mal. Oyó la voz de aquel hombre en su cabeza («Es lo que quería oír»); fue como
si se lo gritase al oído mientras ella temblaba en la calle. La voz del hombre
era amable y patéticamente segura de sí misma. Edna sintió que lo sabía todo
sobre él: el tipo de hombre que había sido antes de sufrir sus heridas, y el
tipo de hombre que era ahora. Estaba avergonzada de su comportamiento. Deseó
consolar al australiano, hacer que apoyara la cabeza en su regazo y acariciarle
el pelo, demostrarle que era una chica demasiado elegante para rechazar a
alguien de aquella forma.
Despacio, caminó de vuelta al
puente, pero se perdió. Antes de sucumbir al pánico, un policía la vio y le
preguntó si podía ayudarla.
—¿Dónde está el puente de St.
Mary? —preguntó ella.
Cuando se lo hubo dicho, Edna se
apresuró en aquella dirección, casi corriendo. Rezó para que el hombre
estuviera esperándola donde lo había dejado. Cuando por fin llegó le faltaba el
aliento. Recorrió el puente de un extremo al otro, achicando la mirada, pero
allí no había nadie.
—¿Dónde estás? —preguntó.
Por espacio de una hora, Edna
deambuló por la ciudad escrutando la cara de cada sombría figura con que se
cruzaba, caminando en círculos, pero el soldado había desaparecido. Finalmente,
demasiado cansada, volvió a casa de su madre y agradeció el tazón de cacao que
la esperaba en la cocina.
Francis Wyndham
A petición de Javier.