EL VASO DE
LECHE
Afirmado en
la barandilla de estribor, el marinero parecía esperar a alguien. Tenía en la
mano izquierda un envoltorio de papel blanco, manchado de grasa en varias
partes. Con la otra mano atendía la pipa.
Entre unos
vagones apareció un joven delgado; se detuvo un instante, miró hacia el mar y
avanzó después caminando por la orilla del muelle con las manos en los
bolsillos, distraído o pensando.
Cuando pasó frente al barco, el marinero le gritó en inglés:
-I say;
look here! (Oiga, mire).
El joven, levantó la cabeza y, sin detenerse, contestó en el mismo
idioma:
-Hallow! What? (¡Hola! ¿Qué?)
-Are you hungry? (¿Tienes hambre?)
Hubo un breve
silencio. Durante el cual el joven pareció reflexionar y hasta dio un paso más
corto que los demás, como para detenerse; pero al fin dijo, mientras dirigía
al marinero una sonrisa triste:
-No, I am not hungry. Thank you, sailor (No, no tengo hambre. Muchas gracias,
marinero).
-Very well (Muy bien).
Sacóse la pipa de la boca el
marinero, escupió y colocándola, de nuevo entre los labios, miró hacia otro
lado. El joven, avergonzado de que su aspecto despertara sentimientos de
caridad, pareció apresurar el paso, como temiendo arrepentirse de su negativa.
Un instante
después un magnífico vagabundo, vestido inverosímilmente de harapos, grandes
zapatos rotos, larga barba rubia y ojos azules, pasó ante el marinero, y este, sin llamarlo
previamente, le gritó:
-Are you hungry?
No había terminado aún su pregunta cuando el atorrante, mirando con
ojos brillantes el paquete que el marinero tenía en las manos, contestó
apresuradamente:
-Yes, sir, I am very
much hungry! (Sí, señor, tengo harta hambre).
Sonrió el
marinero. El paquete voló en el aire y fue a caer entre las manos ávidas del
hambriento. Ni siquiera dio las gracias y abriendo el envoltorio calentito aún,
sentóse en el suelo, restregándose las manos alegremente al contemplar su
contenido. Un atorrante de puerto puede no saber inglés, pero nunca se perdonaría
no saber el suficiente como para pedir de comer a uno que hable este idioma.
El joven que
pasara momentos antes, parado a corta distancia de allí, presenció la escena.
Él también
tenía hambre. Hacía tres días justos que no comía, tres largos días. Y más por
timidez y vergüenza que por orgullo, se resistía a pararse delante de las
escalas de los vapores, a las horas de comida, esperando de la generosidad de
los marineros algún paquete que contuviera restos de guisos y trozos de carne. No podía hacerlo, no podría hacerlo
nunca. Y cuando, como en el caso reciente, alguno le
ofrecía sus sobras, las rechazaba heroicamente,
sintiendo que la negativa aumentaba su hambre.
Seis días
hacía que vagaba por las callejuelas y muelles de aquel puerto. Lo había dejado allí un vapor inglés procedente
de Punta Arenas, puerto en donde había desertado de un vapor en que servía como
muchacho de capitán. Estuvo un mes allí, ayudando en sus ocupaciones a un
austriaco pescador de centollos,
y en el primer barco que pasó hacia el norte embarcóse ocultamente.
Lo
descubrieron al día siguiente de zarpar y enviáronlo a trabajar en las
calderas. En el primer puerto grande que tocó el vapor lo desembarcaron, y allí
quedó, como un fardo sin dirección ni destinatario, sin conocer a nadie, sin
un centavo en los bolsillos y sin saber trabajar en oficio alguno.
Mientras
estuvo allí el vapor, pudo comer, pero después... La ciudad
enorme, que se alzaba más allá las callejuelas llenas de tabernas y posadas
pobres, no le atraía; parecíale un lugar de esclavitud, sin aire, oscuro sin
esa grandeza amplia del mar y entre cuyas altas paredes y calles rectas la
gente vive y muere aturdida por un trafago angustioso.
Estaba
poseído por la obsesión del mar, que tuerce las vidas más lisas y definidas
como un brazo poderoso una delgada varilla. Aunque era muy joven, había hecho
viajes por las costas de América del Sur, en diversos vapores, desempeñando
distintos trabajos y faenas; faenas y trabajos que en tierra casi no tenían
aplicación.
Después que
se fue el vapor anduvo y anduvo, esperando del azar algo que le permitiera
vivir de algún modo mientras volvía a sus canchas familiares; pero no encontró
nada. El puerto tenía poco movimiento y en los contados vapores en que se
trabajaba no lo aceptaron.
Ambulaban por
allí infinidad de vagabundos de profesión; marineros sin contrata, como él,
desertados de un vapor o prófugos de algún delito; atorrantes abandonados al
ocio, que se mantienen de no se sabe qué, mendingando o robando, pasando los
días como las cuentas de un rosario mugriento, esperando quién sabe qué
extraños acontecimientos, o no esperando nada, individuos de las razas y
pueblos más exóticos y extraños, aún de aquellos en cuya existencia no se cree
hasta haber visto un ejemplar vivo.
Al día siguiente,
convencido de que no podría resistir
mucho más, decidió recurrir a cualquier medio para procurarse alimentos.
Caminando, fue a dar delante de un vapor que había llegado la noche
anterior y que cargaba trigo. Una hilera de hombres marchaba, dando la vuelta,
al hombro los pesados sacos, desde los vagones, atravesando una planchada hasta
la escotilla de la bodega, donde los estibadores recibían la carga.
Estuvo un
rato mirando hasta que atrevióse a hablar con el capataz, ofreciéndose. Fue aceptado y animosamente formó
parte de la larga fila de cargadores.
Durante el
primer tiempo de la jornada trabajó bien; pero después empezó a sentirse fatigado y le vinieron vahídos, vacilando en la planchada
cuando marchaba con la carga al hombro, viendo a sus pies la abertura formada por el costado del vapor
y el murallón del muelle, en el fondo del cual, el mar, manchado de aceite y cubierto
de desperdicios, glogloteaba sordamente.
A la hora de
almorzar hubo un breve descanso y en tanto que algunos fueron a comer en los figones cercanos y otros comían lo que habían
llevado, él se tendió en el suelo a descansar, disimulando su hambre.
Terminó la
jornada completamente agotado, cubierto de sudor, reducido ya a lo último.
Mientras los trabajadores se retiraban, se sentó en unas bolsas acechando al
capataz, y cuando se hubo marchado el último, acercóse a él y confuso y
titubeante, aunque sin contarle lo que le sucedía, le preguntó si podían
pagarle inmediatamente o si era posible conseguir un adelanto a cuenta de lo
ganado.
Contestóle el
capataz que la costumbre era pagar al final del trabajo y que todavía sería
necesario trabajar el día siguiente para concluir de cargar el vapor. ¡Un día
más! Por otro lado, no adelantaban un centavo.
-Pero -le
dijo- si usted necesita, yo podría prestarle unos cuarenta centavos... No tengo
más.
Le agradeció
el ofrecimiento con una sonrisa angustiosa y se fue.
Le acometió
entonces una desesperación aguda. ¡Tenía hambre, hambre, hambre! Un hambre que
lo doblegaba como un latigazo; veía todo a través de una niebla azul y al
andar vacilaba como un borracho. Sin embargo, no habría podido quejarse ni
gritar, pues su sufrimiento era oscuro y fatigante; no era dolor, sino angustia
sorda, acabamiento; le parecía que estaba aplastado por un gran peso.
Sintió de
pronto como una quemadura en las entrañas, y se detuvo. Se fue inclinando,
inclinando, doblándose forzadamente y creyó que iba a caer. En ese instante,
como si una ventana se hubiera abierto ante él, vio su casa, el paisaje que se veía desde ella, el rostro de su madre y el de sus hermanos, todo
lo que él quería y amaba apareció y desapareció ante sus ojos cerrados por la
fatiga... Después, poco a poco, cesó el desvanecimiento y se fue enderezando,
mientras la quemadura se enfriaba despacio. Por fin se
irguió, respirando profundamente. Una hora más y caería al suelo.
Apuró el
paso, como huyendo de un nuevo mareo, y mientras marchaba resolvió ir a comer a
cualquier parte sin pagar, dispuesto a que lo avergonzaran, que le pegaran, a
que lo mandaran preso, a todo; lo importante era comer, comer, comer. Cien
veces repitió mentalmente esta palabra: comer, comer, comer, hasta que el
vocablo perdió su sentido, dejándole una impresión de vacío caliente en la
cabeza.
No pensaba
huir; le diría al dueño: «Señor, tenía hambre, hambre, hambre, y no tengo con
qué pagar... Haga lo que quiera.»
Llegó hasta
las primeras calles de la ciudad y en una de ellas encontró una lechería.
Era un
negociocito muy claro y limpio, lleno de mesitas con cubiertas de mármol. Detrás
del mostrador estaba de pie una señora rubia con un delantal blanquísimo.
Eligió ese
negocio. La calle era poco transitada.
Habría podido
comer en uno de los figones que estaban junto al muelle, pero se encontraban
llenos de gente que jugaba y bebía.
En la
lechería no había sino un cliente. Era un vejete de anteojos, que con la nariz
metida entre las hojas de un periódico, leyendo, permanecía inmóvil, como
pegado a la silla. Sobre la mesita había un vaso de leche a medio consumir.
Esperó que se
retirara, paseando por la acera, sintiendo que poco a poco se le encendía en
el estómago la quemadura de antes, y esperó cinco, diez, hasta quince minutos.
Se cansó y paróse a un lado de la puerta, desde donde lanzaba al viejo unas
miradas que parecían pedradas.
¡Qué diablos
leería con tanta atención! Llegó a imaginar que era un enemigo suyo, quien,
sabiendo sus intenciones, se hubiera propuesto entorpecerlas. Le daban ganas de
entrar y decirle algo fuerte que le obligara a marcharse, una grosería o una
frase que le indicara que no tenía derecho a permanecer una hora sentado, y
leyendo, por un gasto tan reducido.
Por fin
el cliente terminó su lectura, o por lo menos, la interrumpió. Se bebió de un
sorbo el resto de leche que contenía el vaso, se levantó pausadamente, pagó y
dirigiéndose a la puerta, salió; era un vejete con trazas de carpintero y
barnizador.
Apenas estuvo
en la calle, afirmóse los anteojos, metió de nuevo la nariz en las hojas del
periódico y se fue, caminando despacito y deteniéndose cada diez pasos para
leer con más detenimiento.
Esperó
que se alejara y entró. Un momento estuvo parado a la entrada, indeciso, no
sabiendo dónde sentarse; por fin eligió una mesa y dirigióse hacia ella; pero a
mitad de camino se arrepintió, retrocedió y tropezó en una silla, instalándose
después en un rincón.
Acudió la señora, pasó un trapo por la cubierta de la mesa y con voz
suave, en la que se notaba un dejo de acento español, le preguntó:
-¿Qué se va
usted a servir?
Sin mirarla,
le contestó:
-Un vaso de leche.
-¿Grande?
-Sí, grande.
-¿Sólo?
-¿Hay
bizcochos?
-No; vainillas.
-Bueno, vainillas.
Cuando la señora se dio la vuelta él se
restregó las manos sobre las rodillas, regocijado, como quien tiene frío y va a beber algo caliente.
Volvió la señora y colocó ante él un gran vaso de leche y un platillo
lleno de vainillas, dirigiéndose a su puesto detrás del mostrador.
Su primer
impulso fue el de beberse la leche de un trago y comerse después las vainillas
pero enseguida se arrepintió; sentía que los ojos de la
mujer lo miraban con curiosidad.
No se atrevía a mirarla; le parecía que, al hacerlo, conocería su estado de
ánimo y sus propósitos vergonzosos y él tendría que levantarse e irse, sin
probar lo que había pedido.
Pausadamente
tomó una vainilla, humedecióla en la leche y le dio un bocado; bebió un sorbo
de leche y sintió que la quemadura, ya encendida en su estómago, se apagaba y
deshacía. Pero, en seguida, la realidad de su situación desesperada surgió
ante él y algo apretado y caliente subió desde su corazón hasta la garganta; se
dio cuenta de que iba a sollozar, a sollozar a gritos, y aunque sabía que la
señora lo estaba mirando no pudo rechazar ni deshacer aquel nudo ardiente que
se estrechaba más y más. Resistió, y mientras resistía comió apresuradamente,
como asustado, temiendo que el llanto le impidiera comer. Cuando terminó con la
leche y las vainillas se le nublaron los ojos y algo tibio rodó por su nariz,
cayendo dentro del vaso. Un terrible sollozo lo sacudió hasta los zapatos.
Afirmó la cabeza
en las manos y durante mucho rato
lloró, lloró con pena, con rabia; con ganas de llorar, como si nunca hubiese
llorado.
Inclinado
estaba y llorando, cuando sintió que una mano le acariciaba la cansada cabeza y
que una voz de mujer, con un dulce acento español, le decía:
-Llore, hijo,
llore...
Una nueva ola
de llanto le arrasó los ojos y lloró con tanta fuerza como la primera vez, pero
ahora no angustiosamente, sino con alegría, sintiendo que una gran frescura lo
penetraba, apagando eso caliente que le había estrangulado la garganta.
Mientras lloraba parecióle que su vida y sus sentimientos se limpiaban como un
vaso bajo un chorro de agua, recobrando la claridad y firmeza de otros días.
Cuando pasó
el acceso de llanto, se limpió con su pañuelo los ojos y la cara, ya tranquilo.
Levantó la cabeza y miró a la señora, pero ésta no le miraba ya, miraba hacia la
calle, a un punto lejano, y su rostro estaba triste.
En la mesita,
ante él, había un nuevo vaso lleno de leche y otro platillo colmado de
vainillas; comió lentamente, sin pensar en nada, como si nada le hubiera
pasado, como si estuviera en su casa y su madre fuera esa mujer que estaba
detrás del mostrador.
Cuando
terminó ya había oscurecido y el negocio se iluminaba con una bombilla
eléctrica. Estuvo un rato sentado, pensando en lo que le diría a la señora al
despedirse, sin ocurrírsele nada oportuno.
Al fin se
levantó y dijo simplemente:
-Muchas
gracias, señora; adiós...
-Adiós,
hijo... -le contestó ella.
Salió. El
viento que venía del mar refrescó su cara, caliente aún por el llanto. Caminó
un rato sin dirección, tomando después por una calle que bajaba hacia los
muelles. La noche era hermosísima y grandes estrellas aparecían en el cielo de verano.
Pensó en la
señora rubia que tan generosamente se había conducido e hizo propósitos de
pagarle y recompensarla de una manera digna cuando tuviera dinero; pero estos
pensamientos de gratitud se desvanecían junto con el ardor de su rostro, hasta
que no quedó ninguno, y el hecho reciente retrocedió y se perdió en los recodos
de su vida pasada.
De pronto se
sorprendió cantando algo en voz baja. Se irguió alegremente, pisando con
firmeza y decisión.
Llegó a la
orilla del mar y anduvo de un lado para otro elásticamente, sintiéndose
rehacer, como si sus fuerzas interiores,
antes dispersas, se reunieran y
amalgamaran sólidamente.
Después la
fatiga del trabajo empezó a subirle por las piernas en un lento hormiguero y se sentó sobre un montón de bolsas.
Miró el mar.
Las luces del muelle y las de los barcos se extendían por el agua en un reguero rojizo y dorado, temblando
suavemente. Se tendió de espaldas, mirando al cielo largo rato. No tenía ganas
de pensar, ni de cantar, ni de
hablar. Se sentía vivir, nada más.
Hasta
que se quedó dormido con el rostro vuelto hacia el mar.
Manuel Rojas