Lazarillo de Hermosilla
En mi ruta de rutina, de la oficina a mi habitación, de mi
habitación a la oficina, paso y repaso el subterráneo peatonal que abre la
boca en Goya, se cuela por debajo de la calle Doctor Esquerdo y emerge frente a
la tienda de miel de abejas. Por ahí a la vuelta, en esa calle de farolas que
antes alumbraban con gas, vivo yo.
Donde el
túnel se achata por debajo de la calzada y de los autobuses, ahí donde se
apagan los ruidos, estaba el perro. En invierno lo veía arropado con una manta.
Adormilado y tendido en el piso
de baldosas lo más del tiempo, permanecía su amo. Él no ostentaba al perro, ni
tenía el don de la música que explotara haciendo sonar un violín o un acordeón,
como tantos lo hacen; ni para solicitar la caridad pública desplegaba un cartón
escrito: "Estoy sin trabajo, murió mi mujer, tengo seis hijos y se
incendió mi chabola". Su sombrero, boca arriba en el suelo, hacía todo el
menester.
Me interesó su estilo, tan
sobrio, y admiré la paciencia del perro, que seguramente a ciertas horas
recibía del amo su alimento, comprado con lo que diera la cosecha diaria de
pesetas.
Pero ellos no me importaban
tanto como para que yo soltase prenda.
Un día que me fue bien -no iban a
cesarme del empleo, todavía- quise expresar que estaba agradecido, pero no
sabía cómo hacerla ni a quién. Dejé caer una moneda en el sombrero vuelta
arriba.
Después me molestaba haberlo
hecho, porque el hombre, al verme avanzar por el túnel, con mi barba
respetable, me miraba fijamente, aunque con prudencia. Sin embargo de ese reto
a mi compasión, mi acción no se iba a repetir.
Todavía más me llevaba a
resistir lo que me dijo el hombre cuando caí en la debilidad de interesarme
por él.
Quise saber:
-¿Qué hacía usted antes, qué era?
Me replicó:
-No era. Soy.
-¿Qué es, de qué se ocupa?
-Soy inventor.
-¿De qué?
-¿De qué se puede ser inventor?
-No lo imagino.
-Soy inventor de lo que no existe.
-Ah... ¿y cuál es su último invento?
-El perro.
Desistí. Tanta arrogancia y la sospecha de que acaso había
querido burlarse de mí, me apartaron de la inclinación que tuve por ayudarlo.
Desaparecieron, perro y hombre. Habrán cambiado de
puesto, supuse con alivio, y les deseé un emplazamiento más próspero.
Después el perro volvió y estaba solo. Ni hombre ni
manta. No podía preguntarle por el amo.
En adelante lo mismo: perro solitario, aunque no
echado, como le era habitual, sino sentado sobre sus cuartos traseros, en una
actitud ansiosa, al filo de una expectativa. Pensé: el hombre está enfermo o
anda en algo y ha dejado al perro para que le cuide el puesto, no sea que lo
ocupe otro pordiosero.
Con la impresión de que el dueño volvería en
cualquier momento y considerando que el perro tenía que comer, puse a sus pies
(sus patas) unas pesetas.
Una señora que me observaba imitó mi actitud, acaso
sin demasiada convicción, ya que a primera vista resultaba un tanto estúpido
proporcionar dinero a un animal.
El miércoles, igual. Sólo que las monedas anteriores
habían desaparecido. Imaginé algo mágico, que pudo haber ocurrido con la calderilla
o con el can. Me apresuré a renegar de tal conjetura. Lo maravilloso no cabe en
mi vida: nunca la ha embellecido la menor fantasía. Jamás me ocurrirá nada
prodigioso, ni siquiera llegará a rozarme algo que se pueda considerar extraño.
El jueves: perro y monedas intactas, incluso un par
de duros. Deduje que había pasado la noche en su sitio, que el dueño no había
regresado y, si alguien le dejó una limosna, bien, estaba acostumbrado, pero si otro intentó cargar con ella bastaron a disuadirlo unos gruñidos con
exhibición de colmillos.
Me convencí de que el hombre había muerto y acudí a la casquería,
de donde traje al pobre bicho unos callos y unos rabos de toro, en fin algo más
consistente para que sostuviera la espera quizás ya inútil, pero de la que no
podía desengañado. Agradeció, supongo, lo que le pasé. De todos modos, le hincó
el diente. No con excesiva voracidad: conservaba las buenas maneras.
Los domingos no trabajo y este domingo me quedé en mi habitación.
En cierto momento por los fondos, los que dan a la plaza de juegos de los
niños, subió una voz... de perro. Ladraba con energía, imperativamente.
Me asomé al balcón y allá abajo estaba él. Creo que me vio
o me olió y, como me encerré con rapidez y cobardía, al perderme se puso a
gemir, con tonos lastimeros.
Uno de los pensionistas se impacientó y lo chistaba,
alguna vecina se condolió, algunos perros se solidarizaron y proferían aullidos
sordos y agoreros.
Los falderos al parecer sollozaban. Cuando se hizo de
noche se alzó un ulular solitario y yo entre mis paredes adivinaba el ronco
murmullo acusador de las familias.
El lunes con la primera luz me apliqué a atender por si
seguían los sanes plañideros. Ni una nota en el aire. Con mayor seguridad pude
acercarme a mirar; lo hice desde el borde de los tiestos con geranios, y nada.
Se me ocurrió que tal vez andaba de recorrida por las
aceras en procura de alguna sobra o desperdicio de comida en los portales, y
que muy pronto retornaría su posición en el subterráneo. De manera que acudí
al metro saliendo a la superficie, ya que a esa hora la calle Gaya tiene aún
poco desenfreno de coches.
La fuerza de las tinieblas agazapadas en la oficina me
dieron el zarpazo y las uñas quedaron con pedazos de mi piel. Digo que me
habían cesado en el empleo.
He pasado unas semanas sin trabajo, ya más de un mes, y
manteniendo al perro, con el que solemos encontrarnos en la plaza -que le
llaman parque- ante la iglesia de la Sagrada Familia.
Parque, propiamente, es el de la
Fuente del Berro, donde el perro Se anima y está mejor. Es
joven y muestra que querría retozar, pero yo no puedo seguido en sus
distracciones. .
Como nos llevamos muy bien, sigo sin ocupación y su
amo no ha regresado, he tomado el puesto de éste, en el túnel para peatones que
corre por debajo de la calle Doctor Esquerdo.
Con el perro a mi lado, sin implorar, sin cartón
escrito -guardamos las apariencias- permanezco de pie en actitud de espera.
Mis facciones, supongo, piden por mí: están pálidas, dolientes y enflaquecidas.
Por si no fuera suficiente argumento de persuasión,
alargo el brazo a las
buenas gentes que pasan; consciente yo de mi hipocresía, para engañarme con que
no estoy tendiendo la mano para recoger limosnas, en la mano llevo una
escudilla de plástico.
Envidio las habilidades de un competidor que viene
cada dos o tres días, seguramente cuando se le agotan los recursos, provisto de
una guitarra, que sostiene con un brazo, mientras la otra mano le sirve para
pulsar las cuerdas y sopla una armónica sostenida por un barbijo con la que se
acompaña en su música, y por cierto llama la atención más que yo.
Envidio a la pareja joven del metro de Goya, él con
su flauta de sones como de Manuel de Falla y ella con sus faldas largas, de
gasa, y las trenzas negras que parece propiamente una gitana.
Cuando la competencia me arruina, envidio a todo el
mundo, hasta al hombre de la acera del Corte Inglés, que ostenta sus muñones,
de una pierna y un brazo, sin necesidad siquiera de explicar si ebrio lo
arrolló un tren o si es un mutilado de guerra sin pensión de ex combatiente.
Yo tengo nada más que mi hambre, mi escudilla y mi
cara. Una señora que se ha detenido en actitud vacilante -duda que sea un
mendigo auténtico- cuando abre la boca para decirme algo, sin cesar de
observarme y ya con aire retador, me plantea: ¿No le da vergüenza servirse de
un pobre perro para inspirar compasión?
La dureza de la amonestación, pronunciada de frente y
coléricamente, no consigue exasperarme; sin embargo, me limito a no responder
lo que tendría que replicarle.
-Es mi lazarillo, señora, ¿no lo comprende? ¿Qué desea que
yo haga para llegarle al sentimiento, que perfeccione la imagen del lazarillo
de ciegos caminantes vaciándome los ojos? ¿Tanto valen, señora, sus reales?
Doy la vuelta, para alejarme. El perro demora en
reaccionar, pero en fin puede creerse que se da cuenta de este colmo de mi
humillación que la mujer me ha hecho pasar, pues me sigue con la cabeza gacha y
con piernas que le flaquean.
A medio andar hacia no sé dónde -la ofuscación me ha
cegado realmente- se me aclaran los pensamientos y me echo a pensar en algo que
me incita a silbar. Observo a ver si el perro atiende y sí, le he comunicado mi
ánimo en alza.
Me detengo, en forma repentina, atravesado por una
idea. Ya sé lo que tengo que hacer.
Vuelvo sobre mis pasos, al subterráneo. La harpía ya
no está. No importa, la demostración la montaré para mí mismo.
En cuanto llega a su lugar habitual, el perro, luego
de consultarme con la mirada, y ante mi falta de respuesta, se echa como de
costumbre, pero yo, con voz imperativa, le mando que se alce. Así lo hace. Entonces,
ocupo su lugar. Me vuelco en tierra y me echo a ladrar.
Calle Hermosilla, Madrid
Antonio di Benedetto