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martes, 12 de mayo de 2015

Museo de la Semana Santa de Cuenca


Lazarillo de Hermosilla

En mi ruta de rutina, de la oficina a mi habitación, de mi habi­tación a la oficina, paso y repaso el subterráneo peatonal que abre la boca en Goya, se cuela por debajo de la calle Doctor Esquerdo y emerge frente a la tienda de miel de abejas. Por ahí a la vuelta, en esa calle de farolas que antes alumbraban con gas, vivo yo.
Donde el túnel se achata por debajo de la calzada y de los autobuses, ahí donde se apagan los ruidos, estaba el perro. En invierno lo veía arropado con una manta.
Adormilado y tendido en el piso de baldosas lo más del tiem­po, permanecía su amo. Él no ostentaba al perro, ni tenía el don de la música que explotara haciendo sonar un violín o un acor­deón, como tantos lo hacen; ni para solicitar la caridad pública desplegaba un cartón escrito: "Estoy sin trabajo, murió mi mu­jer, tengo seis hijos y se incendió mi chabola". Su sombrero, boca arriba en el suelo, hacía todo el menester.
Me interesó su estilo, tan sobrio, y admiré la paciencia del pe­rro, que seguramente a ciertas horas recibía del amo su alimento, comprado con lo que diera la cosecha diaria de pesetas.
Pero ellos no me importaban tanto como para que yo soltase prenda. 
Un día que me fue bien -no iban a cesarme del empleo, todavía- ­quise expresar que estaba agradecido, pero no sabía cómo hacerla ni a quién. Dejé caer una moneda en el sombrero vuelta arriba.
Después me molestaba haberlo hecho, porque el hombre, al ver­me avanzar por el túnel, con mi barba respetable, me miraba fija­mente, aunque con prudencia. Sin embargo de ese reto a mi compa­sión, mi acción no se iba a repetir.
Todavía más me llevaba a resistir lo que me dijo el hombre cuan­do caí en la debilidad de interesarme por él.
Quise saber:
-¿Qué hacía usted antes, qué era?
Me replicó:
-No era. Soy.
-¿Qué es, de qué se ocupa?
-Soy inventor.
-¿De qué?
-¿De qué se puede ser inventor?
-No lo imagino.
-Soy inventor de lo que no existe.
-Ah... ¿y cuál es su último invento?
-El perro.
Desistí. Tanta arrogancia y la sospecha de que acaso había que­rido burlarse de mí, me apartaron de la inclinación que tuve por ayudarlo.
Desaparecieron, perro y hombre. Habrán cambiado de puesto, supuse con alivio, y les deseé un emplazamiento más próspero.
Después el perro volvió y estaba solo. Ni hombre ni manta. No podía preguntarle por el amo.
En adelante lo mismo: perro solitario, aunque no echado, como le era habitual, sino sentado sobre sus cuartos traseros, en una actitud ansiosa, al filo de una expectativa. Pensé: el hombre está enfermo o anda en algo y ha dejado al perro para que le cuide el puesto, no sea que lo ocupe otro pordiosero.
Con la impresión de que el dueño volvería en cualquier momento y considerando que el perro tenía que comer, puse a sus pies (sus patas) unas pesetas.
Una señora que me observaba imitó mi actitud, acaso sin demasiada convicción, ya que a primera vista resultaba un tanto estúpido proporcionar dinero a un animal.
El miércoles, igual. Sólo que las monedas anteriores habían desaparecido. Imaginé algo mágico, que pudo haber ocurrido con la calderilla o con el can. Me apresuré a renegar de tal conjetura. Lo maravilloso no cabe en mi vida: nunca la ha embellecido la menor fantasía. Jamás me ocurrirá nada prodigioso, ni siquiera llegará a rozarme algo que se pueda considerar extraño.
El jueves: perro y monedas intactas, incluso un par de duros. Deduje que había pasado la noche en su sitio, que el dueño no había regresado y, si alguien le dejó una limosna, bien, estaba acos­tumbrado, pero si otro intentó cargar con ella bastaron a disuadir­lo unos gruñidos con exhibición de colmillos.
Me convencí de que el hombre había muerto y acudí a la cas­quería, de donde traje al pobre bicho unos callos y unos rabos de toro, en fin algo más consistente para que sostuviera la espera quizás ya inútil, pero de la que no podía desengañado. Agradeció, supongo, lo que le pasé. De todos modos, le hincó el diente. No con excesiva voracidad: conservaba las buenas maneras.
Los domingos no trabajo y este domingo me quedé en mi ha­bitación. En cierto momento por los fondos, los que dan a la plaza de juegos de los niños, subió una voz... de perro. Ladraba con energía, imperativamente.
Me asomé al balcón y allá abajo estaba él. Creo que me vio o me olió y, como me encerré con rapidez y cobardía, al perderme se puso a gemir, con tonos lastimeros.
Uno de los pensionistas se impacientó y lo chistaba, alguna ve­cina se condolió, algunos perros se solidarizaron y proferían aulli­dos sordos y agoreros.
Los falderos al parecer sollozaban. Cuando se hizo de noche se alzó un ulular solitario y yo entre mis paredes adivinaba el ronco murmullo acusador de las familias.
El lunes con la primera luz me apliqué a atender por si seguían los sanes plañideros. Ni una nota en el aire. Con mayor seguridad pude acercarme a mirar; lo hice desde el borde de los tiestos con geranios, y nada.
Se me ocurrió que tal vez andaba de recorrida por las aceras en procura de alguna sobra o desperdicio de comida en los portales, y que muy pronto retornaría su posición en el subterráneo. De ma­nera que acudí al metro saliendo a la superficie, ya que a esa hora la calle Gaya tiene aún poco desenfreno de coches.
La fuerza de las tinieblas agazapadas en la oficina me dieron el zarpazo y las uñas quedaron con pedazos de mi piel. Digo que me habían cesado en el empleo.
He pasado unas semanas sin trabajo, ya más de un mes, y man­teniendo al perro, con el que solemos encontrarnos en la plaza -que le llaman parque- ante la iglesia de la Sagrada Familia. Par­que, propiamente, es el de la Fuente del Berro, donde el perro Se anima y está mejor. Es joven y muestra que querría retozar, pero yo no puedo seguido en sus distracciones. .
Como nos llevamos muy bien, sigo sin ocupación y su amo no ha regresado, he tomado el puesto de éste, en el túnel para peatones que corre por debajo de la calle Doctor Esquerdo.
Con el perro a mi lado, sin implorar, sin cartón escrito -guar­damos las apariencias- permanezco de pie en actitud de espera. Mis facciones, supongo, piden por mí: están pálidas, dolientes y enflaquecidas.
Por si no fuera suficiente argumento de persuasión, alargo el bra­zo a las buenas gentes que pasan; consciente yo de mi hipocresía, para engañarme con que no estoy tendiendo la mano para recoger limosnas, en la mano llevo una escudilla de plástico.
Envidio las habilidades de un competidor que viene cada dos o tres días, seguramente cuando se le agotan los recursos, provisto de una guitarra, que sostiene con un brazo, mientras la otra mano le sirve para pulsar las cuerdas y sopla una armónica sostenida por un barbijo con la que se acompaña en su música, y por cierto llama la atención más que yo.
Envidio a la pareja joven del metro de Goya, él con su flauta de sones como de Manuel de Falla y ella con sus faldas largas, de gasa, y las trenzas negras que parece propiamente una gitana.
Cuando la competencia me arruina, envidio a todo el mundo, hasta al hombre de la acera del Corte Inglés, que ostenta sus muño­nes, de una pierna y un brazo, sin necesidad siquiera de explicar si ebrio lo arrolló un tren o si es un mutilado de guerra sin pensión de ex combatiente.
Yo tengo nada más que mi hambre, mi escudilla y mi cara. Una señora que se ha detenido en actitud vacilante -duda que sea un mendigo auténtico- cuando abre la boca para decirme algo, sin cesar de observarme y ya con aire retador, me plantea: ¿No le da vergüenza servirse de un pobre perro para inspirar compasión?
La dureza de la amonestación, pronunciada de frente y coléricamente, no consigue exasperarme; sin embargo, me limito a no responder lo que tendría que replicarle.
-Es mi lazarillo, señora, ¿no lo comprende? ¿Qué desea que yo haga para llegarle al sentimiento, que perfeccione la imagen del lazarillo de ciegos caminantes vaciándome los ojos? ¿Tanto valen, señora, sus reales?
Doy la vuelta, para alejarme. El perro demora en reaccionar, pero en fin puede creerse que se da cuenta de este colmo de mi humillación que la mujer me ha hecho pasar, pues me sigue con la cabeza gacha y con piernas que le flaquean.
A medio andar hacia no sé dónde -la ofuscación me ha cegado realmente- se me aclaran los pensamientos y me echo a pensar en algo que me incita a silbar. Observo a ver si el perro atiende y sí, le he comunicado mi ánimo en alza.
Me detengo, en forma repentina, atravesado por una idea. Ya sé lo que tengo que hacer.
Vuelvo sobre mis pasos, al subterráneo. La harpía ya no está. No importa, la demostración la montaré para mí mismo.
En cuanto llega a su lugar habitual, el perro, luego de consultarme con la mirada, y ante mi falta de respuesta, se echa como de costumbre, pero yo, con voz imperativa, le mando que se alce. Así lo hace. Entonces, ocupo su lugar. Me vuelco en tierra y me echo a ladrar.
Calle Hermosilla, Madrid

Antonio di Benedetto