El almirante al timón
Cuando la criada de color me pisó las gafas la otra
mañana, era la primera vez que se me rompían desde que el difunto Thomas A.
Edison cumplió setenta y nueve años. Recuerdo muy bien ese día, porque
entonces trabajaba para un periódico y esa mañana me habían encargado que fuese
a West Orange a entrevistar al señor Edison. Me levanté temprano y al ir a
buscar las gafas debajo de la cama, donde siempre las dejaba, descubrí que la
más formal y reflexiva de mis terriers escoceses las estaba mascando con calma.
Las dos patillas (las piezas que se apoyan en las orejas) de carey habían sido
devoradas, y Jeannie jugueteaba con los cristales sin demasiado entusiasmo. Ese
día, cuando iba hacia Jersey sin las gafas, me di cuenta de que las desventajas
de la miopía (ser corto de vista) quedan compensadas, al menos de manera
parcial, por sus peculiares ventajas. Hasta ese momento, cuando se me rompían
las gafas, tenía la costumbre de meterme en cama y no levantarme hasta que me
las hubiesen arreglado. Creía que sin ellas no llegaría muy lejos; como mucho
recorrería una manzana, por el peligro de chocar con las cosas, de que me diera
dolor de cabeza, de perderme. No me ocurrió ninguna de estas cosas, pero sí
muchas otras. Vi la bandera de Cuba ondeando en lo alto del banco nacional, vi
a una alegre anciana con una sombrilla gris atravesar el costado de un camión,
vi un gato cruzar la calle rodando en el interior de un barrilito rayado, vi
puentes elevarse perezosos en el aire, como globos.
Imagino que para encontrarse con semejantes fenómenos hay
que tener la proporción de vista justa: creo recordar que los oculistas me han
dicho que, sin lo que uno de ellos denominó «compensación artificial» (gafas),
sólo conservo dos quintos de visión. Con tres quintos o más, imagino que la
bandera de Cuba habría sido la de Estados Unidos; la alegre anciana, un
basurero con un cubo de basura echado a la espalda; el gato, un trozo de papel
de cera llevado por el viento; los puentes flotantes, el humo de los
remolcadores suspendido en el aire. Con vista perfecta, estás irremediablemente
atrapado en la vida diaria, eres prisionero de la realidad, tan perdido en la
banalidad de los Estados Unidos de 1937 como Alexander Selkirk en su isla
solitaria. Para la persona con ojos de lince, la vida carece de todas esas
aristas suaves que para mí se funden con la fantasía; para la gente así, un
soldador eléctrico es un soldador eléctrico y nada más, no un cohete lanzado en
pleno día por un loco de remate. El reino de los medio cegatos es un poco como
el país de Oz, un poco como el País de las Maravillas, un poco como Poictesme.
Lugares donde puede suceder todo lo que se te ocurra, y gran parte de lo que
nunca se te ha ocurrido.
Cuando la criada, al limpiar el apartamento, me pisó las
gafas (se ve que no las había metido bien debajo de la cama), me pasé tres días
trabajando en casa y no fui al centro a que me las arreglaran. Fue por entonces
cuando conocí a un notable cocker spaniel de Chesapeake. Estaba asomado a mi
ventana y al cabo de un instante lo vi -un perro noble y silencioso tendido en
un antepecho- en lo alto de la entrada de una casa de piedra rojiza de la parte
baja de la Quinta
avenida. Estuvo allí tendido, orgulloso y austero, durante tres días y tres
noches, insomne, sin probar bocado, el perro guardián perfecto. Para empezar,
un perro corriente habría sido incapaz de subirse al elevado antepecho, en lo
alto de la entrada; y un animal así no podía pertenecer a una persona
corriente. La gente corriente era la que pasaba delante de la casa sin ver al
perro. Ah, finalmente me arreglaron las gafas y ahora sé que el perro ya no
está, pero no he mirado para comprobar qué objeto prosaico ocupa el lugar donde
él vigilaba con tanta devoción una de las últimas casas antiguas que quedan en la Quinta avenida de Nueva
York; tal vez una maceta sin pintar o una bayeta que se le cayó a algún
sirviente descuidado desde una ventana superior. El momento del desencanto
sería demasiado duro; ya nunca miro por esa ventana en concreto.
A veces, por las noches, incluso con las gafas puestas, tengo
unas visiones extrañas, increíbles, sobre todo cuando voy en coche y conduce
otra persona (nunca conduzco de noche por temor a ir a parar al portal de algún
místico monasterio y no regresar nunca más). El verano pasado viajaba con
alguien por una carretera rural cuando, de repente, le grité que tuviese
cuidado. Aminoró la marcha y me preguntó con brusquedad qué ocurría. No hay
peor experiencia que alguien te grite que tengas cuidado de algo que no ves. Lo
que este conductor no veía y yo sí (por la noche los dos quintos de visión
producen una especie de magia) era un diminuto y viejo almirante, con uniforme
de gala que, montado en bicicleta, se aproximaba en ángulo recto al coche en
el que yo viajaba.
A lo mejor era la luz de las estrellas que asomaba detrás
de un árbol, o una valla publicitaria del refresco Moxie, no lo sé, nos
alejamos muy deprisa del lugar del que surgió de improviso, pero si volviese a
verlo, lo reconocería. La brisa le agitaba la barba y llevaba el sombrero con
gracia, medio ladeado, como el almirante Beatty. Lo estaba pasando
estupendamente. Desde esa noche, el caballero que conducía se ha mostrado un
tanto frío y distante conmigo. La verdad es que no puedo culparlo.
Volviendo a mis experiencias a simple vista y en pleno
día, en caso de que el lector se haya enterado de la historia, el que mató
quince gallinas blancas con guijarros fui yo. Los pobres bichos no tuvieron la
más mínima oportunidad. Ocurrió hace muchos años, cuando vivía en Jay, Nueva
York. Había un huerto en la parte posterior de la casa, a unos veinte metros, y
la dueña me había pedido que se lo cuidara en mis ratos libres y que ahuyentase
a las gallinas de las granjas vecinas que iban a picotearle las verduras. Una
mañana dejé la máquina de escribir un rato y, cuando me fui hacia la parte
trasera de la casa, vi que una bandada de gallinas blancas había invadido el
huerto. Como era de esperar, en ese momento no me acordaba dónde había dejado
las gafas, pero veía lo suficiente como para darle a las gallinas su merecido
con la munición que tenía preparada para esas ocasiones: un montón de
guijarros. Antes de que pudieran impedírmelo, había acribillado todas las
tomateras del huerto, en lo alto de las cuales, el atardecer anterior, la
señora de la casa había colocado periódicos y bolsas de papel para protegerlas
de los efectos de la helada. Fue una de las experiencias más negras de mis
horas más borrosas.
Algún día, supongo, cuando las nubes estén henchidas, la
lluvia caiga y la presión de las realidades sea demasiado grande, me quitaré
las gafas adrede y echaré a andar por las calles. Tal vez nunca más se vuelva a
saber de mí (siempre he creído que Ambrose Bierce se perdió en el olvido siguiendo
su visión más que su capricho). Imagino que, dondequiera que vaya a parar, lo
pasaré en grande.
James Thurber