Ícaro
Reclinados
en la tarima del cuerpo de guardia, de la misma manera que los escultores
representan al padre Nilo, cuatro militares en mangas de camisa juegan al
tresillo.
"¡Copas!",
anuncia el soldado Dello Spasimoso Aniello, procedente de la Campania, y
bebe un sorbo de café con anís.
Cuatro
casacas cuelgan del muro historiado con epígrafes dedicados a Venus Libitina,
desinfladas y lánguidas como la piel que el rey Astiages le quitara al apóstol
Bartolomé.
"¡Voy!",
rebate el soldado Tomaquinci Amos, etrusco, y aspira su puro hasta el límite de
la brasa.
Mochilas
y gruesas mazorcas llenas de polvo están amontonadas en el desván gatero.
Llueven como glicinas las correas de las fornituras.
"¡Doblo!",
anuncia a su vez el soldado Pinco Archimede, puliese, y al decirlo lanza a tres
metros de distancia un delgado chorro de saliva.
Afuera,
el campo de aviación descansa en la paz meridiana.
El
cabo Pavani Telésforo, lucano, escoge la carta por jugar, la tuerce entre los
dedos y grita: "¡Tres, tres!", y está por agregar: "Y una
napolitana", pero en ese mismo instante se oye un disparo.
Los
cuatro jugadores se miran asustados. Totalmente armado, con cartucheras y
barbiquejo, el fusil que aún despide humo del cañón, pálido como un muerto,
aparece el soldado Pavolantonio Aligi, samnita, que estaba de guardia en los
hangares.
-¿Quién
disparó? -grita el cabo Pavani, saltando de la tarima.
-Un
hombre cayó del cielo -dice el centinela, tartamudeando.
-¿Estás
loco?
-¿Loco
yo, cabo? Venga a verlo usted también.
Está
en flor la mortal primavera. Los insectos danzan, ligeros, alrededor del ojo de
una margarita. En el brillo coruscante de la estéril arena bajo la luz
corruptora, el círculo perfecto del campo de aterrizaje se halla roto en medio
por una sombra, sobre la cual se va desvaneciendo poco a poco una nube de polvo
al impulso de la brisa que sopla del poniente. Apretado a la sombra, el cuerpo
desnudo de un joven, con la cabeza y los hombros clavados en la arena de oro,
imagen congelada de un clavadista en el momento de la zambullida, de Lucifer
volando en la Giudecca. El cielo lo ha expulsado y la tierra no lo acoge.
-¿Quién
monta guardia de día?
-¡Presente!
-responde Pavani al oficial de piquete.
-¿No
había aviones volando?
-¡No,
señor!
Es
largo el examen, impenetrable el misterio. De ese muerto emana una fascinación
que todos los aviadores, en corro, perciben, pero que ninguno logra explicarse.
El hombre desnudo siempre tiene algo de marchito, de cadavérico: ése no. La
carne tiene cierto verdor, la humedad de la sombra. Y en ese cuerpo desconocido
y muy hermoso, en ese cuerpo de otras épocas, brilla el recuerdo imborrable del
sol.
Llamado
por teléfono, el capitán Fogliacco, comandante del campo de aviación, llega a
su puesto. El capitán Fogliacco tiene estudios de antigüedad clásica. Se
inclina sobre el cadáver desnudo, examina los miembros, los pies perfectos, los
bíceps aún vivos bajo la piel blanca, la armonía antigua y, sin ningún titubeo,
declara:
-Es
Ícaro.
Fiel
a la infalibilidad del superior, el cabo Pavolantonio Aligi le responde, en
posición de firmes:
-¡Quien
usted diga, comandante!
Los
carros en columna forman un convoy. Manadas de automóviles y de botijones se
hallan parados a todo lo largo de la calle. El cortejo avanza con mucha
lentitud, precedido por la banda de los carabineros. El Ministro de Aviación,
el Ministro de Guerra y otras autoridades, en un solo grupo, marchan
inmediatamente atrás de la carroza fúnebre. En el cielo cargado de presagios,
se expande de cuando en cuando una rociada de bombardinos, gemidos de
clarinetes.
-Yo
no puedo entenderlo todavía -dice el Ministro de Guerra-. Ahora que la aviación
está tan adelantada, ¡a alguien se le ocurre volar con alas de cera!
-Tradicionalistas,
mi querido general -responde el Ministro de Aviación-. ¡Tradicionalistas!
Los
caballos, enjaezados de negro, lo afirman con sus cabezas empenachadas. Los
ecos de la marcha fúnebre se apagan al fondo de la calzada. En el cielo vuela
un canto dulcísimo y melancólico.
Mientras
tanto, en Creta, en el intrincado jardín de una quinta a orillas del mar, un
viejo señor de luenga barba, enfundado en una bata floreada, mira cómo llegan y
parten las nubes, y llora sin ninguna esperanza.
Alberto Savinio
Vivir en la Tierra es caro pero ello
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