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viernes, 8 de mayo de 2015

Museu de Sant Cugat


Los zuecos
     A Leon Fontaine

El anciano cura farfullaba las últimas frases de su sermón por encima de las cofias blancas de las campesinas y de los cabellos tiesos o con brillantina de los campesinos. Los grandes cestos de las granjeras que habían llegado de lejos para la misa estaban en el suelo, a su lado; y el pesado calor de un día de julio desprendía de todo el mundo un olor de ganado, un perfume de rebaño. Las voces de los gallos entraban por la gran puerta abierta, así como los mugidos de las vacas tumbadas en un campo vecino. A veces un soplo de aire cargado de aromas campestres se precipitaba bajo el pórtico y, levantando a su paso las largas cintas de las cofias, iba a hacer vacilar sobre el altar las llamitas amarillas de la punta de los cirios...«Como el buen Dios desea. ¡Amen!», pronunciaba el sacerdote. Después calló, abrió un libro y empezó, como todas las semanas, a recomendar a su grey los asuntillos íntimos de la comunidad. Era un anciano de cabellos blancos que administraba la parroquia desde hacía casi cuarenta años, y la plática le servía para comunicarse familiarmente con toda su gente.
Prosiguió: «Encomiendo a vuestras oraciones a Desiré Vallin, que está muy enfermo, y también a la Paumelle que tarda en recuperarse de su parto.»
No se acordaba de más; buscaba los trozos de papel metidos en un breviario. Por fin encontró dos, y continuó: «Los mozos y las mozas no tienen por qué venir por las noches al cementerio, o avisaré al guarda rural.
-Don Césaire Omont quisiera encontrar una jovencita honrada para sirvienta.» Reflexionó todavía unos segundos, después agregó: «Esto es todo, hermanos, os deseo la gracia, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.»
Y bajó del púlpito para terminar la misa.
Cuando los Malandain hubieron regresado a su choza, la última del caserío de La Sablière, junto a la carretera de Fourville, el padre, un campesino viejo, bajito, enjuto y arrugado, se sentó a la mesa, mientras su mujer descolgaba la olla y su hija Adelaide cogía en el aparador los vasos y los platos, y dijo: «No estaría mal, esa colocación con el señor Omont, en vista de que está viudo, que su nuera no lo quiere, que está solo y que tiene posibles. Tal vez haríamos bien en mandar a Adelaide.»
La mujer colocó en la mesa la olla renegrida, quitó la tapa y, mientras ascendía hacia el techo un vapor de sopa lleno de olor a coles, reflexionó.
El hombre prosiguió: «Posibles sí que tiene. Pero habría que ser espabilada y Adelaide no es ni pizca.»
La mujer articuló entonces: «Podríamos ver, de todos modos.» Después, volviéndose hacia su hija, una mocetona con pinta de boba, pelo amarillo, gruesas mejillas rojas como la piel de las manzanas, gritó: «Ya oyes, animalota. Irás a casa del señor Omont a ofrecerte de sirvienta, y harás todo lo que te mande.»
La chica se echó a reír tontamente, sin responder. Después los tres empezaron a comer.
Al cabo de diez minutos, el padre prosiguió: «Escúchame unas palabras, hija, y trata de no echar en saco roto lo que voy a decirte...»
Y le trazó en términos lentos y minuciosos toda una regla de conducta, previendo los menores detalles, preparándola para esta conquista de un viejo viudo a malas con su familia.
La madre había cesado de comer para escuchar, y con el tenedor en la mano, los ojos sucesivamente sobre su hombre y sobre su hija, seguía estas instrucciones con atención concentrada y muda.
Adelaide permanecía inerte, la mirada errante y vaga, dócil y estúpida.
En cuanto terminó la comida, la madre le hizo ponerse su cofia y salieron las dos para ir a ver a don Césaire Omont. Éste habitaba en una especie de pabelloncito de ladrillo adosado a las construcciones de la casa de labor que ocupaban sus granjeros, pues se había retirado de la explotación para vivir de sus rentas.
Tenía unos cincuenta y cinco años; era gordo, jovial y brusco como un hombre rico. Reía y gritaba con un vozarrón que derribaba los muros, bebía vasos llenos de sidra y aguardiente, y se le tenía aún por fogoso, a pesar de su edad.
Le gustaba pasearse por el campo, las manos a la espalda, hundiendo sus zuecos de madera en la tierra fértil, examinando la recolección del trigo o la floración de la colza con ojos de aficionado, perfectamente a sus anchas, a quien le gusta eso pero que ya no se mata trabajando.
De él se decía: «Marca siempre buen tiempo, aunque algunos días se levante de malas.»
Recibió a las dos mujeres con la barriga pegada a la mesa, terminando su café. Y, echándose hacia atrás, preguntó:
 «¿Qué es lo que desean?»
La madre tomó la palabra:
"Es nuestra hija Adelaide que vengo a ofrecerle de sirvienta, en vista de 1o que dijo esta mañana el señor cura."
El señor Omont examinó a la chica, y después, bruscamente:
«¿Qué edad tiene esta pichona?
-Veintiún años para San Miguel, señor Omont.
-Está bien; le daré quince francos al mes y la comida. La espero mañana, para hacerme la sopa del desayuno.»
Y despidió a las dos mujeres.
Adelaide entró en funciones al día siguiente y se puso a trabajar duro, sin decir una palabra, como hacía en casa de sus padres.
A eso de las nueve, mientras limpiaba las baldosas de la cocina, el señor Omont le dio una voz:
«¡Adelaide!»
Acudió corriendo. «Aquí estoy, amo.»
En cuanto estuvo ante él, las manos rojas y abandonadas, la mirada inquieta, él declaró: «Óyeme bien, que no haya equívocos entre nosotros. Tú eres mi sirvienta, pero nada más. Ya entiendes. No juntaremos nuestros zuecos.
-Sí, amo.
-Cada cual en su lugar, hija mía; tu tienes tu cocina, yo tengo mi sala. Aparte eso, todo será para ti como para mí. ¿De acuerdo?
-Sí, amo.
-Entonces, está bien, a tu trabajo.»
Y ella se marchó a reanudar sus faenas.
Al mediodía sirvió la comida del amo en su salita de papel pintado, y después, cuando la sopa estuvo en la mesa, fue a avisar al señor Omont.
-Está usted servido, amo.
Él entró, se sentó, miró a su alrededor, desplegó su servilleta, vaciló un segundo y después, con voz tonante:
«¡Adelaide!»
Ella llegó, asustada. Él gritó como si fuera a asesinarla. «Pero, bueno, ¡maldita sea!... Y tú, ¿dónde está tu sitio?
-Pero... amo...»
Él chillaba: «No me gusta comer solo, ¡maldita sea! ... Vas a sentarte ahí, o si no quieres, ya puedes largarte. Ve a buscar tu plato y tu vaso.»
Espantada, trajo su cubierto balbuciendo: «Aquí estoy, amo.»
Y se sentó frente a él.
Entonces él se puso jovial; bebía, golpeaba la mesa, contaba historias que ella escuchaba con los ojos bajos, sin atreverse a pronunciar palabra.
De vez en cuando se levantaba para ir a buscar pan, sidra, platos.
Al traer el café, sólo colocó una taza delante de él; entonces, encolerizado de nuevo, gruñó:
«¿Y para ti, qué?
-Yo no tomo, amo.
-¿Por qué no tomas?
-Porque no me gusta.»
Entonces él estalló de nuevo: «No me gusta tomar café solo, maldita sea...Si no quieres sentarte y tomarlo tú, vas a largarte, maldita sea... Vete a buscar una taza, y deprisita.»
Ella fue a buscar una taza, se sentó, saboreó el negro licor, hizo una mueca; pero, ante los furiosos ojos de su amo, se lo tragó hasta el final. Después él le hizo beber un primer vaso de aguardiente para enjuagar la taza, un segundo para empujar el enjuague, y un tercero, el de la espuela.
Y el señor Omont la despidió. «Vete ahora a fregar los platos, eres una buena chica.»
Lo mismo ocurrió por la noche. Luego tuvo que jugar con él su partida de dominó; y después la mandó a la cama.
«Vete a acostar, yo subiré en seguida.»
Y se dirigió a su cuarto, una buhardilla bajo el tejado. Rezó sus oraciones, se desvistió y se deslizó entre las sábanas.
Pero de repente dio un salto, asustada. Un grito furioso hacía retemblar la casa:
«¡Adelaide!»
Abrió la puerta y respondió desde el desván:
«Estoy aquí, amo.
-¿Dónde estás?
-Pues estoy en la cama, amo.»
Entonces él vociferó: «¿Quieres bajar, maldita sea?.. No me gusta dormir solo, maldita sea..., y si no quieres, ya puedes largarte, maldita sea...»
Entonces respondió desde arriba, desatinada, buscando su vela:
«Voy en seguida, amo.»
Y él oyó sus pequeños zuecos abiertos golpear las escaleras de abeto; y, cuando ella hubo llegado a los últimos peldaños, la cogió del brazo, y en cuanto ella hubo dejado delante de la puerta su estrecho calzado de madera al lado de las grandes galochas de su amo, la empujó hacia su habitación, gruñendo: 
«¡Date prisa, maldita sea!...»
Y ella repetía sin cesar, sin saber lo que decía:
 «Aquí estoy, aquí estoy, amo.»
Seis meses después, un domingo que fue a ver a sus padres, su padre la examinó curiosamente, y después preguntó:
«¿No estás tú preñada?»
Ella se quedó atónita, mirándose el vientre, repitiendo: «No, no creo.»
Entonces él la interrogó, quiso saberlo todo:
«Dime, ¿no habréis juntado, alguna noche, vuestros zuecos?
-Sí, los juntamos la primera noche, y todas las demás.
-Pues no me digas más... Estás hecha un tonel relleno.»
Ella se puso a sollozar, balbuciendo: «¿y yo qué sabía, y yo qué sabía?»
El tío Malandain la acechaba, con ojos despiertos y pinta de satisfecho. Preguntó:
«¿Qué es lo que no sabías?»
Ella contestó, entre lloros: «¿y yo qué sabía, yo, que era así como se hacían los hijos?»
Su madre llegaba. El hombre articuló, sin cólera: «Ahí la tienes, preñada, donde la ves.»
Pero la mujer se enfadó, rebelándose instintivamente, insultando a voz en grito a su llorosa hija, motejándola de «palurda» y de «arrastrada».
Entonces el viejo la hizo callar. Y mientras cogía su gorra para ir a hablar del asunto con don Césaire Omont, declaró:
«Es aún más idiota de lo que me imaginaba. No sabía lo que hacía, esta tontaina.»
En la plática del domingo siguiente, el viejo cura publicaba las amonestaciones de D. Onufre Césaire Omont con Céléste Adelaide Malandain.
 Guy de Maupassant