Los zuecos
A Leon Fontaine
El anciano cura farfullaba las
últimas frases de su sermón por encima de las cofias blancas de las campesinas
y de los cabellos tiesos o con brillantina de los campesinos. Los grandes
cestos de las granjeras que habían llegado de lejos para la misa estaban en el
suelo, a su lado; y el pesado calor de un día de julio desprendía de todo el
mundo un olor de ganado, un perfume de rebaño. Las voces de los gallos entraban
por la gran puerta abierta, así como los mugidos de las vacas tumbadas en un
campo vecino. A veces un soplo de aire cargado de aromas campestres se
precipitaba bajo el pórtico y, levantando a su paso las largas cintas de las
cofias, iba a hacer vacilar sobre el altar las llamitas amarillas de la punta
de los cirios...«Como el buen Dios desea. ¡Amen!», pronunciaba el sacerdote.
Después calló, abrió un libro y empezó, como todas las semanas, a recomendar a
su grey los asuntillos íntimos de la comunidad. Era un anciano de cabellos
blancos que administraba la parroquia desde hacía casi cuarenta años, y la
plática le servía para comunicarse familiarmente con toda su gente.
Prosiguió: «Encomiendo a vuestras
oraciones a Desiré Vallin, que está muy enfermo, y también a la Paumelle que tarda en
recuperarse de su parto.»
No se acordaba de más; buscaba
los trozos de papel metidos en un breviario. Por fin encontró dos, y continuó:
«Los mozos y las mozas no tienen por qué venir por las noches al cementerio, o
avisaré al guarda rural.
-Don Césaire Omont quisiera
encontrar una jovencita honrada para sirvienta.» Reflexionó todavía unos
segundos, después agregó: «Esto es todo, hermanos, os deseo la gracia, en el
nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.»
Y bajó del púlpito para terminar
la misa.
Cuando los Malandain hubieron
regresado a su choza, la última del caserío de La Sablière , junto a la
carretera de Fourville, el padre, un campesino viejo, bajito, enjuto y
arrugado, se sentó a la mesa, mientras su mujer descolgaba la olla y su hija
Adelaide cogía en el aparador los vasos y los platos, y dijo: «No estaría mal,
esa colocación con el señor Omont, en vista de que está viudo, que su nuera no
lo quiere, que está solo y que tiene posibles. Tal vez haríamos bien en mandar
a Adelaide.»
La mujer colocó en la mesa la
olla renegrida, quitó la tapa y, mientras ascendía hacia el techo un vapor de
sopa lleno de olor a coles, reflexionó.
El hombre prosiguió: «Posibles sí
que tiene. Pero habría que ser espabilada y Adelaide no es ni pizca.»
La mujer articuló entonces:
«Podríamos ver, de todos modos.» Después, volviéndose hacia su hija, una
mocetona con pinta de boba, pelo amarillo, gruesas mejillas rojas como la piel
de las manzanas, gritó: «Ya oyes, animalota. Irás a casa del señor Omont a
ofrecerte de sirvienta, y harás todo lo que te mande.»
La chica se echó a reír
tontamente, sin responder. Después los tres empezaron a comer.
Al cabo de diez minutos, el padre
prosiguió: «Escúchame unas palabras, hija, y trata de no echar en saco roto lo
que voy a decirte...»
Y le trazó en términos lentos y
minuciosos toda una regla de conducta, previendo los menores detalles,
preparándola para esta conquista de un viejo viudo a malas con su familia.
La madre había cesado de comer
para escuchar, y con el tenedor en la mano, los ojos sucesivamente sobre su
hombre y sobre su hija, seguía estas instrucciones con atención concentrada y
muda.
Adelaide permanecía inerte, la
mirada errante y vaga, dócil y estúpida.
En cuanto terminó la comida, la
madre le hizo ponerse su cofia y salieron las dos para ir a ver a don Césaire
Omont. Éste habitaba en una especie de pabelloncito de ladrillo adosado a las
construcciones de la casa de labor que ocupaban sus granjeros, pues se había
retirado de la explotación para vivir de sus rentas.
Tenía unos cincuenta y cinco
años; era gordo, jovial y brusco como un hombre rico. Reía y gritaba con un
vozarrón que derribaba los muros, bebía vasos llenos de sidra y aguardiente, y
se le tenía aún por fogoso, a pesar de su edad.
Le gustaba pasearse por el campo,
las manos a la espalda, hundiendo sus zuecos de madera en la tierra fértil,
examinando la recolección del trigo o la floración de la colza con ojos de
aficionado, perfectamente a sus anchas, a quien le gusta eso pero que ya no se
mata trabajando.
De él se decía: «Marca siempre
buen tiempo, aunque algunos días se levante de malas.»
Recibió a las dos mujeres con la
barriga pegada a la mesa, terminando su café. Y, echándose hacia atrás,
preguntó:
«¿Qué es lo que desean?»
La madre tomó la palabra:
"Es nuestra hija Adelaide
que vengo a ofrecerle de sirvienta, en vista de 1o que dijo esta mañana el
señor cura."
El señor Omont examinó a la
chica, y después, bruscamente:
«¿Qué edad tiene esta pichona?
-Veintiún años para San Miguel,
señor Omont.
-Está bien; le daré quince
francos al mes y la comida. La espero mañana, para hacerme la sopa del
desayuno.»
Y despidió a las dos mujeres.
Adelaide entró en funciones al
día siguiente y se puso a trabajar duro, sin decir una palabra, como hacía en
casa de sus padres.
A eso de las nueve, mientras
limpiaba las baldosas de la cocina, el señor Omont le dio una voz:
«¡Adelaide!»
Acudió corriendo. «Aquí estoy, amo.»
En cuanto estuvo ante él, las
manos rojas y abandonadas, la mirada inquieta, él declaró: «Óyeme bien, que no
haya equívocos entre nosotros. Tú eres mi sirvienta, pero nada más. Ya
entiendes. No juntaremos nuestros zuecos.
-Sí, amo.
-Cada cual en su lugar, hija mía;
tu tienes tu cocina, yo tengo mi sala. Aparte eso, todo será para ti como para
mí. ¿De acuerdo?
-Sí, amo.
-Entonces, está bien, a tu
trabajo.»
Y ella se marchó a reanudar sus
faenas.
Al mediodía sirvió la comida del
amo en su salita de papel pintado, y después, cuando la sopa estuvo en la mesa,
fue a avisar al señor Omont.
-Está usted servido, amo.
Él entró, se sentó, miró a su
alrededor, desplegó su servilleta, vaciló un segundo y después, con voz
tonante:
«¡Adelaide!»
Ella llegó, asustada. Él gritó
como si fuera a asesinarla. «Pero, bueno, ¡maldita sea!... Y tú, ¿dónde está tu
sitio?
-Pero... amo...»
Él chillaba: «No me gusta comer
solo, ¡maldita sea! ... Vas a sentarte ahí, o si no quieres, ya puedes
largarte. Ve a buscar tu plato y tu vaso.»
Espantada, trajo su cubierto
balbuciendo: «Aquí estoy, amo.»
Y se sentó frente a él.
Entonces él se puso jovial;
bebía, golpeaba la mesa, contaba historias que ella escuchaba con los ojos
bajos, sin atreverse a pronunciar palabra.
De vez en cuando se levantaba
para ir a buscar pan, sidra, platos.
Al traer el café, sólo colocó una
taza delante de él; entonces, encolerizado de nuevo, gruñó:
«¿Y para ti, qué?
-Yo no tomo, amo.
-¿Por qué no tomas?
-Porque no me gusta.»
Entonces él estalló de nuevo: «No
me gusta tomar café solo, maldita sea...Si no quieres sentarte y tomarlo tú,
vas a largarte, maldita sea... Vete a buscar una taza, y deprisita.»
Ella fue a buscar una taza, se
sentó, saboreó el negro licor, hizo una mueca; pero, ante los furiosos ojos de
su amo, se lo tragó hasta el final. Después él le hizo beber un primer vaso de
aguardiente para enjuagar la taza, un segundo para empujar el enjuague, y un
tercero, el de la espuela.
Y el señor Omont la despidió.
«Vete ahora a fregar los platos, eres una buena chica.»
Lo mismo ocurrió por la noche.
Luego tuvo que jugar con él su partida de dominó; y después la mandó a la cama.
«Vete a acostar, yo subiré en
seguida.»
Y se dirigió a su cuarto, una
buhardilla bajo el tejado. Rezó sus oraciones, se desvistió y se deslizó entre
las sábanas.
Pero de repente dio un salto,
asustada. Un grito furioso hacía retemblar la casa:
«¡Adelaide!»
Abrió la puerta y respondió desde
el desván:
«Estoy aquí, amo.
-¿Dónde estás?
-Pues estoy en la cama, amo.»
Entonces él vociferó: «¿Quieres
bajar, maldita sea?.. No me gusta dormir solo, maldita sea..., y si no quieres,
ya puedes largarte, maldita sea...»
Entonces respondió desde arriba,
desatinada, buscando su vela:
«Voy en seguida, amo.»
Y él oyó sus pequeños zuecos
abiertos golpear las escaleras de abeto; y, cuando ella hubo llegado a los
últimos peldaños, la cogió del brazo, y en cuanto ella hubo dejado delante de
la puerta su estrecho calzado de madera al lado de las grandes galochas de su
amo, la empujó hacia su habitación, gruñendo:
«¡Date prisa, maldita sea!...»
Y ella repetía sin cesar, sin
saber lo que decía:
«Aquí estoy, aquí estoy, amo.»
Seis meses después, un domingo
que fue a ver a sus padres, su padre la examinó curiosamente, y después
preguntó:
«¿No estás tú preñada?»
Ella se quedó atónita, mirándose
el vientre, repitiendo: «No, no creo.»
Entonces él la interrogó, quiso
saberlo todo:
«Dime, ¿no habréis juntado,
alguna noche, vuestros zuecos?
-Sí, los juntamos la primera
noche, y todas las demás.
-Pues no me digas más... Estás
hecha un tonel relleno.»
Ella se puso a sollozar,
balbuciendo: «¿y yo qué sabía, y yo qué sabía?»
El tío Malandain la acechaba, con
ojos despiertos y pinta de satisfecho. Preguntó:
«¿Qué es lo que no sabías?»
Ella contestó, entre lloros: «¿y
yo qué sabía, yo, que era así como se hacían los hijos?»
Su madre llegaba. El hombre
articuló, sin cólera: «Ahí la tienes, preñada, donde la ves.»
Pero la mujer se enfadó,
rebelándose instintivamente, insultando a voz en grito a su llorosa hija,
motejándola de «palurda» y de «arrastrada».
Entonces el viejo la hizo callar.
Y mientras cogía su gorra para ir a hablar del asunto con don Césaire Omont,
declaró:
«Es aún más idiota de lo que me
imaginaba. No sabía lo que hacía, esta tontaina.»
En la plática del domingo
siguiente, el viejo cura publicaba las amonestaciones de D. Onufre Césaire
Omont con Céléste Adelaide Malandain.
Guy
de Maupassant