En Santiago había un deán al que
le gustaba mucho aprender las ciencias mágicas, y oyó decir que don Illán de
Toledo sabía de esto más que nadie que hubiese en aquel tiempo; y por ello se
fue para Toledo para aprender aquella ciencia. Y el día en que llegó a Toledo,
se dirigió enseguida a casa de don Illán, y lo halló que estaba leyendo en una
habitación muy apartada; y en cuanto llegó lo recibió muy bien y le dijo que no
quería que le dijese por que había venido hasta que hubiese comido. Y se
preocupó mucho por él, y le hizo preparar muy buenos aposentos y todo lo que le
hizo falta, y le dio a entender que se alegraba mucho con su llegada.
Y después que hubieron comido, se
apartó con él y le contó la razón por la que había venido hasta allí, y le rogó
con mucha insistencia que le enseñase aquella ciencia que él tanto deseaba
aprender. Y don Illán le dijo que él era deán y hombre de gran condición, y que
podía llegar a una posición muy alta y los hombres que tienen una buena
posición, una vez que han conseguido a su gusto lo que desean, olvidan muy
pronto lo que otros han hecho por ellos y él se temía que, cuando hubiese
aprendido todo lo que deseaba saber, no le haría tanto bien como le prometía. Y
el deán le prometió y aseguró que, por
cualquier bien que alcanzase, nunca haría
más que lo que él le
mandase.
Y en esta charla estuvieron desde
que hubieron comido hasta que fue la
hora de cenar. Y cuando el trato estuvo ya
arreglado, dijo don Illán al deán que aquella ciencia no se podía
aprender más que en un lugar muy apartado, y que esa misma noche le quería enseñar donde iban a estar
hasta que hubiese aprendido lo que él quería saber. Y le cogió de la mano y lo
llevó a una habitación. Y alejándose de los demás; llamó a una muchacha de su
casa y le dijo que preparase perdices para cenar esa noche, pero que no las
pusiese a asar hasta que él lo mandase.
Y cuando hubo dicho esto, llamó
al deán; y penetraron juntos por una
escalera de piedra muy bien labrada y fueron descendiendo por ella mucho rato,
de modo que parecía que estaban tan bajos que pasaba el río Tajo por encima de
ellos. Y cuando llegaron al final de la escalera, hallaron un alojamiento muy
bueno, y había allí una habitación muy adornada donde estaban los libros y el
estudio donde habían de leer. Nada más sentarse, estaban fijándose en qué
libros iban a comenzar, y estando ellos en esto, entraron dos hombres por la
puerta y le dieron una carta que le enviaba su tío el arzobispo, por la que le
hacía saber que estaba muy enfermo y que enviaba rogar que, si le quería ver
vivo, se fuese enseguida con él. Al deán le apenaron mucho estas noticias; uno,
por la enfermedad de su tío; y lo
otro, porque temió que había de dejar
el estudio que había comenzado. Pero decidió no dejar aquel estudio tan pronto,
y escribió unas cartas de respuesta y las envió a su tío el arzobispo.
Al cabo de tres o cuatro días llegaron otros hombres a pie, que
traían otras cartas al deán en las que le hacían saber que el arzobispo se había muerto, y que
estaban todos los de la iglesia en la elección y que confiaban, por la merced de Dios, que le elegirían a él,
y por esta razón que no se preocupase por ir a la iglesia, pues mejor sería
para él que lo eligiesen estando en otra parte que no estando en la iglesia.
Y al cabo de siete u ocho días, llegaron dos escuderos muy
bien vestidos y muy bien dispuestos,
y cuando se acercaron a él, le besaron la mano y le enseñaron las cartas de cómo
le habían elegido arzobispo. Cuando don
Illán oyó esto, fue al electo y le dijo
como agradecía mucho a Dios que estas
buenas noticias le llegaran a su
casa, y pues Dios tanto bien le había hecho, que le pedía por merced
que el deanazgo que quedaba libre lo diese
a un hijo suyo. Y el electo le dijo que le pedía que le dejase que aquel deanazgo fuese para su hermano; pero que él le favorecería, de modo que estuviera
contento, y que le pedía que se fuese con él a Santiago y llevase a aquel hijo
suyo. Don Illán le dijo que lo haría.
Se fueron para Santiago. Cuando
llegaron allí, fueron muy bien recibidos
y muy honradamente. Y después de que llevaban allí un tiempo, llegaron un día
mensajeros del Papa para el arzobispo con unas cartas, en las que le daba el
obispado de Tolosa y le concedía la gracia de poder dar el arzobispado a quien
quisiese. Cuando don Illán oyó esto, reprochándole con mucho ahínco lo que con
él había pasado, le pidió por favor que se lo diese a su hijo; y el arzobispo
le rogó que consintiese en que fuese para un tío suyo, hermano de su padre. Y
don Illán le dijo que bien veía que le hacía un gran agravio, pero que aceptaba
esto con tal de que fuese seguro que se lo repararía más adelante. Y el obispo
le prometió forzosamente que lo haría así, y le rogó que se fuese con él a
Tolosa y llevase a su hijo. Y después de que llegaron a Tolosa, fueron muy bien
recibidos por condes y por cuantos hombres nobles había en la región. Y después
que hubieron vivido allí hasta dos años, llegaron los mensajeros del Papa con
sus cartas de cómo el Papa le hacía cardenal y le concedía la gracia de que
diese el obispado de Tolosa a quien quisiere. Entonces fue don Illán a él y le
dijo que, puesto que tantas veces le había incumplido lo que había acordado, aquí
ya no había lugar para poner excusa ninguna para que no diese alguna de
aquellas dignidades a su hijo. Y el cardenal le pidió que le consintiera que
tuviese aquel obispado un tío suyo, hermano de su madre, que era un buen hombre
anciano; pero que, puesto que él era cardenal, se fuese con él para la corte,
que allí había mucho en que recompensarle. Y don Illán se lamentó mucho, pero
aceptó lo que el cardenal quiso, y se fue con él para la corte.
Y después de que llegaron allí,
fueron bien recibidos por los cardenales y por cuantos en la corte eran y
estuvieron allí mucho tiempo. Y don Illán insistiendo cada día al cardenal para
que le hiciese alguna merced a su hijo, y él le presentaba excusas.
Y estando así en la corte, se
murió el Papa; y todos cardenales eligieron a aquel cardenal como Papa.
Entonces fue a él don Illán y le dijo que ya no podía excusarse de cumplir lo
que había prometido. El Papa le dijo que no insistiese tanto, que siempre había
momento para hacerle alguna merced cuando fuese oportuno. Y don Illán se
comenzó a lamentar mucho, reprochándole todo lo que le había prometido y nunca
había cumplido, y diciéndole que aquello se temía él la primera vez que habló
con él y, puesto que había alcanzado tal posición y no cumplía lo que le había
prometido, ya no quedaba ninguna oportunidad para esperar de él ningún bien. De
estas quejas se lamentó mucho el Papa y le comenzó a maltratar, diciéndole que
si le insistía más, le echaría en una cárcel, que era hereje y encantador, que
bien sabía que no tenía otro medio de vida ni otro oficio en Toledo, donde
vivía, más que vivir por aquella ciencia mágica.
Después de que don Illán vio lo
mal que le recompensaba el Papa lo que por él había hecho, se despidió de él, y
ni siquiera le quiso dar el Papa para comer por el camino. Entonces don Illán
le dijo al Papa que, puesto que no tenía otra cosa para comer, tendría que
volverse a las perdices que había mandado asar aquella noche, y llamó a la
mujer y le dijo que preparara las perdices.
Cuando esto dijo don Illán, se
encontró el Papa en Toledo convertido en deán de Santiago, como lo era cuando
allí llegó, y fue tan grande la vergüenza que pasó, que no supo que decir. Y
don Illán le dijo que se fuese en buena hora y que bastante había probado su
condición, y que lo tendría por muy mal empleado si comiese su parte de las
perdices.
Conde Lucanor