Por sesenta centavos
Estás
en una cafetería de Brooklyn, sólo has pedido una taza de café, y el café
cuesta sesenta centavos, algo que te parece caro. Pero no es tan caro si
piensas que con los mismos sesenta centavos estás alquilando el uso de una
taza y un plato, una jarra de metal con leche, un vaso de plástico, una mesa y
dos banquetas. Y, para que consumas si quieres, además del café y la leche
dispones de agua con hielo y, en sus propios dispensadores, azúcar, sal,
servilletas y ketchup. Además, puedes disfrutar, durante tiempo indefinido, del
aire acondicionado que mantiene el local fresco, a la temperatura adecuada, de
la potente luz blanca, eléctrica, que ilumina cada rincón del local para que
no haya sombras en ningún sitio, de la visión de la gente que pasa por la acera
a la luz del sol, expuestos al calor y al viento, y de la compañía de la gente
del local, que se ríe y desarrolla infinitas variaciones sobre una broma un
poco cruel a expensas de una mujer minúscula, pelirroja y parcialmente calva,
sentada al mostrador en un taburete, y que balancea los pies cruzados, alarga
el brazo, corto y muy blanco, e intenta abofetear al hombre que tiene más
cerca.
Lydia Davis