Una noche, Robert Palmer encontró
a su sirena en el océano, entre Cape Cod y Miami. Estaba con algunos amigos
pero no tenía sueño cuando los demás se retiraron, por eso salió a dar un paseo
a lo largo de la playa iluminada brillantemente por la luz de la luna. Y al
doblar una curva, apareció ella sentada en un tronco semienterrado en la arena,
peinando sus hermosos y negros cabellos.
Robert sabía, por supuesto, que
las sirenas no existen realmente; pero, cierto o no, allí se encontraba ella.
Se aproximó y, cuando estaba sólo a unos pasos de distancia, tosió
discretamente.
Con un movimiento de sorpresa,
ella echó hacia atrás sus cabellos, que cubrían su rostro y sus senos, y pudo
comprobar que era más hermosa de lo que pudiera ser cualquier criatura.
-¿Eres un hombre? - preguntó.
En ese punto, Robert no tuvo
ninguna duda; le aseguró que lo era. Ella sonrió, desaparecido el temor en sus
ojos.
-He oído hablar de los hombres,
pero nunca he conocido a ninguno. - Ella hizo un gesto para que se sentara a su
lado, sobre el tronco.
Robert no vaciló. Se sentó y
hablaron y hablaron; después de un rato, su brazo la rodeó y cuando finalmente
ella le dijo que debía regresar al mar, la besó, y la sirena prometió
encontrarlo la noche siguiente.
Él regresó a la casa de sus
amigos, envuelto en una niebla de felicidad. Estaba enamorado.
Tres noches seguidas la vio, y en
la tercera le dijo que la amaba y que desearía casarse con ella, pero existía
un problema.
-Yo también te amo, Robert. Y el
problema que tienes en mente podrá resolverse. Llamaré a un tritón.
-¿Tritón? Me parece conocer la
palabra, pero...
-Es un demonio del mar. Tiene
poderes mágicos y puede cambiar las cosas de tal modo que podamos casarnos, y
él nos casará. ¿Sabes nadar bien? Tendremos que nadar para encontrarlo; los
tritones nunca se acercan a las playas.
Él le aseguró que era un
excelente nadador y ella le prometió que advertiría al tritón para la noche
siguiente.
Regresó a la casa de sus amigos
en un estado de éxtasis. No sabía si el tritón cambiaría a su amada en un ser
humano o a él en un sireno, pero no le importaba. Estaba tan loco por ella que
mientras ambos fueran iguales, y por tanto pudieran casarse, no le importaba en
qué forma fuera.
Ella le esperaba la noche
siguiente, su noche de bodas.
-Siéntate - le rogó -. El tritón
soplará su trompeta de concha de caracol, cuando llegue.
Se sentaron tiernamente
abrazados, hasta que escucharon el sonido de una trompeta de concha de caracol
resonando a lo lejos, en el mar. Robert se quitó rápidamente sus ropas, se
lanzó al agua y nadaron hasta encontrar al tritón. Robert tragó agua mientras
el tritón les preguntaba:
-¿Desean unirse en matrimonio? -
Ambos respondieron con un ferviente sí.
-Entonces - pronunció el tritón
-, os declaro marido y mujer. - Y Robert se encontró repentinamente con que ya
no tragaba agua; unos cuantos movimientos de su recia cola lo mantuvieron
fácilmente en la superficie. El tritón sopló una nota ensordecedora en su
trompeta y se alejó nadando.
Robert nadó hasta quedar al lado
de su esposa, la abrazó y la besó. Sin embargo, había algo que no marchaba; el
beso fue agradable pero no emocionante. No sentía el cosquilleo en las ingles,
que sintiera cuando la besaba allá en la playa. De pronto comprendió que, de
hecho no tenía ingles. Pero, ¿entonces cómo...?
-Pero, ¿cómo...? - preguntó a la
sirena -. Quiero decir, encanto, ¿cómo hacemos para...?
-¿Propagarnos? Es muy simple,
querido, y de ninguna manera parecido al modo nauseabundo de las criaturas
terrestres. Verás, las sirenas somos mamíferos, pero ovíparos. Yo pondré un
huevo en el momento oportuno y, cuando se incube, alimentaré a nuestro hijo. Tu
parte...
-¿Sí? - preguntó ansiosamente
Robert.
-Como otros peces, querido. Tú
sencillamente nadarás sobre el huevo y lo fertilizarás. Es muy simple.
Robert gimió, y repentinamente
decidió ahogarse; dejó a su novia y nadó hacia el fondo del mar.
Pero, por supuesto, tenía agallas
y no se ahogó.
Fredric Brown