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sábado, 27 de septiembre de 2014

Parlament de Catalunya - Jornada de Portes Obertes

      

La señora que le echó sal al café              

Os contaré la historia del lamentable error que co­metió la señora Peterkin. Una mañana en que, como de costumbre, se preparaba una deliciosa taza de café, se dio cuenta, tras servirse la leche, de que le había echado sal en vez de azúcar. Aquel café sabía a rayos. ¿Qué podía hacer? Desde luego, no pensaba bebérselo. Ni corta ni perezosa, llamó a toda su familia, pues aquel día se le había hecho tarde y desayunaba sola. Una vez allí, probaron todos el café, y, tras mirarse estupefactos sin saber qué hacer, se sentaron a cavilar durante un buen rato.
Al cabo, Agamenón, que era el más instruido, sugi­rió: "¿Qué os parece si le pedimos consejo al boticario?" Pues, sin duda, el boticario era un hombre muy sabio y su casa no quedaba lejos de allí. La señora Peterkin respondió que era una idea excelente, el señor Peterkin exclamó "¡Estupendo!", y los demás hijos se sumaron al consenso y decidieron acompañarlos. Y así, tras ponerse las botas de gutapercha, se encamina­ron todos hacia aquel lugar.
Justo en ese momento el boticario se hallaba en­frascado en la búsqueda de un elemento que convirtie­se en oro todo cuanto tocara. Sobre un fogón había colocado un enorme alambique en el que iba fundien­do oro, plata y todo tipo de metales preciosos. Cerca estaba de dar con la tecla, pero hete aquí que había vertido ya todo el oro que tenía en casa, y no podía permitirse comprar más en el mercado. Había derreti­do el dedal de su esposa, la montura de los anteojos de su bisabuelo, e incluso el puño dorado del bastón de su tatarabuelo. En el preciso instante en que entraba la familia Peterkin, el buen hombre se hallaba arrodilla­do ante su mujer implorándole que le entregase el ani­llo de sus esponsales para agregarlo a la mezcla, pues no le cabía la menor duda de que esta vez la empresa se vería coronada por el éxito, y de que sería capaz de convertir cualquier cosa en oro. A fin de ablandar su corazón le prometía un anillo nuevo de diamantes, con esmeraldas, rubíes y topacios engarzados, y le ase­guraba que transformaría todo el mobiliario en el oro más puro y delicado.
A punto estaba su mujer de ceder a sus súplicas cuando la familia Peterkin irrumpió en la estancia. Ya os podéis imaginar cómo le sentó la visita al boticario, que estuvo en un tris de arrojarles a la cabeza su crisol, pues así se llamaba su preciado recipiente. Sin embar­go, en lugar de hacerlo, se resignó a escuchar paciente­mente el relato de cómo la señora Peterkin había pues­to sal en el café.
Al principio dijo que nada podía hacer al respecto. Mas, cuando Agamenón le aseguró que le pagarían en oro sólo por intentarlo, se apresuró a colocar sus vasi­jas y alambiques en su maletín de piel y accedió a acompañarlos.
Primero echó una ojeada al café. Luego lo movió. Después le añadió un poco de clorato potásico y lo dio a probar a toda la familia. Como quiera que el café se­guía sabiendo a rayos, agregó una pizca de biclorato magnésico y agitó el líquido, pero tampoco aquello complació a la señora Peterkin. Entonces puso un po­quitín de ácido tartárico y de hipersulfato cálcico sin que el sabor mejorase lo más mínimo.
-¡Ya lo tengo! -exclamó el boticario-. La solución es añadir unas gotas de amoníaco.
Pero qué va, ésta no era la solución ni muchísimo menos.
Entonces vertió, uno a uno, los siguientes ingre­dientes: ácido oxálico, cianhídrico, fosfórico, clórico, hiperclórico, sulfúrico, borácico, silícico, nítrico, fór­mico, nitroso y carbónico. La señora Peterkin degustó el líquido en cada ocasión, y, aunque el sabor era agra­dable, no se parecía precisamente al del café. El botica­rio lo intentó esta vez con un poco de calcio, aluminio, bario, estroncio, algo de betún y la mitad de un tercio de la decimosexta parte de un grano de arsénico. La sustancia adquirió de pronto un hermoso color pero, lamentablemente, a juicio de la señora Peterkin, sabía a cualquier cosa menos a café. Lejos de desani­marse, el hombre introdujo unas gotas de belladona y atropina, hidrógeno granulado, y un tanto igual de antimonio y potasa. Por último, remató la mezcla con unos miligramos de carbono. Pero todo fue en vano: la señora Peterkin seguía sin darse por satisfecha.
El boticario no acertaba a comprender por qué sus métodos no habían eliminado aquel sabor a sal. Cier­to es que sus experimentos habían sido poco fructífe­ros, pero esto no invalidaba en absoluto sus teorías. Concluyó que si una chispa de almidón no surtía el efecto deseado, no malgastaría más su tiempo. Y así fue como, tras fracasar una vez más en su intento, se dio por vencido y decidió marcharse, no sin antes re­clamar sus honorarios. Todos le estuvieron sumamente agradecidos, y de muy buen ánimo acordaron pagarle el salario convenido, a saber: un dólar y trein­ta y siete centavos y medio en oro. Según leyó el señor Peterkin en el periódico, el gramo de oro estaba a dos dólares, sesenta y nueve centavos y tres cuartos, por lo que Agamenón aprovechó la ocasión para hacer gala de sus habilidades en el cálculo aritmético, y se dispu­so a resolver el problema muy ufano.
Pero, por muchas cuentas que resolviera, allí seguía el dichoso café. Una vez más, todos los miembros de la familia se sentaron en consejo a cavilar durante un buen rato, hasta que a la postre Elizabeth Eliza sugirió: "¿Qué os parece si acudimos a la curandera?" Eliza­beth Eliza era la única hija. Se llamaba así por sus dos tías, Elizabeth, la hermana de su padre, y Eliza, la hermana de su madre. La curandera era una anciana que sabía muchísimo de hierbas y solía ir de casa en casa vendiéndolas. La idea de consultar a aquella vieja, que vivía en el otro extremo de la calle, hizo a todos saltar de regocijo. Solomon John y los hermanos más peque­ños no vacilaron en acompañarles. Y de este modo, tras ponerse una vez más sus botas de gutapercha, par­tieron en su busca, para lo cual no había más remedio que atravesar un buen trecho del pueblo. Cuando fi­nalmente llegaron a la casa de la curandera, que se al­zaba al pie de una gran colina, atravesaron un jardinci­llo en el que se veían hermosas caléndulas, hortensias, malvarrosas, esbeltos girasoles y todo tipo de hierbas aromáticas que impregnaban el aire de olor a ajenjo y a flores de saúco. Sobre el porche trepaba un lúpulo, un cerezo daba sombra a la casa y los frutos de un frondo­so arándano caían sobre la ventana.
Entraron en una acogedora salita con olor a espe­cias. Por todas partes se veían colgadas numerosas bol­sitas llenas de nébeda, menta y cualquier clase de hier­bas; del techo pendían tallos y manojos de ramas secas, y en los estantes había tarros de sen, maná, rui­barbo y otras muchas plantas. Pero, como la viejecilla no se encontraba en casa, pues había subido al bosque a coger hierbas silvestres, Elizabeth Eliza, Solomon John y los más pequeñines tuvieron que emprender de nuevo su busca. Treparon por senderos rocosos y es­carpados y caminaron entre arándanos y moras, pero no corrieron ningún peligro, pues hasta los pequeños calzaban botas de gutapercha. Por fin encontraron a la viejecilla, a la que reconocieron por su sombrero, có­nico y alto como el campanario de una iglesia -pero sin campanas-, que se hallaba muy afanada escarban­do con su paleta en torno a un zazafrás. Los niños se apresuraron a narrarle la historia de cómo su madre había puesto sal en el café, de cómo el boticario lo ha­bía empeorado todo en vez de mejorarlo, y de cómo aquélla seguía aún sin poder bebérselo. Entonces le ro­garon que les ayudase, a lo que la viejecilla accedió. Cogió su delantal, cuyos numerosos bolsillos rebosaban de siemprevivas y hierbabuena, y regresó hasta la casa, donde se entretuvo en volver a llenarlos de toda clase de hierbas: ajenjo, menta piperita, carvi, eneldo, menta verde, clavo, mejorana, laurel, romero, tomillo silvestre, salvia, poleo, nébeda, valeriana, lúpulo y una pizca de hierba tora (para que no se le echase encima la hora). En verdad no hay planta imaginable que la vie­jecilla no llevase consigo. Tras prepararlas cuidadosa­mente en bolsitas y ponerlas a cocer en un caldero, hizo un hatillo con las mismas, cogió su bastón y se marchó con los niños.
Entre tanto, la señora Peterkin empezaba a impa­cientarse, pues ya era más de media mañana y aún no había probado un sorbo de su café. Apenas llegó, la viejecilla puso la malograda bebida en el fuego y em­pezó a añadir las distintas hierbas. Primero echó un pellizquín de lúpulo para darle un toque amargo, pero a la señora Peterkin aquello le supo a cerveza. Luego agregó pétalos de lirio y raíz de sansevieria, ruda, ro­mero, mejorana dulce y amarga, poleo y salvia, un po­quito de menta verde y menta piperita, ajenjo, laurel, nébeda, valeriana, zazafrás, jengibre, hierbabuena y un pelín de hierba tora (para que la cocción se hiciese sin demora). Los niños fueron probando una y otra vez la mezcla sin dejar de poner cara de asco, y otro tanto hizo la señora Peterkin. Cuanto más removía la vieja el brebaje y más hierbas añadía, más amargo parecía po­nerse aquel café.
A la postre, la viejecilla meneó la cabeza, hizo un mohín y, tras murmurar algo entre dientes, soltó que te­nía que marcharse. A su parecer, el café estaba hechiza­do, así que hizo un hatillo con sus hierbas, agarró su pa­leta, su cesta y su bastón y volvió junto al zazafrás, cuyas raíces había dejado a medio desenterrar. Y todo cuanto recibió a cambio fueron cinco centavos en chatarrilla.
Totalmente desesperada, la familia se sentó, como de costumbre, a cavilar durante un buen rato. Comen­zaba ya a anochecer, y la señora Peterkin aún no se ha­bía tomado su café. De pronto, Elizabeth Eliza dijo:
-He oído hablar de una señora de Filadelfia que está de paso en la ciudad y que es sabia entre las sabias. ¿Qué os parece si voy y le pregunto qué podemos hacer?
Todos coincidieron en que la idea era excepcional. Así que Elizabeth Eliza partió acompañada de sus her­manos. Cuando encontró a la señora de Filadelfia le relató la historia de cabo a rabo: cómo su madre le ha­bía echado sal al café, cómo habían acudido al botica­rio y cómo aquello había intentado todo sin éxito, cómo fueron a buscar a la vieja curandera, y cómo ésta se había esforzado en vano, pues su madre seguía sin tomarse el café a aquellas buenas horas. La señora de Filadelfia escuchó el relato con suma atención y al cabo sugirió:
-¿Por qué no se prepara tu madre otro café?
Elizabeth Eliza se quedó francamente sorprendida, Solomon John prorrumpió en gritos de júbilo, y otro tanto hizo Agamenón, que en ese momento acababa de resolver sus cálculos. Y los pequeñines se unieron al alborozo general.
-¿Cómo no se nos habrá ocurrido antes? -se pre­guntó Elizabeth Eliza.
Entonces los niños se apresuraron a contárselo todo a su madre. Y, por fin, ésta pudo tomarse su taza de café.
 Lucretia P. Hale