La señora que le echó sal al café
Os contaré la
historia del lamentable error que cometió la señora Peterkin. Una mañana en
que, como de costumbre, se preparaba una deliciosa taza de café, se dio cuenta,
tras servirse la leche, de que le había echado sal en vez de azúcar. Aquel café
sabía a rayos. ¿Qué podía hacer? Desde luego, no pensaba bebérselo. Ni corta ni
perezosa, llamó a toda su familia, pues aquel día se le había hecho tarde y
desayunaba sola. Una vez allí, probaron todos el café, y, tras mirarse
estupefactos sin saber qué hacer, se sentaron a cavilar durante un buen rato.
Al cabo,
Agamenón, que era el más instruido, sugirió: "¿Qué os parece si le
pedimos consejo al boticario?" Pues, sin duda, el boticario era un hombre
muy sabio y su casa no quedaba lejos de allí. La señora Peterkin respondió que
era una idea excelente, el señor Peterkin exclamó "¡Estupendo!", y
los demás hijos se sumaron al consenso y decidieron acompañarlos. Y así, tras
ponerse las botas de gutapercha, se encaminaron todos hacia aquel lugar.
Justo en ese
momento el boticario se hallaba enfrascado en la búsqueda de un elemento que
convirtiese en oro todo cuanto tocara. Sobre un fogón había colocado un enorme
alambique en el que iba fundiendo oro, plata y todo tipo de metales preciosos.
Cerca estaba de dar con la tecla, pero hete aquí que había vertido ya todo el
oro que tenía en casa, y no podía permitirse comprar más en el mercado. Había
derretido el dedal de su esposa, la montura de los anteojos de su bisabuelo, e
incluso el puño dorado del bastón de su tatarabuelo. En el preciso instante en
que entraba la familia Peterkin, el buen hombre se hallaba arrodillado ante su
mujer implorándole que le entregase el anillo de sus esponsales para agregarlo
a la mezcla, pues no le cabía la menor duda de que esta vez la empresa se vería
coronada por el éxito, y de que sería capaz de convertir cualquier cosa en oro.
A fin de ablandar su corazón le prometía un anillo nuevo de diamantes, con
esmeraldas, rubíes y topacios engarzados, y le aseguraba que transformaría
todo el mobiliario en el oro más puro y delicado.
A punto
estaba su mujer de ceder a sus súplicas cuando la familia Peterkin irrumpió en
la estancia. Ya os podéis imaginar cómo le sentó la visita al boticario, que
estuvo en un tris de arrojarles a la cabeza su crisol, pues así se llamaba su
preciado recipiente. Sin embargo, en lugar de hacerlo, se resignó a escuchar
pacientemente el relato de cómo la señora Peterkin había puesto sal en el café.
Al principio
dijo que nada podía hacer al respecto. Mas, cuando Agamenón le aseguró que le
pagarían en oro sólo por intentarlo, se apresuró a colocar sus vasijas y
alambiques en su maletín de piel y accedió a acompañarlos.
Primero echó
una ojeada al café. Luego lo movió. Después le añadió un poco de clorato
potásico y lo dio a probar a toda la familia. Como quiera que el café seguía
sabiendo a rayos, agregó una pizca de biclorato magnésico y agitó el líquido,
pero tampoco aquello complació a la señora Peterkin. Entonces puso un poquitín
de ácido tartárico y de hipersulfato cálcico sin que el sabor mejorase lo más
mínimo.
-¡Ya lo tengo! -exclamó el boticario-. La solución es añadir unas gotas
de amoníaco.
Pero qué va, ésta no era la solución ni muchísimo menos.
Entonces
vertió, uno a uno, los siguientes ingredientes: ácido oxálico, cianhídrico,
fosfórico, clórico, hiperclórico, sulfúrico, borácico, silícico, nítrico, fórmico,
nitroso y carbónico. La señora Peterkin degustó el líquido en cada ocasión, y,
aunque el sabor era agradable, no se parecía precisamente al del café. El
boticario lo intentó esta vez con un poco de calcio, aluminio, bario,
estroncio, algo de betún y la mitad de un tercio de la decimosexta parte de un
grano de arsénico. La sustancia adquirió de pronto un hermoso color pero,
lamentablemente, a juicio de la señora Peterkin, sabía a cualquier cosa menos a
café. Lejos de desanimarse, el hombre introdujo unas gotas de belladona y
atropina, hidrógeno granulado, y un tanto igual de antimonio y potasa. Por
último, remató la mezcla con unos miligramos de carbono. Pero todo fue en vano:
la señora Peterkin seguía sin darse por satisfecha.
El boticario
no acertaba a comprender por qué sus métodos no habían eliminado aquel sabor a
sal. Cierto es que sus experimentos habían sido poco fructíferos, pero esto
no invalidaba en absoluto sus teorías. Concluyó que si una chispa de almidón no
surtía el efecto deseado, no malgastaría más su tiempo. Y así fue como, tras
fracasar una vez más en su intento, se dio por vencido y decidió marcharse, no
sin antes reclamar sus honorarios. Todos le estuvieron sumamente agradecidos,
y de muy buen ánimo acordaron pagarle el salario convenido, a saber: un dólar y
treinta y siete centavos y medio en oro. Según leyó el señor Peterkin en el
periódico, el gramo de oro estaba a dos dólares, sesenta y nueve centavos y
tres cuartos, por lo que Agamenón aprovechó la ocasión para hacer gala de sus
habilidades en el cálculo aritmético, y se dispuso a resolver el problema muy
ufano.
Pero, por
muchas cuentas que resolviera, allí seguía el dichoso café. Una vez más, todos
los miembros de la familia se sentaron en consejo a cavilar durante un buen
rato, hasta que a la postre Elizabeth Eliza sugirió: "¿Qué os parece si
acudimos a la curandera?" Elizabeth Eliza era la única hija. Se llamaba
así por sus dos tías, Elizabeth, la hermana de su padre, y Eliza, la hermana de
su madre. La curandera era una anciana que sabía muchísimo de hierbas y solía
ir de casa en casa vendiéndolas. La idea de consultar a aquella vieja, que
vivía en el otro extremo de la calle, hizo a todos saltar de regocijo. Solomon
John y los hermanos más pequeños no vacilaron en acompañarles. Y de este modo,
tras ponerse una vez más sus botas de gutapercha, partieron en su busca, para
lo cual no había más remedio que atravesar un buen trecho del pueblo. Cuando finalmente
llegaron a la casa de la curandera, que se alzaba al pie de una gran colina,
atravesaron un jardincillo en el que se veían hermosas caléndulas, hortensias,
malvarrosas, esbeltos girasoles y todo tipo de hierbas aromáticas que
impregnaban el aire de olor a ajenjo y a flores de saúco. Sobre el porche
trepaba un lúpulo, un cerezo daba sombra a la casa y los frutos de un frondoso
arándano caían sobre la ventana.
Entraron en
una acogedora salita con olor a especias. Por todas partes se veían colgadas
numerosas bolsitas llenas de nébeda, menta y cualquier clase de hierbas; del
techo pendían tallos y manojos de ramas secas, y en los estantes había tarros
de sen, maná, ruibarbo y otras muchas plantas. Pero, como la viejecilla no se
encontraba en casa, pues había subido al bosque a coger hierbas silvestres,
Elizabeth Eliza, Solomon John y los más pequeñines tuvieron que emprender de
nuevo su busca. Treparon por senderos rocosos y escarpados y caminaron entre
arándanos y moras, pero no corrieron ningún peligro, pues hasta los pequeños
calzaban botas de gutapercha. Por fin encontraron a la viejecilla, a la que
reconocieron por su sombrero, cónico y alto como el campanario de una iglesia
-pero sin campanas-, que se hallaba muy afanada escarbando con su paleta en
torno a un zazafrás. Los niños se apresuraron a narrarle la historia de cómo su
madre había puesto sal en el café, de cómo el boticario lo había empeorado
todo en vez de mejorarlo, y de cómo aquélla seguía aún sin poder bebérselo.
Entonces le rogaron que les ayudase, a lo que la viejecilla accedió. Cogió su
delantal, cuyos numerosos bolsillos rebosaban de siemprevivas y hierbabuena, y
regresó hasta la casa, donde se entretuvo en volver a llenarlos de toda clase
de hierbas: ajenjo, menta piperita, carvi, eneldo, menta verde, clavo,
mejorana, laurel, romero, tomillo silvestre, salvia, poleo, nébeda, valeriana,
lúpulo y una pizca de hierba tora (para que no se le echase encima la hora). En
verdad no hay planta imaginable que la viejecilla no llevase consigo. Tras
prepararlas cuidadosamente en bolsitas y ponerlas a cocer en un caldero, hizo
un hatillo con las mismas, cogió su bastón y se marchó con los niños.
Entre tanto,
la señora Peterkin empezaba a impacientarse, pues ya era más de media mañana y
aún no había probado un sorbo de su café. Apenas llegó, la viejecilla puso la
malograda bebida en el fuego y empezó a añadir las distintas hierbas. Primero
echó un pellizquín de lúpulo para darle un toque amargo, pero a la señora
Peterkin aquello le supo a cerveza. Luego agregó pétalos de lirio y raíz de
sansevieria, ruda, romero, mejorana dulce y amarga, poleo y salvia, un poquito
de menta verde y menta piperita, ajenjo, laurel, nébeda, valeriana, zazafrás,
jengibre, hierbabuena y un pelín de hierba tora (para que la cocción se hiciese
sin demora). Los niños fueron probando una y otra vez la mezcla sin dejar de
poner cara de asco, y otro tanto hizo la señora Peterkin. Cuanto más removía la
vieja el brebaje y más hierbas añadía, más amargo parecía ponerse aquel café.
A la postre,
la viejecilla meneó la cabeza, hizo un mohín y, tras murmurar algo entre
dientes, soltó que tenía que marcharse. A su parecer, el café estaba hechizado,
así que hizo un hatillo con sus hierbas, agarró su paleta, su cesta y su
bastón y volvió junto al zazafrás, cuyas raíces había dejado a medio
desenterrar. Y todo cuanto recibió a cambio fueron cinco centavos en
chatarrilla.
Totalmente
desesperada, la familia se sentó, como de costumbre, a cavilar durante un buen
rato. Comenzaba ya a anochecer, y la señora Peterkin aún no se había tomado
su café. De pronto, Elizabeth Eliza dijo:
-He oído
hablar de una señora de Filadelfia que está de paso en la ciudad y que es sabia
entre las sabias. ¿Qué os parece si voy y le pregunto qué podemos hacer?
Todos coincidieron en que la idea era excepcional. Así que Elizabeth
Eliza partió acompañada de sus hermanos. Cuando encontró a la señora de
Filadelfia le relató la historia de cabo a rabo: cómo su madre le había echado
sal al café, cómo habían acudido al boticario y cómo aquello había intentado
todo sin éxito, cómo fueron a buscar a la vieja curandera, y cómo ésta se había
esforzado en vano, pues su madre seguía sin tomarse el café a aquellas buenas
horas. La señora de Filadelfia escuchó el relato con suma atención y al cabo
sugirió:
-¿Por qué no
se prepara tu madre otro café?
Elizabeth
Eliza se quedó francamente sorprendida, Solomon John prorrumpió en gritos de
júbilo, y otro tanto hizo Agamenón, que en ese momento acababa de resolver sus
cálculos. Y los pequeñines se unieron al alborozo general.
-¿Cómo no se nos habrá ocurrido antes? -se preguntó Elizabeth Eliza.
Entonces los
niños se apresuraron a contárselo todo a su madre. Y, por fin, ésta pudo
tomarse su taza de café.
Lucretia P. Hale