La piedra bilicua
Manuel
Anido, alias Bolente, vecino de Ribeira de Piquín, iba a visitar a una hermana
que tenía casada en Sistallo, junto a la laguna de Cospeito, donde el mergo y
la anguila se saludan. Allí medran los cíperos y el junco agudo, y en agosto
los Verdes del próximo pazo abaten la cerceta. No sé dónde leí que a las
cercetas les llamaban «las segadoras de la luz». Castroviejo ya me dirá si está
bien dicho eso. Manuel Anido, alias Bolente, entró en la taberna de Ficios a
refrescar, que el viaje lo hacía por la Terrachá en una calurosa mañana y
pidiendo una jarrilla de blanco se sentó a la puerta, a la sombra del viejo
castaño. Y saboreando el chantadino pálido estaba cuando llegaron por el
camino de Villalba unos gitanos con un mono: un anciano, una pareja y una
muchacha sentada en un pollino cierzo, la oreja quebrada, según se supo
después, por lo que habló el gitano viejo, de nacimiento.
-¡Saluda
al señor Manuel!- dijo el gitano viejo al mono.
Y
el mono se quitó el gorrillo colorado que llevaba puesto, rematado en un
cascabel dorado.
-¡Saluda
al señor Antonio!- volvió a decir el gitano.
El
mono saludó con dos reverencias y otra quita de gorro al tabernero.
-¿Y
cómo sabe los nombres nuestros? -preguntó éste, Antonio Gómez, gordo,
colorado, bigotes kaiserinos, muy amigo mío.
-Por
la piedra bilicua -dijo el gitano.
Manuel
Anido, que es muy curioso de novedades, convidó a la gitanería ambulante a un
vaso de vino y sacó de la alforja un trozo de bolla de torreznos.
-La
piedra bilicua es la piedra de los sabios de Egipto -le explicó el gitano a
Manuel Anido-. Y es una piedra dulce. A veces, estando el sabio distraído
soplando la arena de sus hierbas medicinales, viene un mono y creyéndola
caramelo, la come. Entonces, el mono pasa a sabio. Este es de ésos, y sabe los
nombres de todas las personas para quien mira. Claro que si no mira para
ellas, no me da el soplo. Viniendo para aquí, cuando dimos vista a la taberna,
me sopló:
-Ahí
está don Manuel, que es un caballero muy generoso.
Manuel
Anido, alias Bolente, convidó a otro vaso a los gitanos y les repartió la bolla
a torreznos.
-¡Está
encebollada! -dijo la gitana joven.
-Es
lo pedido -comentó Manuel-. La cebolla amolece el pan.
El
gitano le explicó a Bolente que el mono todas las noches expulsa la piedra, lo
que obliga a ponerle unas bragas reforzadas, de las que se recoge por la
mañana, se lava y se le da otra vez a comer al mono, quien la traga con apetito
porque esa piedra no pierde nunca el azúcar. Es una piedra pequeña, redonda,
amarilla, transparente, y las más apreciadas bilicuas son las que tienen por
dentro un ramillo que parece un nardo.
-Las
hay encarnadas, pero son de menos mérito. La de mi mono Teruel es del color del
limón.
-¿Y
no falla?
-¡Nunca!
¡Da la ciencia de los nombres!
Manuel
Anido trató con el gitano de comprarle la piedra bilicua.
-¡Hombre
-decía el gitano viejo-, sólo en caramelos por la mañana para desacostumbrarlo,
me gastaría en un mes cuarenta duros!
-¡Y
la pena del mono por no saber el nombre de los caballeros a quien hace el
saludo! -decía una de las mujeres.
-¡Se
pone la piedra en mil pesetas! -dijo el gitano joven.
Llegó
más vino y el trato duró dos horas. Mientras, el mono saludó a una Josefa y a
un Pedro, que lo eran, y al caballo de Manuel que se llamaba «Polido». Se
cerró el negocio en ochocientas pesetas.
-Habrá
que esperar a la noche -decía Manuel, quien ya ardía en deseos de tener la
piedra. Se imaginaba en Lugo, en el próximo San Froilán, saludando a todo el
mundo por su nombre. Podía, en un portal, sacar algo de dinero. Por lo menos
las ochocientas pesetas.
-No
hace falta -dijo el gitano viejo-. Me meto con el mono en un sitio oscuro y
diciendo yo en voz alta que ya son las doce de la noche, me pone la piedra en
la mano. Como la gallina el huevo.
Así
sucedió. Manuel pagó las ochocientas y se llevó la piedra bilicua. Era una
piedra muy bonita, transparente, dorada, con unas venas oscuras dentro. Con
cierto reparo, que al fin la piedra venía de donde venía, aunque estaba lavada,
Manuel Anido le pasó la lengua. Era dulce como miel
-¡Mañana
en ayunas la toma! ¡A los dos días ya hace efecto!
Y
los gitanos se despidieron, doliéndose del mono, que ya no iba a saber a quién
saludaba.
Manuel
Anido tragó la piedra a la mañana siguiente, en ayunas. Pero no la echó. Se le
quedó en el cuerpo. Lo miraron a rayos X y no dieron con ella. Si la echa, la
vuelve a tomar y ya sabrá los nombres de los desconocidos. En esta expectativa
está Manuel, y hasta va con bacinilla al campo, por si acaso.