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lunes, 29 de septiembre de 2014

Museo da Terra de Melide III















La piedra bilicua

Manuel Anido, alias Bolente, vecino de Ribeira de Piquín, iba a visitar a una hermana que tenía ca­sada en Sistallo, junto a la laguna de Cospeito, don­de el mergo y la anguila se saludan. Allí medran los cíperos y el junco agudo, y en agosto los Verdes del próximo pazo abaten la cerceta. No sé dónde leí que a las cercetas les llamaban «las segadoras de la luz». Castroviejo ya me dirá si está bien dicho eso. Ma­nuel Anido, alias Bolente, entró en la taberna de Fi­cios a refrescar, que el viaje lo hacía por la Terrachá en una calurosa mañana y pidiendo una jarrilla de blanco se sentó a la puerta, a la sombra del viejo castaño. Y saboreando el chantadino pálido estaba cuando llegaron por el camino de Villalba unos gi­tanos con un mono: un anciano, una pareja y una muchacha sentada en un pollino cierzo, la oreja quebrada, según se supo después, por lo que habló el gitano viejo, de nacimiento.
-¡Saluda al señor Manuel!- dijo el gitano viejo al mono.
Y el mono se quitó el gorrillo colorado que llevaba puesto, rematado en un cascabel dorado.
-¡Saluda al señor Antonio!- volvió a decir el gitano.
El mono saludó con dos reverencias y otra quita de gorro al tabernero.
-¿Y cómo sabe los nombres nuestros? -pregun­tó éste, Antonio Gómez, gordo, colorado, bigotes kaiserinos, muy amigo mío.
-Por la piedra bilicua -dijo el gitano.
Manuel Anido, que es muy curioso de novedades, convidó a la gitanería ambulante a un vaso de vino y sacó de la alforja un trozo de bolla de torrez­nos.
-La piedra bilicua es la piedra de los sabios de Egipto -le explicó el gitano a Manuel Anido-. Y es una piedra dulce. A veces, estando el sabio distraído soplando la arena de sus hierbas medicinales, viene un mono y creyéndola caramelo, la come. Entonces, el mono pasa a sabio. Este es de ésos, y sabe los nombres de todas las personas para quien mira. Cla­ro que si no mira para ellas, no me da el soplo. Vi­niendo para aquí, cuando dimos vista a la taberna, me sopló:
-Ahí está don Manuel, que es un caballero muy generoso.
Manuel Anido, alias Bolente, convidó a otro vaso a los gitanos y les repartió la bolla a torreznos.
-¡Está encebollada! -dijo la gitana joven.
-Es lo pedido -comentó Manuel-. La cebolla amolece el pan.
El gitano le explicó a Bolente que el mono to­das las noches expulsa la piedra, lo que obliga a po­nerle unas bragas reforzadas, de las que se recoge por la mañana, se lava y se le da otra vez a comer al mono, quien la traga con apetito porque esa piedra no pierde nunca el azúcar. Es una piedra pequeña, redonda, amarilla, transparente, y las más apreciadas bilicuas son las que tienen por dentro un rami­llo que parece un nardo.
-Las hay encarnadas, pero son de menos mérito. La de mi mono Teruel es del color del limón.
-¿Y no falla?
-¡Nunca! ¡Da la ciencia de los nombres!
Manuel Anido trató con el gitano de comprarle la piedra bilicua.
-¡Hombre -decía el gitano viejo-, sólo en cara­melos por la mañana para desacostumbrarlo, me gastaría en un mes cuarenta duros!
-¡Y la pena del mono por no saber el nombre de los caballeros a quien hace el saludo! -decía una de las mujeres.
-¡Se pone la piedra en mil pesetas! -dijo el gitano joven.
Llegó más vino y el trato duró dos horas. Mien­tras, el mono saludó a una Josefa y a un Pedro, que lo eran, y al caballo de Manuel que se llamaba «Po­lido». Se cerró el negocio en ochocientas pesetas.
-Habrá que esperar a la noche -decía Manuel, quien ya ardía en deseos de tener la piedra. Se ima­ginaba en Lugo, en el próximo San Froilán, salu­dando a todo el mundo por su nombre. Podía, en un portal, sacar algo de dinero. Por lo menos las ochocientas pesetas.
-No hace falta -dijo el gitano viejo-. Me meto con el mono en un sitio oscuro y diciendo yo en voz alta que ya son las doce de la noche, me pone la piedra en la mano. Como la gallina el huevo.
Así sucedió. Manuel pagó las ochocientas y se llevó la piedra bilicua. Era una piedra muy bonita, transparente, dorada, con unas venas oscuras den­tro. Con cierto reparo, que al fin la piedra venía de donde venía, aunque estaba lavada, Manuel Anido le pasó la lengua. Era dulce como miel
-¡Mañana en ayunas la toma! ¡A los dos días ya hace efecto!
Y los gitanos se despidieron, doliéndose del mono, que ya no iba a saber a quién saludaba.
Manuel Anido tragó la piedra a la mañana siguiente, en ayunas. Pero no la echó. Se le quedó en el cuerpo. Lo miraron a rayos X y no dieron con ella. Si la echa, la vuelve a tomar y ya sabrá los nombres de los desconocidos. En esta expectativa está Manuel, y hasta va con bacinilla al campo, por si acaso.
Álvaro Cunqueiro - La cocina cristiana de Occidente - Tusquets
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