La editorial Candaya toma su nombre de ese reino fantástico al que se dirigen, montados en Clavileño, Don Quijote y Sancho para acabar con los hechizos diabólicos del gigante Malambruno.Con la misma vocación y voluntad quijotesca nace la editorial Candaya, que pretende, desde su modestia, luchar contra esos otros maleficios, aún más perversos y malintencionados, que condenan al ostracismo a muchos escritores latinoamericanos.
Ofrecer un espacio editorial a autores (especialmente
hispanoamericanos) que consideran de gran valor (a los nuevos y a los
injustamente olvidados) es el eje de su labor editorial, que quiere
estar regida fundamentalmente por tres principios: convencimiento, riesgo y
rigor. Nos invitan a que adquiramos directamente de la editorial sus libros, sin ningún tipo de gastos de envío a cualquier ciudad española (para el
resto de países, consultar). Para ello, solamente tenemos que enviar un email a
candaya@candaya.com indicando el título, número de ejemplares y la dirección
postal completa donde deseamos recibirlos.
En verdad os digo
Todas las personas interesadas en
que el camello pase por el ojo de la aguja, deben inscribir su nombre en la
lista de patrocinadores del experimento Niklaus.
Desprendido de un grupo de sabios
mortíferos, de esos que manipulan el uranio, el cobalto y el hidrógeno, Arpad
Niklaus deriva sus investigaciones actuales a un fin caritativo y radicalmente
humanitario: la salvación del alma de los ricos.
Propone un plan científico para
desintegrar un camello y hacerlo que pase en chorro de electrones por el ojo de
una aguja. Un aparato receptor (muy semejante en principio a la pantalla de
televisión) organizará los electrones en átomos, los átomos en moléculas y las
moléculas en células, reconstruyendo inmediatamente el camello según su esquema
primitivo. Niklaus ya logró cambiar de sitio, sin tocarla, una gota de agua
pesada. También ha podido evaluar, hasta donde lo permite la discreción de la
materia, la energía cuántica que dispara una pezuña de camello. Nos parece
inútil abrumar aquí al lector con esa cifra astronómica.
La única dificultad seria en que
tropieza el profesor Niklaus es la carencia de una planta atómica propia. Tales
instalaciones, extensas como ciudades, son increíblemente caras. Pero un comité
especial se ocupa ya en solventar el problema económico mediante una colecta
universal. Las primeras aportaciones, todavía un poco tímidas, sirven para
costear la edición de millares de folletos, bonos y prospectos explicativos,
así como para asegurar al profesor Niklaus el modesto salario que le permite
proseguir sus cálculos e investigaciones teóricas, en tanto se edifican los
inmensos laboratorios.
En la hora presente, el comité
solo cuenta con el camello y la aguja. Como las sociedades protectoras de
animales aprueban el proyecto, que es inofensivo y hasta saludable para
cualquier camello (Niklaus habla de una probable regeneración de todas las
células), los parques zoológicos del país han ofrecido una verdadera caravana.
Nueva York no ha vacilado en exponer su famosísimo dromedario blanco.
Por lo que toca a la aguja, Arpad
Niklaus se muestra muy orgulloso, y la considera piedra angular de la
experiencia. No es una aguja cualquiera, sino un maravilloso objeto dado a luz
por su laborioso talento. A primera vista podría ser confundida con una aguja
común y corriente. La señora Niklaus, dando muestra de fino humor, se complace
en zurcir con ella la ropa de su marido. Pero su valor es infinito. Está hecha
de un portentoso metal todavía no clasificado, cuyo símbolo químico, apenas
insinuado por Niklaus, parece dar a entender que se trata de un cuerpo
compuesto exclusivamente de isótopos de níquel. Esta sustancia misteriosa ha
dado mucho que pensar a los hombres de ciencia. No ha faltado quien sostenga la
hipótesis risible de un osmio sintético o de un molibdeno aberrante, o quien se
atreva a proclamar públicamente las palabras de un profesor envidioso que
aseguró haber reconocido el metal de Niklaus bajo la forma de pequeñísimos
grumos cristalinos enquistados en densas masas de siderita. Lo que se sabe a
ciencia cierta es que la aguja de Niklaus puede resistir la fricción de un
chorro de electrones a velocidad ultracósmica.
En una de esas explicaciones tan
gratas a los abstrusos matemáticos, el profesor Niklaus compara el camello en
su tránsito con un hilo de araña. Nos dice que si aprovechamos ese hilo para
tejer una tela, nos haría falta todo el espacio sideral para extenderla, y que
las estrellas visibles e invisibles quedarían allí prendidas como briznas de
rocío.
La madeja en cuestión mide
millones de años luz, y Niklaus ofrece devanarla en unos tres quintos de
segundo.
Como puede verse, el proyecto es
del todo viable y hasta diríamos que peca de científico. Cuenta ya con la
simpatía y el apoyo moral (todavía no confirmado oficialmente) de la Liga
Interplanetaria que preside en Londres el eminente Olaf Stapledon.
En vista de la natural
expectación y ansiedad que ha provocado en todas partes la oferta de Niklaus,
el comité manifiesta un especial interés llamando la atención de todos los
poderosos de la tierra, a fin de que no se dejen sorprender por los charlatanes
que están pasando camellos muertos a través de sutiles orificios. Estos
individuos, que no titubean al llamarse hombres de ciencia, son simples
estafadores a caza de esperanzados incautos. Proceden de un modo sumamente
vulgar, disolviendo el camello en soluciones cada vez más ligeras de ácido
sulfúrico. Luego destilan el líquido por el ojo de la aguja, mediante una
clepsidra de vapor, y creen haber realizado el milagro. Como puede verse, el
experimento es inútil y de nada sirve financiarlo. El camello debe estar vivo
antes y después del imposible traslado.
En vez de derretir toneladas de
cirios y de gastar el dinero en indescifrables obras de caridad, las personas
interesadas en la vida eterna que posean un capital estorboso, deben patrocinar
la desintegración del camello, que es científica, vistosa y en último termino
lucrativa. Hablar de generosidad en un caso semejante resulta del todo
innecesario. Hay que cerrar los ojos y abrir la bolsa con amplitud, a sabiendas
de que todos los gastos serán cubiertos a prorrata. El premio será igual para
todos los contribuyentes: lo que urge es aproximar lo más que sea posible la
fecha de entrega.
El monto del capital necesario no
podrá ser conocido hasta el imprevisible final, y el profesor Niklaus, con toda
honestidad, se niega a trabajar con un presupuesto que no sea fundamentalmente
elástico. Los suscriptores deben cubrir con paciencia y durante años sus cuotas
de inversión. Hay necesidad de contratar millares de técnicos, gerentes y
obreros. Deben fundarse subcomités regionales y nacionales. Y el estatuto de un
colegio de sucesores del profesor Niklaus, no tan sólo debe ser previsto, sino
presupuesto en detalle, ya que la tentativa puede extenderse razonablemente durante
varias generaciones. A este respecto no está por demás señalar la edad provecta
del sabio Niklaus.
Como todos los propósitos
humanos, el experimento Niklaus ofrece dos probables resultados: el fracaso y
el éxito. Además de simplificar el problema de la salvación personal el éxito
de Niklaus convertiría a los empresarios de tan mística experiencia en
accionistas de una fabulosa compañía de transportes. Será muy fácil desarrollar
la desintegración de los seres humanos de un modo práctico y económico. Los
hombres del mañana viajarán a través de grandes distancias en un instante y sin
peligro disueltos en ráfagas electrónicas
Pero la posibilidad de un fracaso
es todavía más halagadora. Si Arpad Niklaus es un fabricante de quimeras y a su
muerte le sigue toda una estirpe de impostores, su obra humanitaria no hará
sino aumentar en grandeza, como una progresión geométrica, o como el tejido de
pollo cultivado por Carrel. Nada impedirá que pase a la historia como el
glorioso fundador de la desintegración universal de capitales. Y los ricos,
empobrecidos en serie por las agotadoras inversiones, entrarán fácilmente al
reino de los cielos por la puerta estrecha (el ojo de la aguja), aunque el
camello no pase.
Juan José Arreola