El Libro de Kells (Book of Kells en inglés; Leabhar Cheanannais en irlandés), también conocido como Gran Evangeliario de San Columba, es un manuscrito ilustrado con motivos ornamentales, realizado por monjes celtas hacia el año 800 en Kells, un pueblo de Irlanda.
El libro –considerado la pieza principal del
cristianismo celta y del arte irlando-sajón– es, a pesar de estar inconcluso,
uno de los más suntuosos manuscritos iluminados que han sobrevivido a la Edad
Media. Debido a su gran belleza y a la excelente técnica de su acabado, muchos
especialistas lo consideran uno de los más importantes vestigios del arte
religioso medieval. Escrito en latín, el Libro de Kells contiene los cuatro
Evangelios del Nuevo Testamento, además de notas preliminares y explicativas, y
numerosas ilustraciones y miniaturas coloreadas. En la actualidad el manuscrito
está expuesto permanentemente en la biblioteca del Trinity College de Dublín.
Cuenta la historia que había dos gigantes, uno de Irlanda (Finn) y otro de Staffa (Bennandoner), que se llevaban muy mal y continuamente se tiraban rocas. De tanto tirar rocas se formó un campo de piedras sobre el mar. El gigante escocés decidió pasar el camino de rocas y derrotar a su adversario, pues éste era más fuerte que el otro. La mujer del gigante irlandés (Oonagh) vio cómo venía el gigante escocés, así que decidió vestir a su marido de bebé. Al llegar el escocés y ver que el bebé era tan grande, pensó que su padre sería el triple de grande, así que huyó pisando muy fuerte las rocas, que se hundieron en el mar para que el otro gigante no pudiera llegar a Staffa. (Leyenda irlandesa de la formación de la Calzada de los Gigantes)
El gigante egoísta
Todas las tardes, al salir
de la escuela, los niños acostumbraban ir a jugar al jardín del Gigante.
Era un jardín
grande y deleitoso, recubierto de suave y verde césped. Aquí y allá, entre la
hierba, crecían hermosas flores... semejantes a estrellas, y había doce melocotoneros
que en primavera se llenaban de delicadas flores rosa y nácar y en otoño se
cargaban de rico fruto. Los pájaros se posaban en los árboles y cantaban tan
dulcemente que los niños solían dejar sus juegos para escucharlos.
-¡Qué felices
somos aquí! -se gritaban unos a otros.
Un día el Gigante volvió. Había ido a visitar a su amigo el ogro de Cornualles y había permanecido con él durante siete años. Pasados esos siete años, había dicho ya todo lo que tenía que decir, pues su conversación era limitada, y había resuelto volver a su propio castillo. Cuando llegó vio a los niños jugando en el jardín.
-¿Qué estáis
haciendo aquí?-gritó con una voz muy áspera; y los niños huyeron a todo correr.
-Mi jardín es
mi jardín-dijo el Gigante-; eso lo puede comprender cualquiera, y no permitiré
que nadie juegue en él, excepto yo mismo.
De modo que levantó todo alrededor una tapia
muy alta y colocó un cartel que decía:
Prohibido el paso. Los infractores serán castigados
Era un Gigante muy egoísta.
Los pobres
niños no tenían ahora donde jugar. Intentaron hacerlo en la carretera, pero era
muy polvorienta y estaba llena de duras piedras y no les gustó. Se
acostumbraron a vagar alrededor de la alta tapia, hablando del hermoso jardín
que había detrás.
-¡Qué felices
éramos ahí!-se decían. Después llegó la primavera y el campo entero se llenó de
flores y pájaros. Sólo en el jardín del Gigante Egoísta seguía siendo invierno.
Los pájaros no cantaban en él porque no había niños, y los árboles se olvidaron
de florecer.
Una vez una
hermosa flor asomó la cabeza entre el césped, pero cuando vio el cartel le dio
tanta pena de los niños que volvió a deslizarse en la tierra y se durmió de
nuevo. Los únicos que estaban a gusto eran la Nieve y la Escarcha.
-La primavera se ha olvidado de este jardín -exclamaron-, así que
viviremos aquí todo el año.
La nieve
cubrió la hierba con su gran manto blanco y la escarcha pintó de plata todos
los árboles. Después, invitaron al Viento Norte a que viniera con ellos, y el
Viento Norte vino. Iba envuelto en pieles y se pasó todo el día rugiendo por el
jardín y derribando las chimeneas.
-Este lugar es
delicioso -dijo-; debemos invitar al Granizo.
Llegó, pues,
el Granizo. Todos los días tamborileaba sobre el tejado del castillo durante
tres horas, hasta que rompió casi todas las pizarras, y luego corría y corría
por el jardín lo más aprisa posible. Iba vestido de gris y su aliento era como
hielo.
-No comprendo por qué tarda
tanto en llegar la primavera -decía el Gigante Egoísta cuando se sentaba a la
ventana y miraba su jardín frío y blanco-. Espero que el tiempo cambiará.
Pero la
primavera no llegó nunca, ni el verano
tampoco. El otoño dio frutos dorados a todos los jardines, pero al jardín del
Gigante no le dio ninguno.
-Es demasiado
egoísta -dijo.
De modo que allí fue siempre invierno, y el Viento Norte y el Granizo y
la Escarcha y la Nieve bailaban entre los árboles.
Una mañana que el Gigante estaba despierto en
la cama oyó una música encantadora. Era tan dulce a sus oídos que pensó que
serían los músicos del Rey que pasaban. En realidad no era sino un jilguero
que cantaba frente a su ventana, pero hacía tanto tiempo que no oía a un pájaro
cantar en su jardín, que le pareció aquella la música más hermosa del mundo.
Entonces el Granizo dejó de bailar sobre su cabeza, el Viento Norte dejó de
rugir y hasta él llegó un perfume delicioso que penetraba, por la abierta ventana.
-Me parece que
por fin ha llegado la primavera -dijo el Gigante; y saltó de la cama y se asomó
a mirar.
¿Qué fue lo
que vio?
Vio un espectáculo maravilloso. A través de un agujero del muro habían
entrado los niños y estaban sentados en las ramas de los árboles. En todos los
árboles que el Gigante alcanzaba a ver había un chiquitín. Y los árboles
estaban tan contentos al tener a los niños de vuelta que se habían cubierto de
flores y, suavemente, balanceaban las ramas sobre sus cabezas. Volaban los
pájaros gorjeando alegremente y las flores se asomaban por entre el verde
césped y se reían. Era una escena encantadora. Sólo en un rincón seguía el
invierno. Era el rincón más apartado del jardín y en él había un niñito. Era
tan pequeño que no alcanzaba a las ramas del árbol y daba vueltas a su
alrededor llorando amargamente. El pobre árbol seguía completamente cubierto
de nieve y escarcha y el Viento Norte soplaba y rugía sobre él.
-¡Sube,
niñito! -decía el árbol, e inclinaba sus ramas todo lo que podía; pero el niño
era demasiado chiquito.
Y el corazón
del Gigante se conmovió al contemplarlo.
-¡Qué egoísta
he sido! -dijo-; ahora se por qué no venía aquí la primavera.
Subiré a ese pobre niño a lo alto del árbol y después derribaré la
pared, y mi jardín será para siempre el lugar de juego de los niños.
Estaba
realmente muy arrepentido de lo que había hecho.
Así pues, bajó las escaleras y abrió suavemente la puerta principal y salió al jardín. Pero cuando los niños le vieron se asustaron tanto que se escaparon
todos y en el jardín se hizo otra vez invierno. Solamente el pequeñito no echó
a correr, pues sus ojos estaban tan llenos de lágrimas, que no vio llegar al
Gigante. Y el Gigante se aproximó sin ruido hasta él y le cogió suavemente en
sus manos y le subió al árbol. Y el árbol floreció al momento y los pájaros
vinieron a cantar en él, y el niñito tendió sus brazos y los echó al cuello del
Gigante y le besó. Y los otros niños, cuando vieron que el Gigante ya no era
malo, volvieron corriendo y con ellos volvió la primavera.
-El jardín es
vuestro ahora, pequeños dijo el Gigante. Y cogiendo un pico enorme derribó la
pared. Y a mediodía, al ir al mercado, la gente se encontró al Gigante jugando
con los niños en el más hermoso jardín que habían visto.
Jugaron todo
el día y al oscurecer los niños fueron a despedirse del Gigante.
-¿Pero dónde está vuestro compañerito?-dijo-; ¿el niño que subí al
árbol?
El Gigante le quería más porque le había besado.
-No sabemos-contestaron los niños-; se ha ido.
-Tenéis que decirle que no deje de venir mañana-dijo el Gigante.
Pero los niños
contestaron que no sabían dónde vivía y que no le habían visto nunca antes, y
el Gigante se quedó muy triste.
Todas las
tardes, al salir de la escuela, los
niños venían a jugar con el Gigante.
Pero al
chiquitín que el Gigante amaba no le volvieron a ver. El Gigante era muy bueno
con todos los niños, pero echaba de menos a su primer amiguito y a menudo
hablaba de él.
-¡Cómo me gustaría volver a verle! -solía decir.
Pasaron los años y el Gigante se volvió viejo y débil. Ya no podía
jugar, así que se sentaba en un gran sillón y miraba jugar a los niños y admiraba su jardín.
-Tengo muchas
flores hermosas -decía-; pero
los niños son las flores más hermosas de todas.
Una mañana de invierno, al levantarse, miró
por la ventana. Ya no odiaba al invierno, porque sabía que era solamente que la
primavera dormía y las flores estaban
descansando. De pronto, se frotó los ojos maravillado y
miró y miró. Era, en verdad, un espectáculo maravilloso. En el rincón más apartado
del jardín había un árbol enteramente cubierto de flores blancas. Sus ramas
eran todas de oro y de ellas colgaban frutos de plata y debajo estaba el niñito
que él había querido tanto.
El Gigante
bajó las escaleras lleno de alegría y se precipitó al jardín. Corriendo sobre
el césped llegó junto al niño. Y cuando estuvo muy cerca, su rostro se
enrojeció de ira y dijo:
-¿Quién se ha
atrevido a herirte?
Pues en las
palmas de las manos del niño había señales de dos clavos, y señales de dos
clavos había en sus piececitos. -¿Quién se ha atrevido a herirte? -gritó el
Gigante-; dímelo, para que coja mi gran espada y le mate.
-¡No! -contestó el niño-; pues éstas son las heridas del amor.
-¿Quién eres
tú? -dijo el Gigante, y un extraño temor le sobrecogió y se arrodilló delante
del niño.
Y el niño sonrió al Gigante y le dijo:
-Tú me dejaste
un día jugar en tu jardín; hoy vendrás conmigo a mi jardín, que es el Paraíso.
Y cuando los
niños llegaron aquella tarde se encontraron al Gigante muerto bajo el árbol,
todo cubierto de flores blancas.
Óscar Wilde
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