Cuando los huesos me vinieron para arriba, (con mucho trabajo, pero vinieron, porque lo que no surge muere) yo y más el Mario hicimos de la cajita blanca un carrito que se nos escacharró contra una roca al echarnos como locos por el monte abajo a todo cuanto daban las ruedas. Mario esnafró la cabeza –sin mucho cuidado- y yo salí sin magulladura alguna. Mi madre quiso hacer unas misas para dar gracias a Dios por la suerte que tuve y mi padre le dijo que con esos cuartos me comprase un pantalón para que no se me enfriase el culo.
Por aquellos días, como andaba solo (pues el Mario tuvo que estar en ca-
Era una paloma muy “xeitosa”,
¡muy xeitosa! Tenía por el cuello unas plumas azules, otras doradas, y alguna también roja. El pico afilado y el papo lleno.
Volábamos por entre las nubes.
¡Brrrrrrrrrrrrrrr!
¡Brrrrrrrrrrrrrrrr!
¡Brrrrrrrrrrrrrrrr!
Volábamos lo mismo que hoy
vuelan los aviones, y cada vez íbamos más altos
Detrás de mí (cosa que me extrañó
porque sabía que aún estaba en la cama) vi que venía el Mario en otra paloma,
pero yo me iba dando cuenta de que no era capaz de atraparme. Mario se fue
quedando atrás, poco a poco, hasta que desapareció.
Yo, sin embargo, tira para
arriba, para arriba, para arriba, como un relámpago.
Para no caer me agarraba bien al
papo lleno de la paloma. Y cuanto más subíamos más pequeñito iba viendo el
mundo allá abajo. Los hombres ya no eran
casi nada, como hormigas, o menos quizás.
La paloma entonces dio tres tirones más y ya vi el mundo igual que una canica
de cristal rodando por el aire.
A veces pasaba una estrella a
nuestro lado, como un vidrio lleno de fuego. Yo apretaba bien las piernas al lomo de la paloma y bajaba la cabeza mientras la estrella me fungaba
en los oídos.
La paloma, entonces, me dijo:
-No tengas miedo ¡concho! No
tengas miedo. Que no te dejo caer ni bates con las estrellas… Y lleva bien
abiertos los ojos que vamos a llegar.
-¿Adónde vamos a llegar?
-¿Adónde va a ser?... ¿Tú eres
parbo?... -dijo la paloma casi cabreada-. Vamos a llegar al cielo. Vamos a ver
a todos los angelitos del cielo. ¡Todos los angelitos juntos!... Ahora ya falta
poco, dos tirones más y ya está.
-¿Y nos van a dejar entrar? –pregunté
lleno de miedo-.
-¿Y por qué no?... ¿Tú hiciste
algo malo?...
Me acordé al momento que le había
robado, aquella mañana, ocho canicas a mi primo del bolsillo de la chaqueta, y
se lo dije a la paloma.
La paloma, sin dejar de volar,
siempre para arriba, para arriba, para arriba, me dijo riendo:
-¡No me engaño, no! Tú eres
parbo. Eso no es pecado mortal. Tú entras en el cielo siempre, si hay alguien
que te lleve, ¡claro! Hoy te llevo yo y tú entras porque sí, porque me da a mi
la gana.
En ese momento la paloma dio un tirón más fuerte, que hasta me faltó el aliento y dijo:
-Ya estamos.
Yo abrí los ojos todo cuanto pude
y vi un montón de angelitos, todos desnudos, todos muy bonitos, rubios, con los
cabellos ensortijados, gorditos, riendo siempre, con dos alas pequeñitas a las
espaldas, brincado de una nube para otra, brinca de aquí, brinca de allá, brinca
del otro lado.
Entonces me vino a la memoria el
Raúlito, el hijo del zapatero de nuestra aldea, que muriera ahogado en el río
hacía sólo dos días. Y cuando traté de fijarme bien para encontrarlo, empezó a
nublarse el cielo, se pusieron unas nubes como cuando va a llover, luego me
cayeron unas gotas en el cuerpo -unas gotas tripudas como sapos- después otras más tupidas y de pronto se cerró a llover fuerte,
fuerte, fuerte como si el cielo se viniera abajo y a ventar con un ruido como
si todos los perros del mundo estuviesen aullando al mismo tiempo.
Las plumas de la paloma se pusieron
como las plumas de las gallinas cuando duermen fuera en el invierno. Yo quería
agarrarme a ella y resbalaba. Hacía fuerza y cuanto más fuerza hacía más resbalaba. Comencé a temblar. Hubo de
repente como tres relámpagos que me dejaron ciego y sordo, batiendo diente con diente y grité a
todo gritar:
-¡Ay, mamá, mamá, mamaiña! ¡Ay mamá,
mamaíña que me muero! ¡Yo no quería, mamá!
¡Fue la paloma, mamaiña!
En ese momento desperté, di un brinco y se movieron todas las hojas del jergón. Estuve un buen rato temblando. Entonces eché la mano a la barriga y vi que tenía algo de humedad. Fui palpando más abajo y me di cuenta de que había meado en la cama.
En ese momento desperté, di un brinco y se movieron todas las hojas del jergón. Estuve un buen rato temblando. Entonces eché la mano a la barriga y vi que tenía algo de humedad. Fui palpando más abajo y me di cuenta de que había meado en la cama.
Mi madre al oír mis gritos vino a mi lado corriendo,
llena de miedo.
-¿Qué te pasa?... ¿Qué te
pasa?... ¿Qué te pasa?...
Yo, muy bajito, dije:
-Nada, mamá… No me pasa nada… De
verdad que no, mamá…
-¿Entonces?... ¿Tú estás
loco?...
-¡Tuve un sueño!
Pero ella, entonces, que ya le
había pasado el miedo, se dio cuenta de que había meado en la cama y sin
pensarlo siquiera me dio una paliza que aún hoy no he olvidado..
-Te sacaré esa mala costumbre
antes de que muera, porco! Todos los días meando en la cama. ¡Porco, máis
que porco! Ya casi no tenemos hojas
para el jergón. ¡Porco, porco, porco,
porco!… y a cada “porco” una palmetada en el culo con la mano que tenía
más dura que una tabla de tanto trabajar en la tierra-.
Mi madre tenía mucha razón, pues era verdad, meaba todos los días en la
cama.
Pero yo pienso que aquella noche
la razón era mía. Aún lo pienso hoy. Pues cualquiera, por muy agudo que sea (digo que cualquiera y
soy capaz de jurarlo donde haga falta) tiene que mear en la cama soñando con los angelitos.
Manuel Lueiro Rey - Non debían medrar Ilustración de Isaac Díaz Pardo