Disputaciones tusculanas (2)
Qué opinión tenía realmente Sócrates sobre esta cuestión se ve con claridad en el libro en que se narra su muerte, del que ya hemos hablado tanto. Cuando había terminado de hablar sobre la inmortalidad de las almas y se acercaba ya el momento de su muerte, al preguntarle Critón cómo quería ser enterrado, dijo: «En verdad que todo mi afán ha sido en vano, amigos míos, porque no he conseguido convencer a nuestro Critón de que yo me iré rápidamente de aquí y no dejaré nada de mí. A pesar de ello, Critón, si puedes cogerme o encontrarme en alguna parte, entiérrame como te parezca. Pero, créeme, ninguno de vosotros me alcanzará cuando haya partido de aquí». Palabras realmente admirables, no sólo porque él se mostró condescendiente con su amigo, sino también porque dejó bien patente que toda esta cuestión no le preocupaba en modo alguno. Más duro se mostró Diógenes, que sin duda era de la misma opinión, pero, como buen cínico, la expresó de un modo más brutal: mandó que lo arrojaran en pleno campo sin enterrar. Y entonces sus amigos le dijeron: «¿Expuesto a las aves y las fieras?». «Hombre, no», respondió, «dejad junto a mí un bastón para ahuyentarlas». «¿Cómo podrás?», le contestaron, «si ya no sentirás nada». «¿Qué daño me producirá entonces ser desgarrado por las fieras si ya no siento nada?». Admirables también las palabras de Anaxágoras, el cual, cuando estaba moribundo en Lámpsaco, a sus amigos que le preguntaban si, en caso de un fatal desenlace, quería ser llevado a Clazómenas, su patria, les respondió: «No hay ninguna necesidad, porque, cualquiera que sea el punto de partida, el camino que conduce a los infiernos tiene la misma longitud». Sobre toda esta cuestión del enterramiento hay que atenerse a un único principio, que sólo concierne al cuerpo, perezca el alma o siga viviendo. Es claro, sin embargo, que en el cuerpo, una vez que el alma se extingue o se escapa, no queda sensibilidad alguna.
Ahora bien, en realidad la muerte se afronta con la máxima serenidad cuando la vida, en su declive, puede hallar consuelo en sus propios méritos. Nunca es demasiado breve la vida de quien ha cumplido plenamente el deber de la virtud perfecta.
En realidad, quien teme lo que no se puede evitar no puede vivir en modo alguno con el ánimo tranquilo, mientras que quien no tiene miedo a la muerte, no sólo por el hecho de que morir es inevitable, sino también porque la muerte no tiene nada de aterrador, ése se procura una gran protección para la vida feliz.
¿No sabes que, si pierdes uno de tus vasos corintios, tú puedes conservar en buen uso el resto de la vajilla, mientras que si pierdes una sola virtud -aunque la virtud no puede perderse-, basta con admitir que no tienes una, para que no tengas ninguna?
Cicerón