Historia de los Animales (12)
En el libro duodécimo de Filarco, se lee que los áspides de Egipto merecen allí un tratamiento lleno de gran respeto y que, a causa de ello, son muy mansos y dóciles. Por consiguiente, nunca atacan a los niños que, incluso, comen junto a ellos y, además, si alguien los llama, salen de sus cubiles respondiendo al llamado, que se hace con un chasquido de los dedos.
Sumado a todo eso, los egipcios les brindan ofrendas para darles a entender que son sus amigos. Al terminar las comidas, esparcen sobre las mesas granos de cebada remojados en vino y cubiertos de miel; de inmediato hacen castañetear los dedos para convocar a sus invitados, por así decir, y obedientes a esa especie de reclamo, los áspides llegan desde todas partes, reptando unos desde un sitio, otros desde otro; una vez alcanzada la mesa, mantienen una parte del cuerpo en el suelo, alzan la cabeza, se apoderan de su comida con la lengua y, sin apuros ni inquietud, se hartan de cebada y la comen toda. Si los egipcios experimentan alguna necesidad por la noche, una vez más hacen castañetear sus dedos y con ese sonido dejan saber a los animales que tienen que dar paso libre a los hombres y apartarse. Es decir, que los áspides disciernen entre los diferentes sonidos, conocen a quien los produce y, de inmediato, se alejan y se ocultan, reptando, en sus cuevas y agujeros. Así es que quien se levante de su cama no va a aplastar ni se tropezará con ningún reptil.
Digno de subrayar es que, si se atrapa una rata preñada y se le saca el feto y, ya efectuada la disección, se examina ese feto, se verá que este mismo lleva en su interior otra cría.
En su obra Memorias, Euforión refiere que, en épocas muy remotas, Sarnas quedó deshabitada a causa de la aparición de unas bestias gigantescas, fieras y dañinas para quien las llegara a ver; según este autor, su nombre era néades (neádes); con un simple rugido, esas bestias eran capaces de partir la tierra y, por lo tanto, en Sarnas se utiliza un refrán que afirma: «ruge con más fuerza que las néades». Euforión también dice que en el presente aún se pueden observar los huesos descomunales de esas fieras.
En tierras de los caspios, según me han dicho, se extiende un lago de gran superficie en el que viven peces muy grandes que reciben el nombre de oxirringjos; (oxyrrynchos). Los habitantes del lugar pescan estos peces, los salan, los guardan en conserva y los desecan, para cargarlos después en sus camellos y llevarlos a vender en Ecbatana. Con la grasa que obtienen de ese pescado fabrican harina; también utilizan como ungüento el aceite de pez, de olor nada fuerte y bastante agradable, además de sacarles las tripas y recocerlas para preparar una cola muy especial y eficaz, ya que puede pegar todo tipo de cosas con mucha seguridad y se adhiere a todo lo que se le ponga y tiene gran brillo; todo lo que se pega con esa cola queda unido con tanta firmeza que, aunque se sumerja en agua durante diez días, las partes no se separan. Los artesanos del marfil la utilizan y logran objetos muy hermosos.
Dieciséis hombres trabajaban en la siega, bajo un sol de fuego; agobiados por la sed, mandaron a uno de ellos a buscar agua en un manantial no muy lejano. El enviado llevaba la hoz en la mano y un cántaro sobre el hombro. Al llegar al manantial, vio un águila que estaba sujeta con mucha fuerza entre los anillos del cuerpo de una sierpe. El águila se había arrojado sobre la víbora, pero su ataque no tuvo éxito y -como en Homero- se vio imposibilitada de llevar alimento a sus crías, por que quedó presa en el abrazo de la sierpe y estaba a punto de morir, sin poder matar. El labriego no ignoraba que el águila es portadora de los mensajes de Zeus y servidora del dios y que la víbora es un animal malvado, de modo que con su hoz cortó en dos el cuerpo de esta última y liberó al águila del abrazo mortal. Esto sucedió como por acaso y el hombre, tras llenar el cántaro, volvió al campo, mezcló agua y vino y dio a todos de tomar; los hombres, a la hora de comer, bebían sus copas de un trago y lo hacían varias veces. Después, el que fuera enviado por agua quiso tomar una copa, una vez que los demás ya habían aplacado la sed, porque aquel hombre era más bien un esclavo que un compañero. Cuando se llevó la copa a los labios, el águila salvada por él, que por suerte estaba sobrevolando aquel sitio, para pagar la buena acción se arrojó sobre la copa y volcó su contenido. El labriego, lleno de cólera, gritó: «Tú, el águila a la que salvé, ¿así te portas conmigo? ¿Te parece bien? ¿Qué hombre va a hacer en el futuro una buena acción para mostrar su respeto a Zeus, que recuerda y advierte las buenas acciones?» Así habló tras reconocer al ave, mientras seguía muerto de sed; sin embargo, al volver la mirada, observa que sus compañeros que ya habían bebido están respirando con dificultad y parecen a punto de morir. Y eso ocurría; al parecer, porque la serpiente había vomitado en el manantial, cuyas aguas quedaron mezcladas con el veneno del reptil. Es decir, que el águila pagó el beneficio obtenido salvando la vida de su salvador. Crates de Pérgamo afirma que el poeta Estesícoro se refiere a esa circunstancia en una obra que, según creo, no es muy conocida y en la que dice apelar a una prueba muy respetable y antiquísima.
Claudio Eliano