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jueves, 4 de abril de 2019

Fundación Mapfre

Disputaciones tusculanas (3)

El ser humano debería meditar siempre en todas las cosas humanas. Indudablemente en esto consiste la sabiduría superior y divina, en captar y en estudiar en profundidad las vicisitudes humanas, en no admirarse de nada cuando sucede y en pensar, antes de que suceda, que no hay nada que no pueda suceder.

Lo que nosotros queremos es que el hombre que definimos como magnánimo y fuerte posea determinadas características, como ser equilibrado, sereno, digno y despreciador de todos los avatares humanos. Pero una forma de ser semejante es imposible encontrarla en quien sufre, en quien tiene miedo y en quien se deja dominar por el deseo o la alegría desmedida. En realidad esos rasgos son propios de quienes consideran que los avatares humanos son más importantes que sus almas.

Ahora bien, el examen de la naturaleza humana contiene todos los medios de tranquilizar el alma, pero, para que la imagen de esa naturaleza pueda discernirse con más facilidad, hay que exponer con palabras la condición común y la ley de la vida. Por ello, cuando Eurípides representó su tragedia Orestes, se dice que Sócrates, no sin razón, pidió que se repitieran los tres primeros versos:

No hay palabras tan terribles de expresar,
ni golpe de la fortuna, ni mal infligido por la cólera de los celestes,
que la naturaleza humana con su capacidad de sufrimiento no pueda soportar.

Durante treinta y ocho años Dionisio fue tirano de Siracusa, después de haberse hecho cargo del poder a los veinticinco años. ¡De qué belleza dotó a la ciudad y de qué riquezas a los ciudadanos a quienes él tuvo sometidos a la esclavitud! No obstante, basándonos en la autoridad de los autores fiables que han escrito sobre este hombre, él fue en su modo de vida de una sobriedad extrema y un hombre enérgico y diligente en la gestión de sus asuntos, pero también de una naturaleza malvada e injusta. Por ello, todos los que son capaces de discernir bien la verdad tienen que considerarlo infelicísimo. Hasta cuando pensaba que él lo podía todo, en realidad era incapaz de conseguir lo que deseaba.
Aunque él había nacido de buenos padres y de un linaje respetable, si bien los testimonios discrepan al respecto, aunque tenía muchos amigos de su edad y buenas relaciones con sus parientes, aunque tenía además, a la usanza griega, unos cuantos muchachos ligados a él por amor, él no confiaba en ninguno de ellos, sino que encomendaba la custodia de su persona a unos esclavos que había elegido de las familias de los ricos, a los que él mismo había quitado el título de esclavos, y a algunos forasteros y a bárbaros feroces. De ese modo, por su deseo injusto de poder, se había encerrado, por así decirlo, a sí mismo en una cárcel. Para no confiar su cuello a un barbero, llegó hasta el extremo de enseñar a sus propias hijas a afeitarlo. Así, desempeñando un oficio vil y servil, las hijas del rey, como barberillas, rasuraban la barba y el cabello de su padre. Pero también a ellas mismas, cuando se hicieron adultas, les quitó el hierro y decidió que le quemaran la barba y el cabello con cáscaras de nuez candente. Tenía dos esposas, Aristómaca, conciudadana suya, y Dóride, de Locros; de noche se presentaba ante ellas después de haber examinado y escrutado todo y, habiendo rodeado él su dormitorio con un ancho foso y habiéndole acoplado para poderlo atravesar un puentecito de madera, él mismo, después de haber cerrado la puerta de su dormitorio, lo retiraba. Y, como no se atrevía a situarse en la tribuna pública, acostumbraba a pronunciar sus discursos desde lo alto de una torre. Una vez que él deseaba jugar a la pelota, juego que practicaba con entusiasmo, y se quitó la túnica, se cuenta que confió su espada al muchachito que amaba. Al decir entonces un familiar en broma: «A éste por lo menos le confías tu vida» y sonreír el muchacho, ordenó matar a los dos, al primero, porque había indicado el modo de asesinarlo, al segundo, porque había aprobado con su sonrisa sus palabras. Y esa acción le causó un dolor tal que no soportó en su vida nada más penoso, porque había matado a quien él había amado con pasión. Tal es la manera en que se desgarran en direcciones contrarias los deseos de quienes no se dominan. Si se sigue uno, hay que resistir el otro. Como quiera que sea, el tirano mismo emitió un juicio sobre lo feliz que era. En una ocasión en que uno de sus aduladores, Damocles, le mencionaba en una conversación sus riquezas, su poder, la grandeza de sus dominios, la abundancia de sus posesiones, la magnificencia de sus moradas regias, y le decía que no había existido nunca nadie más feliz que él, entonces él le respondió: «¿Quieres tú, Damocles, puesto que te agrada tanto esta vida, gustarla tú mismo y probar mi fortuna?». Habiendo respondido él que lo deseaba, ordenó que lo pusieran en un lecho de oro, cubierto con un tapiz muy bellamente tejido, recamado con motivos artísticos magníficos, e hizo que le prepararan varias mesas con vajillas de plata y oro cincelado. Luego mandó que situaran junto a su mesa esclavos escogidos de extraordinaria belleza, dispuestos a servirle diligentemente al advertir la menor señal suya. Había allí perfumes y coronas, se quemaban sustancias aromáticas, las mesas estaban repletas de las viandas más exquisitas. Damocles se creía un hombre afortunado. En medio de todo este aparato, Dionisio hizo descender del techo una espada resplandeciente, que estaba sujeta por una crin de caballo, de manera que pendiese sobre el cuello de este hombre feliz. A consecuencia de ello, él no miraba a los bellos sirvientes, ni a la platería artística, ni extendía su mano sobre la mesa; las coronas mismas le resbalaban ya de su cabeza y acabó por suplicar al tirano que le permitiera irse, porque ya no quería ser feliz. ¿No te parece que Dionisio ha mostrado con claridad suficiente que no puede haber felicidad para el hombre que se halla amenazado siempre por algún terror? A él no le quedaba ni siquiera la posibilidad de regresar al camino de la justicia, de restituir a los ciudadanos su libertad y sus derechos. En realidad él, desde muchacho, en la edad en que no se reflexiona, se había dejado enredar en los errores y había cometido tales acciones que, ni aunque hubiera comenzado a recuperar el juicio, le habría sido posible salvarse.
Ahora bien, cuánto deseaba él las amistades, cuya infidelidad temía, lo puso de manifiesto en el caso de los dos famosos pitagóricos; a uno de ellos él lo había aceptado como garante de la condena a muerte de su compañero y, al haberse presentado el condenado a la hora establecida para la muerte, para liberar a su garante, dijo: «¡Ojalá pudiera unirme yo a vosotros como tercer amigo!» ¡Qué triste era para él carecer del trato con los amigos, de la relación social, de la posibilidad de mantener una conversación plenamente familiar, sobre todo para un hombre como él, educado e instruido desde la infancia en las artes liberales y muy entusiasta de la música! Fue también un poeta trágico -no importa de qué valor, porque en este género más que en ningún otro yo no sé por qué cada uno juzga bellas su propias obras; no he conocido hasta ahora a ningún poeta (y eso que me ha unido amistad con Aquinio) que no se creyera el mejor de todos; así son las cosas: a ti te gustan tus obras, a mí las mías-, pero, para volver a Dionisio, carecía de un tenor de vida civilizado y humano, él vivía con los fugitivos, con los criminales, con los bárbaros, pensaba que ningún hombre digno de libertad, o sencillamente deseoso de ser libre, podía ser su amigo.

Cicerón