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martes, 30 de abril de 2019

Rádio Londres



Historia de los Animales (11)

Cerca de Patavium existe otra ciudad, conocida por el nombre de Bicetia, en cuyos alrededores corre el río Ereteno, que tras recorrer amplias tierras tiene su desembocadura en el Erídano, con el que une sus aguas. En aquel río viven anguilas muy grandes y más gruesas que las de otros sitios; para pescarlas se hace así: el pescador queda apostado en una piedra que domina algún meandro donde, como si se tratara de una bahía, el río ensancha su corriente, o bien en un árbol que el viento poderoso desarraigó y echó por tierra cerca de la ribera y que, atacado por la pudrición, ya no será cortado ni usado como leña para el fuego. Así, sentado en tal sitio, el pescador de anguilas agarra el intestino de un cordero recién muerto, que tiene tres o cuatro codos de longitud y está bien gordo, lo sumerge en el agua por un lado y lo mantiene agarrado por el otro, haciendo que se mueva entre los remolinos. En el extremo que tiene entre las manos, ha metido un pedazo de caña, tan largo como la empuñadura de una espada. Las anguilas no dejan de observar la presencia de su alimento predilecto, porque el intestino del cordero les gusta mucho; la primera que se aproxima, inducida por el apetito, con la boca abierta, hunde sus dientes curvos similares a anzuelos y que no se desprenden con facilidad, y salta sin cesar mientras trata de llevarse el intestino. El pescador advierte que la anguila está prendida al cebo, por lo mucho que éste se mueve, se pone en la boca la caña que tiene en el extremo y sopla con todas sus fuerzas, para inflar el intestino lo más posible; con la presión del aire, la tripa se hincha y hace circular su contenido, con lo que el aire llega hasta la anguila, le llena la cabeza, le tapa la faringe y le impide respirar. Como no es capaz de respirar ni de soltar los dientes que tiene hincados en el cebo, muere por asfixia y es sacada del agua gracias al intestino, al aire y, por último, a la caña. Otro tanto ocurre con otras y como los pescadores que acuden son muchos, muchas son las anguilas pescadas. Estas cosas eran las que quería yo explicar en cuanto a lo que se refiere en particular a estos peces.

Un hombre nacido en Istria, pescador, conducía una yunta de bueyes por las riberas del Istro, aun cuando no era su propósito arar la tierra, porque como dice el refrán «el delfín y el buey no tienen nada en común» y, del mismo modo, ¿qué pueden tener de común las manos de un pescador y un arado?; con todo, si posee un par de caballos, los utilizará. Aquel hombre avanza con el yugo sobre sus hombros y se encamina hacia donde cree que le resultará más grato sentarse y que tendrá una buena pesca. Anuda en la parte central del yugo un pedazo de soga fuerte, adecuada para soportar un tirón brusco. Pone bastante comida a disposición de los bueyes o caballos, que comen hasta sentirse saciados. En el extremo libre de la soga ata un anzuelo grueso y con punta muy aguda, donde ensarta los pulmones de un toro y los arroja como buena comida, un verdadero manjar sin duda, para que acuda el siluro del Istro; antes, pone por arriba del anzuelo, en la cuerda, el plomo necesario para impedir el arrastre. Cuando el pez ve a su alcance aquella exquisitez bovina, corre para agarrarla; una vez que ha visto reunido en un mismo sitio todo lo que él prefiere, con la boca bien abierta, muerde con fuerza ese manjar que le han acercado; de inmediato, el  goloso, henchido de gozo, queda ensartado en el anzuelo, sin advertirlo casi, y en sus ansias terribles de liberarse de esa desdicha que le ha tocado, sacude la cuerda de aquí para allá, con todas sus energías. El pescador ve lo que ocurre y se siente feliz, deja su asiento, deja lo que estaba haciendo en el río y sus capturas acuáticas y, como el actor que se cambia la máscara en la representación, aguijonea al par de bueyes o de caballos y entonces se produce el torneo de coraje entre el monstruo de las aguas y los animales de carga. El pez que vive en el Istro tira hacia abajo con todas las energías que lo asisten, en tanto que el par de animales tira en dirección contraria y tensa la soga. En esto no existe ventaja para el pez, porque los tirones en sentidos opuestos terminan por debilitarlo y así deja la pelea y lo suben a tierra. Un conocedor de Homero compararía a las bestias con las mulas que llevan leña, como dice el poeta épico en aquella descripción tan famosa de los funerales de Patroclo.

Claudio Eliano