El sampietrino
Nuestras ideas sobre la felicidad parecen cambiar con la edad. El hombre al que en mi vejez he llegado a tener por el más feliz de los mortales no me pareció digno de especial felicidad cuando en cierta ocasión lo conocí en mi juventud. Su imagen ha quedado grabada en mi memoria de forma indeleble como de un espécimen extraño del género de los animales bípedos, sin alas y plantígrados, como llamaba Platón a los hombres, pero sin estar unida a un sentimiento de envidia por su suerte, que entonces no podía imaginar muy diferente de la de las ovejas o los bueyes, por no decir, de las ostras y las esponjas.
En la primavera del año 1864, intentando terminar un trabajo de juventud, suficientemente conocido, que no me es grato recordar, tuve necesidad de consultar algunos volúmenes sobre la Edad Media que no se encuentran en ninguna biblioteca pública ni privada de Atenas. Pensé traerlos de Europa y miré los catálogos de precios de los libreros de viejo, pero estos libros eran bastante caros. Me pareció más barato y más divertido saltar a buscarlos en la biblioteca europea más cercana, la de Nápoles. Allí encontré todo lo que buscaba, excepto el tratado histórico de Spanheim, especialmente idóneo para lo que necesitaba, quien había escrito cosas sorprendentes e increíbles sobre el papa Juan VIII.
-Nosotros no tenemos este escrito -me respondió el responsable de la biblioteca-. Pero sé que existe una copia de él en la biblioteca privada del Seminario de San Pedro. Aunque dudo mucho que le permitan consultarla.
Ya que había cruzado el mar para encontrar esta monografía habría sido un error escatimar unas horas de viaje en tren. Al día siguiente me encontraba en uno de los patios de San Pedro buscando la entrada del Seminario. Un bondadoso clérigo me hizo el favor de conducirme al habitáculo del portero de la Escuela Sacerdotal. Era un venerable anciano que vestía una saya de tela basta, de color ceniciento y aspecto casi medieval, arcaicas polainas de lana y grandes y brillantes hebillas metálicas en los zapatos, similares a las que llevaban sus tatarabuelos. Pero mucho más que su indumentaria atrajo mi atención la expresión de su rostro. En ella estaba reflejada una felicidad tan apacible como jamás he tenido ocasión de ver en ningún otro hombre. Se ha hecho proverbial la expresión de serenidad sobrehumana que los escritores antiguos lograban transmitir al semblante de los dioses, pero me pareció aún más completo el alejamiento de aquel anciano portero de toda emoción que pueda turbar el sosiego de los mortales. A primera vista se podía adivinar que aquel hombre nunca había llorado o reído, y no se podía comprender cómo el tiempo había logrado surcar de arrugas su rostro marmóreo. Cuando entré tenía sobre las rodillas un cabritillo con el que parecía conversar amigablemente. Tras haberle informado de que quería tener acceso al archivo del Seminario se puso en pie parsimoniosamente, colocó con cuidado el hermoso animal sobre la alfombra después de haberlo besado dos veces y, a continuación, dijo con voz que la lentitud hacía melodiosa:
-Subo a ver si su reverencia el bibliotecario se encuentra arriba. Espere, por favor, unos segundos.
El cuarto en el que me encontraba se parecía a la celda de un asceta. Su única decoración eran unas litografías de Papas ilustres en las paredes y frases de los Padres de la Iglesia en marcos de papel dorado. La celda comunicaba por una puerta abierta con un huerto, al que accedí para aguardar la vuelta del portero. Este recinto distaba mucho del esplendor clásico de los famosos jardines vaticanos, y parecía abandonado a la providencia de la Naturaleza desde hacía mucho tiempo. En él no se veían rincones sombreados ni surtidores ni estatuas ni flores que destacaran por su color o su aroma; únicamente flores silvestres, malvavisco, margaritas, amapolas, salvia, hierba de dos pies de altura y muchos naranjos cargados de frutos, que al parecer, no merecía la pena recoger, dada la gran cantidad de esferas de un rojo dorado que tapizaban la hierba en torno a los árboles. Las tapias que circundaban el jardín estaban cubiertas hasta arriba por madreselva, y en un rincón fluía mansamente una fuente, silenciosa, como la de Siloé, rodeada de berros y demás plantas acuáticas. Todo esto daba a aquel enmarañado jardincillo un tono rudo y solitario que de alguna forma sorprendía al espectador, que no esperaba encontrar un rincón de Escitia o de la Tebaida junto al bullicioso palacio del polifacético Pío IX.
Estas ensoñaciones se vieron interrumpidas por la vuelta del portero, seguido de su inseparable cabritillo, que, sin inmutarse, me anunció con voz de salmista que su reverencia el archivero se estaba afeitando y que no iría al archivo hasta pasada media hora.
-¿Puedo esperar aquí? -pregunté.
-Por supuesto, señor.
Y al tiempo de decir esto me ofreció una naranja más ácida que un limón. Como no podía elogiar la calidad de la fruta, lo felicité por la belleza de los naranjos.
-Los planté yo mismo -me dijo- hace más de cincuenta y cuatro años. Soy el sampietrino más antiguo.
Este término es intraducible a otra lengua. Sampietrini son llamados en Roma a una clase especial de hombres cuyo único trabajo consiste en cuidar, limpiar y adornar en las grandes festividades la enorme basílica de San Pedro y sus innumerables capillas. Se puede considerar que ellos, como las esculturas, forman parte integrante de este dedálico laberinto eclesiástico. Muchos han vivido y han muerto sin salir del recinto sagrado. Este era el caso del feliz portero que se encontraba hablando conmigo.
-Mi padre -me dijo- fue sampietrino, encargado de la gran lámpara, y mi madre, sampietrina, barrendera de la tumba del papa Pablo Borgia. San Pedro es mi casa paterna.
-¿Supongo que habrás salido de ella en alguna ocasión?
-Nunca. ¿A dónde quiere usted que vaya?
-¡¿Cómo?! ¿No conoces Roma?
-La veo desde lo alto de la cúpula central. Parece muy bonita, y también los alrededores de la ciudad ¿Para qué voy a moverme cuando tengo aquí todo lo que mi corazón puede desear? Llevo una vida seráfica, oigo misa todas las mañanas, veo salir todas las letanías, asisto a los ritos solemnes y a la espléndida procesión de antorchas, en Semana Santa, escucho música famosa y con frecuencia estoy presente cuando pasa el Papa. Él conoce mi nombre, siempre me da su bendición y a veces dos monedas, con las que no sé qué hacer, pues Su Santidad me alimenta con las sobras de su mesa, y en los Jubileos me da un traje nuevo.
-¿Y no deseas nada más?, -pregunté.
-Deseo, como todo el mundo, ir al Paraíso y espero que se cumplirá mi deseo pues el Santo Padre me ha prometido que oficiará personalmente el funeral por mi alma el día de mi muerte. Al recordar esta promesa se le humedecían los ojos de gratitud y en su semblante se reflejaba una felicidad aún mayor, como si, bajo el efecto de un éxtasis celestial, estuviese viendo ya su alma volar hacia las moradas de los bienaventurados.
Por mi parte, confieso que me sentí algo conmovido y más sorprendido aún de que se pudiera ver tan absoluto alejamiento de ambiciones y apetencias terrenales tan cerca de la Corte del Vaticano, esa terrible caldera en la que hierven, vigilantes, las más salvajes pasiones clericales, la ambición más insaciable, el engaño, la intriga y una inagotable sed de escalar puestos, donde hasta los sacristanes ven en sueños, no el Paraíso, sino una mitra de obispo o la púrpura cardenalicia. Quizá me habría sorprendido mucho menos encontrar una palmera en Siberia o un valle verde en el Ática que descubrir fe simple y humilde felicidad dentro del recinto del Vaticano.
La conversación fue interrumpida por la llegada de un joven y alegre abad de hábito violáceo, que bajaba para anunciarme que ya podía subir al archivo. No sé por qué se llama archivo, cuando en realidad es una biblioteca rica, pero desierta en aquel momento. Los dos venerables custodios me recibieron con esa sonrisa romana, cuya afabilidad y dulzura se han hecho proverbiales en todos los rincones de la Tierra. Pero cuando les pedí que me permitieran tomar notas del tratado de Spanheim, fruncieron el ceño, cruzaron una furtiva mirada, y el más joven, tras fingir que examinaba el catálogo me respondió "con profundo pesar" que este tratado no estaba en la biblioteca del Seminario ni en el Vaticano. Aunque sabía que se encontraba allí, me pareció improcedente dar muestras de que no creía las palabras de aquellos educados clérigos, quienes por otra parte, no tenían ninguna obligación de darme a conocer algo que, creían, no contribuye al incremento de la buena fama de la Santa Sede. Para no parecer contrariado por su negativa permanecí con ellos media hora más, simulando que miraba los cuadros de los pintores prerrafaelistas que me mostraban, que se parecían mucho a nuestras oscuras pinturas bizantinas.
Al bajar del archivo volví a encontrar al portero paseando por su huerto con majestuosa lentitud y con tanta felicidad como Adán en el Jardín del Edén antes del pecado, mientras recitaba una estrofa del conocido himno clerical en latín vulgar:
Fac me vere tecum stere
Iuxta crucem tecum stare.
Fac ut portem Christi mortem
Passionis fac consortem
Haz que yo viva en ti conforme a la verdad/ Que permanezca contigo junto a la cruz/ Haz que tenga la muerte de Cristo/ Hazme partícipe de la Pasión.
A intervalos detenía el paseo y el recitado para quitar unas hojas secas que manchaban de amarillo el follaje de los naranjos. Consideré necesario interrumpir esta tarea para darle las gracias y despedirme de él. Me devolvió amablemente el cumplido, pero no mostró la más mínima disposición a reanudar la conversación que habíamos cortado. Era como si se hubiese olvidado ya de mí. Y la verdad es que mi visita le había impresionado menos que la mancha amarillenta sobre el follaje verde del naranjo.
El semblante de este buen sampietrino quedó, como he dicho, indeleble en mi memoria, y cuanto más envejezco, más me inclino a creer que verdaderamente es el más feliz de los hombres con los que me he tropezado en el mundo. Ninguna de las espinas con las que el buen Dios ha querido -no sé por qué- alfombrar nuestra andadura terrenal parece haberle herido. Jamás ha sentido ni ha podido sentir una amarga pena. Es más, su felicidad parece que radica únicamente en la ausencia de todo dolor, ya que está plenamente convencido de que posee cuanto es deseable en la Tierra. No desea ni conoce ni puede imaginar ninguna otra cosa. Pero sería erróneo compararlo con los pólipos y las esponjas, ya que tiene plena consciencia de la felicidad que inunda cada momento de su vida. Es como si en su honor Miguel Ángel hubiera construido la cúpula de cuatrocientos pies de altura, la más majestuosa del mundo, Rafael hubiera pintado sus más hermosas vírgenes, y para él hubieran compuesto sus más dulces melodías Haendel y Palestrina.
Puede considerarse que las más perfectas obras maestras forman parte de él, ya que según la sagrada máxima, "ellas están en él y él está en ellas''. Pero, además de las supremas creaciones del arte, este bienaventurado portero parece muy capaz de apreciar también otros placeres más humildes, como el ardiente calor del sol romano, en invierno, el murmullo de la fuente, la floración de los naranjos y, con toda probabilidad, las exquisiteces de la cocina pontificia, dado que con tan vehemente gratitud mencionó que el Santo Padre le hacía el honor de alimentado con las sobras de su propia mesa. No hay que creer que la piedad y la fe ciega son suficientes para hacer felices a quienes aman a Dios de todo corazón. Ni mucho menos. Por las memorias que conservamos de los santos oficiales sabemos que rara vez tuvieron la suerte de saborear, no ya la felicidad pura, sino, al menos, la paz de espíritu. Su corazón se veía continuamente desgarrado por el temor de no hacer lo suficiente para merecer la misericordia de Dios o alcanzar su perdón. A veces la visión del Paraíso encandilaba sus ojos pero también muchas veces se veían inundados de un sudor frío al pensar que los tormentos del Infierno eran eternos y terribles. Todos los que amaban al prójimo además de a Dios, los que eran sensibles y compasivos por naturaleza, no podían sentirse dichosos al pensar que a su alrededor había muchos que tenían hambre y frío, que estaban enfermos, tullidos o leprosos. Pero aquel hombre realmente feliz nunca pareció turbado por tales pensamientos. Mientras se solazaba en el disfrute de todo aquello que consideraba deseable en la vida, afrontaba sin miedo el futuro, confiado en que vislumbraba con toda claridad el resplandeciente sitio que le había sido adjudicado en el Paraíso para su eterna felicidad. Además, ¿cómo iba a poder dudar de esta posesión cuando el mismo representante de Cristo en la Tierra le había prometido que el día de su muerte oficiaría personalmente el funeral por su alma? Cualquier duda después de esta promesa sería tan absurda como mostrarse preocupado por el pago de un cheque al portador que lleva la firma de Rothschild.
Emmanuil Roidis