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domingo, 15 de julio de 2018

Fondo Documental Histórico de las Cortes de Aragón





Sutileza de una condesa para darse placer con los hombres secretamente, y cómo fue descubierta 

En la corte del rey Carlos -no diré cual de ellos por el honor de aquella de la que voy a hablar, a la que no quiero designar por su nombre- había una condesa de casa muy principal, pero extranjera. Y como las cosas nuevas agradan, todo el mundo miraba a esta dama a su llegada, tanto por la novedad de sus vestiduras, como por la riqueza de las mismas. Y aunque no fuera de las más hermosas, su gracia iba unida a una altivez tal que no se podía pedir más; ni tampoco a su conversación y compostura, de suerte que no hubo nadie que no temiera dirigirse a ella a excepción del rey, que la amó intensamente. Y para poder hablar con ella más privadamente, encomendó cierta misión a su marido, el conde, con lo que estuvo ausente largo tiempo, durante el cual el rey trató muy cariñosamente a su mujer. 
Algunos caballeros del rey, sabiendo que su señor era bien acogido por ella, se aventuraron a hablarle, entre otros uno llamado Astillon, que era muy osado y de buenas prendas. Al principio ella lo trató con tal severidad, amenazándolo con decírselo al rey, su señor, que estuvo a punto de sentir miedo; mas, como él no acostumbraba a temer las amenazas de ningún valiente capitán, se mantuvo tranquilo e insistió tanto que ella le concedió hablar a solas, enseñándole de qué modo había de llegar a su cámara, cosa que él cumplió. Y para que el rey no tuviera sospecha alguna, le pidió licencia para emprender cierta peregrinación y salió de la corte. Pero en la primera jornada, abandonó todo su séquito y regresó por la noche para recibir lo que la condesa le había prometido; ella cumplió su promesa, así que quedó tan satisfecho que se alegró de permanecer cinco o seis días encerrado en un gabinete sin salir y viviendo sólo de alimentos reparadores. Durante los ocho días que estuvo escondido, llegó uno de sus compañeros, que se llamaba Durassier, a hacer la corte a la condesa. Ella lo trató en los mismos términos que al primer servidor: al principio con palabras ásperas y firmes, que se suavizaban cada día; y llegado el día en que despedía al primer prisionero puso a otro servidor en su lugar. Y mientras él estaba allí, otro compañero suyo, llamado Valnebon, hizo la misma tarea que los dos primeros. Y tras ellos pasaron por allí otros dos o tres, que participaron de la dulce prisión. 
Esta vida duró bastante tiempo y tan astutamente llevada que los unos no sabían nada de los otros. Y aunque cada uno supiese el amor que los otros sentían por ella, no había ninguno que no pensara haber sido el único en recibir lo que había solicitado; y cada uno se burlaba de su compañero, pensando que se había quedado sin tamaño beneficio. Estando un día los caballeros antes citados en un banquete comiendo y bebiendo, dieron en hablar de las aventuras y prisiones que habían sufrido en la guerra; y Valnebon, que no resistía el ocultar tan largo tiempo la buena suerte que había tenido, empezó a decir a sus compañeros: «No sé las prisiones que habréis tenido, pero, por lo que a mí toca, y por amor a una en la que he estado, diré toda mi vida alabanzas y bondades de todas las demás; y es que pienso que no hay en el mundo placer que se asemeje al de estar prisionero.» Astillon, que había sido el primer prisionero, se imaginó a qué prisión quería referirse y le dijo: Valnebon, ¿Con qué carcelero o carcelera estuvisteis tan bien tratado, que amáis así vuestra prisión?» Y Valnebon le respondió: «Quienquiera que sea el carcelero, me agradó tanto la prisión que hubiera deseado que durara más, pues nunca estuve mejor tratado ni más contento.» Durassier, que era hombre de pocas palabras, convencido de que se hablaba de la prisión en la que había participado igual que los otros, dijo a Valnebon: «¿De qué manjares os alimentabais en esa prisión de la que tanto presumís?» «¿De qué manjares? -repitió Vanebon-. ¡El rey no los tiene ni mejores, ni más nutritivos!» «Es menester que sepa, además -dijo Durassier-, si quien os tenía prisionero os obligaba a ganaros el pan.» Valnebon, que se imaginó que habían comprendido, no pudo contener un juramento: «¡Vive Dios! ¿Acaso tuve compañeros donde pensé estar solo?» Astillon, viendo que en este debate era tan partícipe como los demás, dijo sonriendo: «Todos nos debemos al mismo señor y somos compañeros y amigos desde nuestra juventud; así que, si somos compañeros de buenas aventuras, ¡Bien que podemos reír! Mas para saber si es cierto lo que pienso, os ruego que todos me confeséis la verdad al interrogaros, pues, si nos ha sucedido lo que imagino, sería la aventura más donosa que se pudiera hallar en mil leguas.» Juraron todos decir la verdad, si era tal que no la podían negar. 
Y él les dijo: «Os contaré mi fortuna y me responderéis sí o no, si la vuestra es semejante.» Todos estuvieron conformes y les dijo entonces: «Pedí licencia al rey para ir a cierto viaje.» Ellos respondieron: «¡Nosotros también! «Cuando estuve a dos leguas de la corte dejé todo mi séquito y fui a entregarme prisionero.» Ellos respondieron: «Nosotros hicimos otro tanto.» «Permanecí siete u ocho días -dijo Astillon- y dormía en un gabinete, en donde no me daban más que alimentos reparadores y los mejores manjares que nunca tomara. Y al cabo de ocho días los que me retenían me dejaron partir, mucho más débil que había llegado.» Todos juraron que les había sucedido igual. «Mi prisión -dijo Astillon- comenzó tal día y terminó tal día.» «La mía -dijo Durassier-, comenzó el mismo día que terminó la vuestra y duró hasta tal día.» Valnebon, que perdía la paciencia, empezó a jurar y dijo: «¡Por la sangre de Cristo! Por lo que veo soy el tercero cuando pensaba ser el primero y el único, porque yo entré allí tal día y salí tal día.» Los tres que estaban sentados a la mesa juraron que habían ocupado esos puestos. «Si es así -dijo Astillon-, diré entonces el estado de nuestra carcelera: es casada y su marido se halla muy lejos.» «¡Es la misma!», respondieron todos. «Entonces, para que salgamos de dudas, yo que soy el primero de la lista -dijo Astillon- seré también el primero en decir su nombre: es la señora condesa; y como era tan altiva, al ganar su amistad yo pensaba que había vencido al César.» «¡Al diablo con esa malvada, que nos ha hecho sufrir tanto por algo y considerarnos tan dichosos por haberlo logrado! ¡No ha habido nunca una mujer tan vil, porque cuando tenía en el escondrijo a uno, iba ejercitando a otro para no quedarse sin pasatiempo jamás! ¡Antes preferiría morir a que se quedara sin castigo!». Todos le preguntaron por el que creía que debía recibir y que estaban muy prestos a darle. «Me parece -contestó- que debemos decírselo al rey, nuestro señor, que la trata como a una diosa.» «No lo haremos así -dijo Astillon-, que tenemos ocasión de vengarnos de ella sin recurrir a nuestro señor. Reunámonos mañana cuando vaya ella a misa, y que cada uno de nosotros lleve una cadena de hierro al cuello; y cuando entre en la iglesia la saludaremos como se merece.» 
A todos los reunidos les pareció muy buen consejo y cada uno se proveyó de una cadena de hierro. Llegada la mañana, vestidos todos de negro y con las cadenas de hierro, arrolladas al cuello a modo de collar, fueron al encuentro de la condesa, que iba a la iglesia. Al verlos vestidos de tal suerte, ella se echó a reír diciéndoles: «¿A dónde van tan doloridas gentes?» «Señora -contestó Astillon-, venimos a acompañaros como pobres esclavos prisioneros, que no hacen sino serviros.» Aparentando que no comprendía nada, le dijo la condesa: «En modo alguno sois mis prisioneros y no puedo comprender que tengáis más motivos para servirme que los demás.» Valnebon se adelantó y le respondió: «Tan largo tiempo hemos comido vuestro pan que seríamos muy ingratos si no os sirviéramos.» Ella puso cara de no comprender nada, de tal suerte que creía atemorizarlos con su severidad; pero ellos persistieron en su intención, hasta el punto de que ella comprendió que la cosa se había descubierto, por lo que buscó enseguida la forma de engañarlos. Y es que ella, que había perdido el honor y la conciencia, no quiso encajar la afrenta que pensaban hacerle, si no que -prefiriendo su placer a todos los honores del mundo- ni les puso peor cara, ni cambió de comportamiento hacia ellos, con lo que se quedaron tan sorprendidos que se tragaron la afrenta que habían deseado causarle. 

Margarita de Navarra - Heptamerón