A Gertrude Stein la vi una tarde en el noticiario que proyectaban en la pantalla de una sala de espera del ferrocarril, y la escuché leer aquel famoso pasaje suyo sobre las palomas en la hierba, ayayay (el dolor es, como sabemos, de la señorita Stein). Tras leer lo de las palomas en la hierba ayayay, la señorita Stein manifestó: «Se trata de una simple descripción de un paisaje que he visto muchas veces.» Yo no acabo de creerme que eso sea cierto. Las palomas en la hierba ayayay serán una simple descripción de la propia conciencia de la señorita Stein, pero no son una simple descripción de una parcela cubierta de hierba en la que las palomas se han posado, se están posando o se van a posar. Una descripción verdaderamente simple de las palomas posándose en la hierba de los jardines de Luxemburgo (que es donde, según creo, se posaban las palomas) diría de las palomas que se posan allí que son palomas que se posan. Las palomas que se posan donde sea ni son palomas tristes ni son palomas alegres, son simplemente palomas.
No resulta justo ni exacto relacionar la palabra «ayayay» con las palomas. Las palomas no tienen nada de ayayay. No tienen nada que ver con ayayay, como no tienen nada que ver con hurra (ni siquiera cuando les atamos cintas blancas, rojas y azules, y las lanzamos al aire en los conciertos de las bandas municipales); no tienen nada que ver con válgame Dios ni tampoco con vaya por dónde. Los conejos blancos, sí; y los terriers escoceses y las urracas azules, e incluso los hipopótamos, pero las palomas, ni hablar. Da la casualidad que he estudiado a las palomas con rigor, detenidamente, y he estudiado, también detenidamente, el efecto, o más bien la falta de efecto de las palomas. De vez en cuando, cierto número de palomas se posan en el alféizar de la ventana de mi hotel cuando desayuno asomado. Nunca me hacen exclamar ayayay, nunca me hacen sentir ayayay, nunca me hacen sentir nada.
No hay nadie, ni persona, ni animal, ni ave alguna capaz de poner menos pasión en nada que una paloma. Por ejemplo, cuando la paloma del alféizar de mi ventana se percata de que estoy ahí sentado en una silla, envuelto en mi bata de topos azules, cavilando, estira el cuello al máximo y me mira con fijeza y de reojo, y resulta clavadita (así se lo figuraría la señorita Stein) a un hombre tímido que mira con fijeza desde la esquina de un edificio y trata de determinar si lo sigue un sátiro o sólo el eco de sus propios pasos. Y sin embargo, no es ni por asomo clavadita a un hombre tímido que mira con fijeza desde la esquina de un edificio y trata de determinar si lo sigue un sátiro o sólo el eco de sus propios pasos, es más, no tiene nada que ver. Y eso es porque la paloma no emociona ni tiene el poder de inspirar emoción alguna. Una paloma que mira no es más que una paloma que mira. Cuando se trata de emociones, comparado con una paloma, un pez no cabe prácticamente en sí de gozo.
Una paloma que me mira no me inspira tristeza, ni alegría, ni miedo, ni esperanza. Con un caballo, una vaca o un perro, la cosa sería distinta. La cosa sería distinta sobre todo con un perro. Algunos perros me miran con fijeza, como si yo acabara de perder el juicio por completo o como si ellos acabaran de perder el juicio por completo. Y hasta puedo decir, sin temor a exagerar, que la mayoría de los perros me miran de esa manera. Esto crea en la conciencia, tanto en la del perro como en la mía, una sensación de alarma o de terror total y absoluto que, con razón, me permite elaborar una descripción del paisaje en la que el perro y yo somos personajes, una nota de emoción. Por lo tanto, no me habría importado si la señorita Stein hubiese escrito: perros en la hierba, cuidado, perros en la hierba, cuidado, cuidado, perros en la hierba, cuidado Alice. Ésa sí que sería una simple descripción de los perros en la hierba. Ahora bien, cuando cualquier escritor afirma que una paloma lo pone triste o lo pone de cualquier otro modo, debo objetar de inmediato que se trata de una impresión fantástica, altamente especializada, creada en la conciencia de una persona y que, por tanto, no puede presentarse con justeza como una simple descripción de lo que realmente debería verse.
Las personas que no entienden a las palomas, y las palomas sólo pueden entenderse cuando se entiende que no hay nada que entender sobre ellas, no deberían ir por la vida describiendo a las palomas ni el efecto de éstas. De todas las aves, las palomas son las que están más cerca de causar un impacto nulo. Las gallinas me dan vergüenza, del mismo modo que me daba vergüenza mi tía Hattie cuando yo tenía doce años y ella insistía en que no era lo bastante mayor para bañarme solito; las lechuzas me perturban; si estoy en compañía de un águila, siempre finjo no estar en compañía de un águila; y así hasta llegar a las golondrinas en el crepúsculo, que me inspiran un pavor irrefrenable. Pero las palomas no me producen el menor efecto. No producen el menor efecto en nadie. No asustarían ni siquiera a un niño. Por eso mismo las eligen de entre todas las aves para lanzarlas al aire, tras adornarlas con cintas de colores, en los conciertos de las bandas municipales, las inauguraciones de bibliotecas y los bautismos de dirigibles nuevos. Si en ocasiones así, a alguien le diera por soltar lechuzas, se producirían disturbios, abucheos, silbidos, desmayos varios, lanzamientos de sillas y sabe Dios cuántas cosas más.
Desde donde estoy ahora sentado, puedo asomarme a la ventana y ver a una paloma comportándose como una paloma en el tejado del Club de Harvard. No existe ninguna otra criatura menos capaz de ser lo que no es que una paloma, y la señorita Stein debería entender, mejor que nadie, ese simple hecho. Detrás de la paloma que estoy contemplando, una pared desnuda, imperturbable, de sórdidos ladrillos grises, intenta ahogar en sueño los efectos del olvido; debajo de la paloma, las ventanas enclaustradas del Club de Harvard contemplan con horrorizado asombro algo que han visto en la acera de enfrente. La paloma sigue allí en el tejado comportándose como una paloma, igual que ha venido haciendo hasta ahora y, lo que es más, igual que seguirá haciendo en adelante. No hay nada más simple. Si leemos esa oración en voz alta, comprobaremos al instante a qué me refiero. Es una simple descripción de una paloma en un tejado. Sólo si me esfuerzo, soy consciente de la paloma, pero tengo plena conciencia del enorme y taciturno tubo de hierro rojo que, sigiloso, trepa por la medianera del edificio, resuelto a aparecérsele por sorpresa a una chimenea achispada que grita a voz en cuello.
Nada de lo que una paloma pueda ser o hacer me inspiraría lástima de ella, ni de mí mismo, ni de las gentes del mundo, de la misma manera que nada de lo que yo pudiera ser o hacer inspiraría a la paloma lástima de sí misma. Ni siquiera si le arrancara las plumas le daría lástima de sí misma, ni haría que a mí me diera lástima de mí mismo o de ella. Ahora bien, intentemos arrancarle las púas a un puercoespín o incluso despellejar a una liebre. Nada de lo que una paloma pudiera, o más bien, pueda ser, conseguiría metérseme en la conciencia, cual mano titubeante que hurga en el cajón de una cómoda, para desordenarme la mente o sacar algo de ella. No excluyo absolutamente nada. Podríamos disfrazar a una paloma con un diminuto traje de etiqueta y encasquetarle un sombrerito de seda en la cabeza, ponerle un bastoncito de empuñadura dorada debajo del ala y soltarla de noche en mi habitación para que se paseara. Ni se me ocurriría gritar: «¡Santo cielo, los pájaros han tomado el mando!» Ahora bien, si soltáramos en mi habitación una lechuza, vestida únicamente con las plumas con las que vino al mundo, sin trampa ni cartón, me taparía la cabeza con las mantas y me pondría a gritar.
Nada en este mundo dista más que una paloma de ser capaz de hacer lo que no puede hacer. O de ser incapaz de hacer lo que puede hacer, si se presenta la ocasión.
James Thurber