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jueves, 30 de junio de 2016

XXXIV Mostra de Figures Històriques


El gallo giro 

Hacía dos años que el doctor estaba preso. Una de­nuncia que lo señalaba como desafecto al régimen había bastado para que, sin más trámite, se le internase in­definidamente en la Rotunda. Allí hacía la vida, bien conocida, del reo político: incomodidades insufribles; de cuando en cuando, grillos, y muerte civil, soledad, abandono de casi todos los amigos.
Desde el jefe de la prisión, personaje importante, hasta el celador, criminal del orden común, todos ex­plotan al prisionero en desgracia. Pero el doctor co­menzaba a tener suerte: lo olvidaban, y se las había arreglado, a poco costo, con un reo de homicidio, entre guardián auxiliar y sirviente. El homicida cumplía las faenas menudas: lavar el piso de la celda, calentar el café.
Cierta vez, el doctor le preguntó:
-Bueno, y tú ¿por qué mataste?
-¡Ah!, no, doctor -respondió-. Yo todavía no he matado a nadie... Ya, ya le explicaré por qué estoy aquí.
Pasaron varias semanas. El homicida se mostraba pacífico; se daba a respetar, no obstante que no se congraciaba según el expediente socorrido de los malos tratamientos y espionaje de los políticos... Un día en   que se hallaron solos, el doctor insistió:
-¿Y por qué estás aquí?
El homicida repuso:
-Verá, doctor, a usted sí se lo voy a contar... Yo tenía un tendajo en Santa Rosa, alguna plata, mujer y un gallito... ¡Ah, doctor, qué gallo fino!... Nunca lo habían vencido... Gallo giro, de raza, donde ponía el pico clavaba... Ya no se atrevían a desafiármelo en el pueblo... Hasta que llegó el nuevo jefe civil, el coronel... Se anunció una gran pelea en su honor. Me aconsejaron que llevara mi gallo; el coronel llevó el suyo... ¡No era mal gallo, señor!... Cuando lo enfrentaron con el mío, el choque fue violento. De un picotazo, el gallo del coronel le sacó un ojo al mío...; yo mismo me creí perdido; pero entonces reveló mi giro toda su cas­ta: erecto, corajudo, sin retroceder un paso, aguardó la nueva embestida y ¡zás!, como lo hiciera siempre, desgarró al enemigo en la nuca y lo mató... Mi gallo quedó herido y sangrando, pero no había razón para que declararan el empate... Yo me salí con mi gallo bajo el brazo, y los amenacé con el puño; la ira me cegaba; pero no les eché más que palabras.
Pocos días después me aprehendieron: me acusaban de querer matar al jefe civil... Entonces no lo había pensado, doctor..., y aquí estoy desde hace años; pero todavía no he matado a nadie, doctor.
Transcurrieron varios meses. El señalado como reo de homicidio seguía tranquilo, servicial; los demás pre­sos lo estimaban. Un día, inesperadamente, llegó la gracia. El carcelero gritó:
-De orden superior, el reo Matías Cifuentes queda en libertad.
Lo mismo que cuando lo encarcelaron, ahora lo li­bertaban: nada más que porque sí, de orden de la auto­ridad. Después de tres años de cárcel, sin proceso, sin audiencia, ahora en libertad... Los presos rodearon al compañero que se despedía.
-Déjame tu estera -dijo uno-; dámela...
-No te la doy -respondió gravemente Matías-: te la empresto...
Otro se acercó a pedir el jarro:
-Dámelo.
-No te lo doy: te lo empresto -insistió Matías.
Todos bromeaban mientras se consumaba la distribución de los utensilios del encarcelado: miseria sin halo de renunciamiento; ruindad agobiadora, menos que el haber de un paria y sin la alegría del sol.
Matías se despidió del doctor.
-Bueno -le dijo este último-, te felicito. ¡Quién sabe cuándo volveremos a vernos!...
Matías se acercó al oído del doctor y le dijo quedo:
-Nos volveremos a ver muy pronto, doctor.
* * *
Entre tanto, en el pueblo todos habían olvidado a Matías, incluso la mujer, que, al sentirse abandonada, indefensa, cedió a las intimaciones del jefe civil. El pequeño comercio lo hizo rematar la autoridad. Desde antes de que Matías llegara al pueblo, unos conocidos le informaron de que su ex cónyuge tenía ahora dos hijos del jefe civil... Matías recordó a su gallo: su gallo giro, su casa, su mujer... Matías trató de sonreír... No dijo nada. Las largas cavilaciones del presidio le habían enseñado a reprimirse y a disimular.
Con el dinero ahorrado en la cárcel, Matías compró ropa nueva; compró también un puñal. Se vistió la ropa, Se apretó la faja, y dentro de la faja escondió el acero.
Camino de los pueblos se fue rondando; se acerca­ba con cautela; llegó por fin a Santa Rosa, hospedóse donde un compadre, y poco se daba a ver. Pagó por adelantado una mesada. La mayor parte del día se quedaba en cama. Malestar, restos de fiebres contraídas en la prisión, explicaba a los pocos que solían verlo. De cuando en cuando paseaba por las calles, aparente­mente despreocupado, casi afable con los vecinos. Cuando se acercaba a los grupos, oía las conversaciones y hablaba apenas. Parecía tener olvidada toda su vida anterior. A veces invitaba a beber, pagaba, bebía; pero se iba sin embriagarse.
Dos o tres veces miró a distancia al jefe civil, que pareció no advertirlo. Era grueso, alto y de porte inso­lente. Tan temido se sabía de todo el pueblo que ni siquiera se hacía acompañar de un ayudante. Andaba solo, pegando en la bota con el látigo; no se dignaba saludar, sino cuando quería zaherir...
-A ver tú, hijo de un tal..., o ¿qué anda haciendo este tal por aquí?... A mí nadie me hace tarugo... No hay más Dios que mi General...
Acostumbrado a vencer por el abuso de fuerza; habituado a la fácil sumisión de todos los que se le acerca­ban, su arrogancia habría sido completa a no ser por los signos ostensibles de otro proceso, el proceso inverso de su arrogancia: su disposición servil para con los superiores. La bestia sumisa reaparecía en él apenas recordaba las penosas escenas de su trato con los de arriba; con pavor imaginaba la posibilidad de que llegara a disgustársele el General; se sentía escupido, vejado..., y, en desquite, ofendía a los que miraba.
Por aquellos días, sin embargo, el jefe andaba casi dichoso. Últimamente le habían recomendado, citándolo como modelo de gobernador, en cierta orden del día. Además, los negocios prosperaban. Una a una, y a imitación del General, él también había ido adquiriendo las fincas que le gustaron de las cercanías. El precio lo ponía él... «La gente es inclinada a abusar, y si uno se deja...» Nada de eso; ya se sabe que si el dueño resiste se le suben las contribuciones, se le acusa de desafecto al régimen, hasta que se llega a un precio razonable...  ¡Qué penitentes eran todos aquellos cam­pesinos rudos y leguleyos cobardes!... Todos, sólo el General..., mi General... ¡Ese sí es hombre!...
* * *
Un día que el jefe paseaba distraído, empeñado el corto ingenio en desenredar ciertas cuentas elementales, se fue por una de esas calles estrechas, sin salida, que los caprichos de la construcción suelen olvidar. Y al darse cuenta de su desvío sintió que lo seguían. Un hombre extraño, vestido de negro, avanzaba por la entrada del callejón. Al principio no lo reconoció. En rigor, después de una serie de atropellos sin nombre, no se acordaba ya casi de aquel Matías del gallo... y de la mujer...
El hombre que ahora venía hacia él parecía tranquilo; sin embargo, avanzaba con un paso desusado en aquellos contornos… Al acercársele, vio que el hombre sonreía; pero él no estaba acostumbrado a que nadie sonriera en su presencia, e instintivamente levantó en alto el látigo. Al punto, el otro sacó un puñal... El jefe, bruscamente avisado, echó mano a la pistola y tiró a matar...; pero le había temblado la mano y disparó sin tino. De un salto, el desconocido llegó hasta el jefe, lo sujetó del cuello y, mirándolo fijamente a los ojos, dijo:
-Mi gallo, mi gallo giro.
La mano izquierda sujetaba y sacudía; la otra mano buscó la nuca y enterró el puñal. «Igual que mi gallo» -pensó Matías...
* * *
En la cárcel de la Rotunda, los presos se disputaban el primer encuentro con el recién llegado. Sobre el cha­leco negro ostentaba Matías una leontina sobredorada. Al principio no lo reconocían; por fin, uno dijo:
-¡Si es Matías!...
-Sí -repuso éste-. A ver: mi estera, mis cacharros, que ahora me vengo a quedar...
Luego, como viera aparte al doctor, se acercó y le dijo:
-Ahora, sí, doctor; ya maté.

José Vasconcelos