La fornicación es un pájaro lúgubre
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Y un minuto antes de la medianoche, Agustina estaba desnuda como vino a este mundo, en la habitación número 88 del Hotel Capricornio.
Y ahora, por favor, silencio.
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Y un minuto antes de la medianoche, Agustina estaba desnuda como vino a este mundo, en la habitación número 88 del Hotel Capricornio.
Y ahora, por favor, silencio.
Debí vivir cuarenta y cinco años para comprender el sentido
cabal de las palabras: hacer el amor. Yo recuerdo que de chico, en los libros,
hacer el amor significaba otra cosa. Hacer el amor era hablar de amor,
cortejar. Todo cambia, por supuesto. Ya a los ocho años yo descubrí, sin
demasiado dolor, que hay que estar preparado para despertarse cada mañana en
una casa que no es más la nuestra, ni
volverá a serlo nunca. De esa época, creo, viene mi confianza en las
palabras y mi amor por los viejos libros. Los libros, para mí, eran el bosque
sagrado donde las cosas sucedían sin pasar por el tiempo, eran como remansos de
la realidad. Pudo desaparecer Troya, podían haberse podrido los barcos y los
hombres que la asolaron y la defendieron, podía el bronce de la que fue una
espada haberse ido degradando hasta este adorno de bibelot en esta pieza de
hotel, pero siempre quedaba un lugar donde unos versos rearmaban el intacto
escudo de Ulises, la frente de Helena, el mar color del vino. Mi madre no
estaba, mi padre dejaría de cuidar sus rosas algún día, yo mismo me iba a ir;
pero quedaban para siempre ese arco que seguía siendo tensado por un rey, y la
flecha que atraviesa el ojo de las hachas. Las palabras no podían corromperse;
no eran cosas. Las palabras eran el origen y el espejo de las cosas. Después
crecí. Y un día, ante mi asombro, una muchacha tan joven como Agustina le
estaba susurrando a un muchacho que era yo algo que él no entendía. Esa noche,
Bender durmió solo. Pero desde esa noche "hacer el amor" significó
brutalmente acostarse con una mujer. Confieso que me sentí ofendido. Era, me
pareció, un abuso de lenguaje. Después seguí creciendo. Hablé poco y forniqué
mucho. Pero nunca hice el amor. Prevariqué, eso sí, y puticé. Como el ventero
que armó a don Quijote, recuesté viudas y deshice doncellas. Fifé, me encarné,
jodí, copulé, corté como Jerineldo la rosa más fragante de algún jardín real,
pinché y trinqué; rompí, sodomicé y desgolleté, conocí, folgué, serruché y
hasta solitariamente me vicié, pero como había aprendido a desconfiar de las
antiguas y hermosas palabras, no le hice a nadie, ni mucho menos hice con nadie,
el amor. Yo creo que las mujeres lo saben, y por eso a veces fijan con
desconsuelo su mirada en mi bragueta, como desde lejos, con los mismos ojos
milenarios que tenía mamá cuando planchaba y yo jugaba a descuartizarme o a ser
el señor Valdemar derretido, y cuando les pregunto qué pasa ellas dicen que a
los tipos como Bender habría que cortarles la cuestión con una lata oxidada. No
sé, a lo mejor todas las mujeres saben todo y es cierto nomás que los
hombres somos seres inferiores e incompletos. De cualquier modo, algo descubrió
Bender la tarde del 10 de junio de 1980, algo empiezo yo a descubrir ahora.
Mientras voy doblando dulcemente hacia atrás el cuerpo de Agustina y me oigo
decirle que no hable, que no piense, mientras la tiendo muy suavemente como a
un objeto muy frágil sobre el brillante acolchado azul de la cama donde su
cuerpo titila como una constelación que hubiese adoptado la forma de una mujer,
he comenzado a develar el verdadero sentido de las palabras hacer el amor.
Hacer el amor, armarlo, levantarlo piedra sobre piedra, arco a arco, columna a
columna, y dejarlo instalado sobre el mundo, es desafiar nuevamente a Dios. El
árbol vedado del remoto monte del Abuelo, antes que ningún otro conocimiento,
enseñaba esa peligrosa sabiduría, y es así que todavía hay un ángel castrado
entre las plantas amenazando los genitales de los hombres con una espada de
fuego. Hacer el amor es robarle la mujer a Dios. Porque para armar el amor y
habitarlo, hay, antes, que crear a la mujer, hacerla. La mujer es la casa del
hombre, decían los antiguos. Es cierto. La mujer es una casa construida según
la lenta albañilería de algún hombre. No me apures, Agustina, no te apures,
esto que se está haciendo como un dibujo bajo la lluvia tiene sus leyes y sus
ritmos, no es el amor, pero hay que escandirlo amorosamente como un verso. El
amor no puede hacerse en unas horas, como yo creía, ni en semanas. Se tarda
años. Hay hombres y mujeres que mueren sin haberlo hecho, sin saber cómo se
hace, hay muchachas y muchachos a los que asesinaron sin haberles dejado
levantar una sola viga ni abrir una ventana, hay generaciones y pueblos enteros
que son diezmados, supliciados, ardidos hasta lo blando de los huesos, sin
darles tiempo a reunir los materiales de hacer el amor, ahora mismo, mientras
mi boca en tu oreja y tu boca de ahogada en mi cuello y mi mano subiendo por
los contornos de médano de tu cuerpo, hay, sobre la húmeda y eléctrica piedra
lustral de un sótano, en una cárcel, una adolescente roja que ya no va a temblar
nunca con el temblor que ahora percibo bajo mis dedos como una caliente arena
fina por la que pasara un río subterráneo. Vientres pateados, sexos deshechos,
martirizadas bocas de dientes rotos, Agustina, ruinas nupciales, pedazos de
parejas muertas que nunca van a sentir lo que por primera vez estás sintiendo
ahora, este miedo dulce de ir cayendo hacia el centro de vos misma que hace
rodar de un lado a otro en la oscuridad tu cabeza sobre la almohada, que te hace
decir qué, qué me pasa, manos mutiladas que estuvieron vivas y que ya no
encontrarán lo que tu mano, de pronto inexperta, busca entre mis piernas,
hombres que tuvieron piernas y un sexo para usar entre las piernas, matas de
cabello de mujer que no llenarán nunca el puño de un varón, puños de varón que
nunca más empujarán con dulce brutalidad la cabeza de una muchacha hasta la
consentida sumisión, hasta la ambigua servidumbre que sólo la hembra del varón
aprende, que no conocen las bestias ni los ángeles, pero que Agustina ahora no
acepta, de rodillas sobre la alfombra y con las manos juntas como una mantis
religiosa, volviendo a sacudir de un lado a otro la cabeza como si rezara,
apretando los dientes acaso por el súbito horror de querer arrancarme el sexo
de las entrañas, por primera vez no acepta, mientras Bender de pie sonríe y
acaricia con cuidado y suavidad su cuello, como quien amansa un animalito
cerril, le cubre dulcemente las orejas con las manos, se arrodilla junto a ella
y le besa las lágrimas, la distrae, y como si jugara la va tendiendo sobre el
piso y la abre como a un cauce mientras Agustina murmura por qué acá, por qué
así, y él le dice que se calle, que no hay que pensar, que escuche, que escuche
cómo cae la lluvia.
Abelardo Castillo