La habitación vacía
La
primera vez que la vi fue algo más de un año después de que se casaran. El
funeral había concluido, la gente se había ido y estábamos en la casa solos. No
había nada que pudiera decirle y ella no había dicho una sola palabra desde la
mañana anterior. Ella y Finley apenas habían estado casados un año y ella ni
siquiera había cumplido veinte años. Su cuerpo estaba en pleno apogeo, pero
ella apenas era una niña.
Había
estado sentada junto a la ventana, mirando cómo anochecía, hasta bien entrada
la noche. Yo no había encendido las luces y ella no se había movido de la silla
durante horas. Desde donde me encontraba podía ver su perfil inmóvil, rodeado
de oscuridad, resaltando contra la noche gris como un camafeo de ébano.
Finley
había sido mi único hermano y, hasta su muerte, el único pariente que me quedaba
en el mundo. Ahora ella era su viuda.
Se
llamaba Thomasine, pero yo aún no me había dirigido a ella por su nombre. No me
había acostumbrado a él y hay algo en un nombre no familiar que lo invita a
protegerse de desconsideradas intromisiones. Cuando llegara el momento de
llamarla por su nombre sabía que estaría pronunciando un sonido que era sólo de
ella.
Yo
era un extraño en la casa y todavía no nos habíamos dirigido la palabra. Finley
había sido su esposo y mi hermano, y no estaba seguro de cual sería nuestra
relación. Lo que sí sabía era que no podríamos estar mucho tiempo en la casa
solos sin tener un entendimiento claro de cuál era el sitio de cada uno.
El
crepúsculo era frío. La habitación oscura dilataba el vacío, que se retiraba a
la inmensidad carente de paredes. El perfil de Thomasine se suavizaba a medida
que la penumbra gris dejaba paso a la oscuridad de la noche. Las paredes
retrocedieron y la habitación se convirtió en un espacio sin ellas. La sala era
inmensa y su perfil destacado contra la gris penumbra se fundió en la creciente
oscuridad de la casa.
Thomasine,
sentada al otro lado de la habitación, no se había dado del todo cuenta de su
soledad. La curva que formaban su cabeza y hombros se encorvaba con las sombras
envolventes, pero ella apenas si pensaba en su propia presencia. Finley llevaba
muerto tan poco tiempo.
Cuando
se levantó, yo también lo hice y crucé la habitación hacia ella. Me dirigí
hacia su lado y me detuve a la distancia de un brazo. No obstante, la distancia
entre nosotros sólo podría haberse medido por los límites del espacio infinito
de la habitación. Deseé rodearla con mis brazos y consolarla, tal como habría
consolado a la persona amada, pero era la viuda de Finley y la habitación con
sus paredes hicieron la distancia inconmensurable. La sala en la que nos
encontrábamos estaba vacía y era extensa. Nadaba en la oscuridad de su vasto
espacio. La chispa de un pedernal nos habría dejado ciegos con la intensidad de
su luz y la indudable conflagración nos habría reducido a cenizas.
Antes
de venir a esta casa jamás me habría interesado una chica cuyo nombre hubiera
sido Thomasine. Ahora ella era la viuda de mi hermano.
Algunas
de las flores que había en la sala se habían enroscado al llegar la noche, pero
los pétalos de las rosas cayeron suavemente al suelo.
De
repente susurró, volviéndose hacia mí en medio de la oscuridad:
-¿Has
dado de comer a los conejos de Finley?
-Sí
-le respondí-. Les he dado todo lo que fueran capaces de comer. Tienen todo lo
que necesitan para esta noche.
El
cabello le había caído por encima de los hombros, bullendo por toda la cabeza.
Su cabello era de color cítrico y, extrañamente, se ajustaba a la oscuridad de
la habitación y al negro de su vestido. Su color hacía su dolor aún más
incómodo, porque su cabeza era la que más profundamente se inclinaba en la
oscuridad de la inmensa habitación. Cuando miré la negrura de tinta de las
invisibles paredes pude, de alguna manera, ver la rapidez con que el cabello
cítrico se despeinaba en el pecho de mi hermano cuando besaba la suavidad del
perfil de su esposa y acariciaba la tersura de sus extremidades. La belleza y
riqueza de su año de amor estaba cediendo paso, poco a poco, a la creciente
oscuridad. Fue en la oscuridad de la habitación vacía donde fui capaz de creer
en la irrevocabilidad de la muerte y de creerme el dolor que sentí en el
corazón de Thomasine. Los que son amantes durante un año no pueden creer en la
irrevocabilidad de la muerte, y ella menos que nadie. Quise decirle que lo
sabía, pero mis palabras le habrían dicho únicamente lo trivial. Su amor no
debía confundirse con la muerte y ella no habría deseado comprenderlo.
Ahora
iba a empezar la noche.
No
la vi moverse, pero noté cómo dejaba la silla junto a la ventana. Caminé detrás
de ella, tocando unos muebles que me eran desconocidos, y me guié a través de
la habitación una y otra vez por la dirección del perfume cítrico de su
cabello.
Entonces
se detuvo y me di cuenta de que estaba en el dormitorio. Me encontré junto a la
puerta reconociendo sólo una dirección, la del aromático perfume cítrico que
emanaba de su cabello. Cuando ella fue de esquina en esquina yo me quedé junto
a la puerta del dormitorio esperando a que hablara, esperando una palabra de
despedida hasta la mañana siguiente. Si había algo más que deseara, o si había
algo que yo pudiera hacer, ella no me lo había dicho.
El
eco de sus pasos de esquina en esquina y del frío de la cama retumbó por el
dormitorio vacío. Pude oírla caminar hasta la cama, tocarla con los dedos, y
regresar a la ventana por el suelo cubierto de alfombras. Estuvo junto a la
ventana mirando la nada en la noche, la nada negra, mientras yo esperaba a que
me dijera que cerrara la puerta, me fuera y la dejara sola.
Aunque
ella estaba en el dormitorio, yo estaba junto a la puerta y los conejos estaban
justo tras la ventana, el vacío descendió sobre la casa al igual que el
silencio de una noche sin estrellas ni luna. Cuando yo extendía los brazos se
alargaban hacia regiones desconocidas y cuando miraba con los ojos, parecían buscar
luz en todos los rincones del oscuro cielo.
Ella
sabía que yo estaba junto a la puerta esperando una palabra de despedida, pero
se sentía desamparada en su soledad. Sabía que no podía soportar estar sola en
la habitación cuyas paredes no podían verse a tal distancia. Ella sabía que su
soledad no podía hacerse desaparecer mediante una palabra pronunciada en la
hueca oscuridad, y sabía que ella sola no podría impulsarse fuera de la
inmensidad de la casa.
Mi
hermano me había escrito sobre ella con cierto pesar porque yo no tenía a nadie
como ella a quien amar. Él había estado con ella durante un año, compartiendo
su casa y su cama. Todas las noches habían ido juntos al dormitorio donde ahora
estaba ella sola. Entonces sentí la soledad de la noche, porque le habían
quitado a su esposo, mientras que yo, que nunca había conocido un amor así,
nunca formaría parte de él. Una vez más fue a la cama y la tocó. La habitación
estaba oscura y la cama quieta. Ahora sabía que iba a estar sola.
Empezó
a llorar bajito, como llora una muchacha.
Las
zapatillas cayeron de sus pies y el eco sonó como si hubieran lanzado unos
zapatos de hombre con tacones sólidos contra el suelo.
Cuando
tocó un peine que había sobre la mesilla y luego cayó al suelo en medio de la
oscuridad, podrían haber sido las manos torpes de un hombre buscando a tientas,
tirando relojes y espejos.
Sus
rodillas tocaron una silla, pero el sonido fue más como un hombre caminando en
medio de una habitación oscura, tropezando con los muebles y maldiciendo con
voz ronca.
Colocó
la ropa que se quitó sobre un arcón que había al pie de la cama, pero pareció
más bien como si un hombre hubiera lanzado sobre una silla su abrigo pesado y
sus pantalones desde el otro lado de la habitación.
Levantó
la ventana sin ruido, pero fue como si un hombre la hubiera abierto con
impaciencia.
Se
sentó al borde de la cama y luego se estiró, pero fue como si un hombre se
hubiera arrojado sobre ella, tirando de la manta para taparse.
Con
cuidado se dio la vuelta y estiró el brazo por encima de la lejana almohada,
pero en la habitación vacía sonó como si un hombre estuviera golpeando las
almohadas con los puños.
Su
cuerpo empezó a temblar por los sollozos, sacudiendo levemente los muelles de
la cama y el colchón, pero fue como el firme movimiento de un hombre de fuerza
incontrolada.
No
sé cuánto tiempo estuve junto a la puerta esperando una palabra de despedida.
Al principio el tiempo había pasado rápido en medio de la negrura absoluta de
esta casa de oscuridad hueca. Luego pasó más lentamente. Puede que pasara una
hora, quizás cinco.
Abrí
los labios y hablé. El sonido de mis palabras parecía no tener fin en su eco.
-Buenas
noches, Thomasine -dije temblando.
Ella
gritó de miedo y dolor. Si alguien le hubiera cortado el corazón con un
cuchillo no habría gritado tan fuerte.
Luego
se dio la vuelta en la cama y se quedó estirada del otro lado.
-¡Dios
mío! ¡Dios mío! ¡Dios mío!
La
almohada que había estado sujetando cayó desde el extremo de la cama al suelo,
sonando en la oscuridad como un árbol talado en medio del bosque.
Tras
el crepúsculo, la noche empezó en la habitación vacía.
Erskine Caldwell