Blogs que sigo

martes, 7 de junio de 2016

Córdoba 2016


Mi reloj      (HISTORIETA INSTRUCTIVA)


Mi hermoso reloj nuevo había andado por espa­cio de dieciocho meses sin atrasar ni adelantar, sin que se rompiese ninguna pieza de su mecanismo, sin que se parase. Había llegado a creer infalibles sus juicios sobre la hora del día y a considerar imperecederas su constitución y su ana­tomía. Pero -alguna vez tenía que suceder-, una noche se me olvidó darle cuerda.
Lo lamenté como un seguro presagio de calamida­des. Pero, en cambio, procuré darme ánimos; puse el reloj a la hora sin consultar ningún otro y ahuyen­té mis reparos y supersticiones. Al día siguiente, en­tré en casa del principal relojero para ponerlo en la hora exacta; mas el dueño del establecimiento, quitándome el reloj de las manos, procedió a efec­tuar la operación por sí. «Atrasa cuatro minutos; hay que afinar un poco el regulador.» Intenté dete­nerle, intenté hacerle comprender que el reloj mar­chaba perfectamente. Pero no; aquella berza huma­na sólo era capaz de distinguir que el reloj andaba cuatro minutos atrasado y que el regulador «tenía» que ser afinado un poco; así, mientras yo, presa de enorme angustia, daba vueltas a su alrededor, im­plorándole que dejara quieto el reloj, él, inmutable y cruelmente, llevó a cabo la vergonzosa hazaña.
El reloj empezó a adelantar. Adelantó más y más, día tras día. Al cabo de una semana, había sucumbido a una fiebre rabiosa; su temperatura subió a 150º F. a la sombra. Al cabo de dos meses, había dejado muy atrás a los demás relojes de la ciudad, y estaba adelantado una fracción de trece días respecto del calendario. Mientras iba discurriendo ya por noviembre, estaban cayendo todavía las hojas de octubre. A toda prisa pagué el alquiler, las facturas pendientes y otras cosas por el estilo, de modo tan ruinoso, que no lo pude sostener. Llevé el reloj al relojero para que lo regulara. Me preguntó si lo había hecho reparar alguna vez. Dije que no, que nunca había sido reparado. Contemplólo con semblante de turbia felicidad y, ansiosamente, procedió a abrirlo; luego calzóse una cajita en forma de dado en un ojo y echó una escrutadora mirada de soslayo en el interior de la maquinaria. Dijo que necesitaba ser limpiado y lubricado, además de regulado. «Vuelva dentro de ocho días.» Después de haber sido limpiado, lubricado y regulado, mi reloj empezó a retardar hasta tal extremo, que su tictac parecía una campana tocando a difuntos. Empecé a perder los trenes, llegaba tarde a todas las citas, me quedaba muchas veces sin cenar; cada cuatro días, el reloj perdía tres, y yo sin protestar. Gradualmente fue retrocediendo al día anterior; luego al otro, luego a la semana pasada, y, poco a poco, descendió sobre mí el discernimiento de la soledad y el abandono en que me iba consumiendo semana tras semana, mientras el mundo se perdía de mi vista. Me pareció descubrir en mí mismo un mezquino sentimiento de hermandad con la momia del museo y un deseo de comentar las noticias con ella. Fui de nuevo al relojero. Desmontó todo el reloj, pieza por pieza, y después dijo que el tambor se había «hinchado». Dijo que en tres días podría reducirlo al tamaño normal. Después de esto, el reloj daba un promedio, pero nada más. Durante la mitad del día, funcionaba como el mismo diablo, y lanzaba tales ladridos y jadeos y convulsiones y estornudos y resoplidos, que no podía atender a mis propios pensamientos por causa de tanto alboroto. Mientras le duraba la cuer­da, no había ningún reloj del país con probabilidad de éxito contra él. Pero el resto del día, iba descen­diendo paulatinamente y remoloneaba hasta que to­dos los demás relojes que había dejado atrás le al­canzaban de nuevo. Así, por último, al cabo de las veinticuatro horas, poníase a trotar otra vez, llegando a pasar por delante de la tribuna de los jueces con el tiempo preciso. Daba siempre un promedio bueno y correcto, y nadie podía decir que cumplía ni más ni menos que su deber. Pero un promedio correcto sólo es una inofensiva virtud en un reloj, y por ello llevé el instrumento a otro relojero.
Éste dijo que el perno real estaba roto. Le respondí que me alegraba de que no se tratase de algo más grave. Para decir la estricta verdad, no tenía la me­nor idea de lo que era el perno real, pero no me pareció conveniente aparentar tal ignorancia frente a un desconocido. Reparó el perno real, pero lo que el reloj ganó por un lado, lo perdió por otro. Ocurría que se ponía a marchar durante un rato, luego se paraba otro rato, y luego empezaba de nuevo a mar­char, y así sucesivamente, usando de su propia di­rección en cuanto a los intervalos. Y al arrancar, pegaba un respingo igual que un mosquetón.
Me almohadillé el pecho unos cuantos días; pero finalmente llevé el reloj a otro relojero.
Desmontó las piezas y esparció toda aquella ruina bajo su cristal de aumento. Luego dijo que parecía haber algo raro en la espiral. Lo arregló y lo puso de nuevo en marcha. Aquella vez funcionó bien, ex­ceptuando que, al marcar las diez menos diez, las dos agujas se cerraban una contra otra como un par de tijeras, y a partir de aquel momento viajaban juntas. El hombre más viejo del mundo no hubiese podido sacar nada en limpio sobre la hora del día con semejante reloj, y, por consiguiente, fui a que lo repararan de nuevo.
La persona que entonces lo reparó dijo que el cristal se había encorvado y que el muelle real no estaba bien tirante. También hizo notar que parte de la maquinaria necesitaba medias suelas. Lo hizo todo a su satisfacción, y luego mi cronómetro fun­cionó regularmente, excepto que de cuando en cuan­do, después de trabajar tranquilamente unas ocho horas, las piezas interiores poníanse todas a agitarse bruscamente y al unísono, y empezaban a zumbar como una abeja. Las agujas, entonces, empezaban a girar y girar tan alocadamente, que hasta su indivi­dualidad se perdía completamente y parecían sólo una delicada telaraña extendida por encima de la es­fera del reloj. Acto seguido, cubría las veinticuatro horas siguientes en seis o siete minutos, y luego se paraba con un estampido.
Con el corazón anegado en luto, acudí a otro re­lojero, y permanecí alerta mientras el hombre lo des­hacía hasta la última pieza. Entonces me preparé a someterle a un rígido interrogatorio, porque la cosa ya empezaba a ponerse seria. Originalmente, el reloj había costado doscientos dólares, y ya, según me parecía, había desembolsado dos o tres mil en arreglos. Mientras esperaba y vigilaba, reconocí en aquel relojero a un antiguo conocido mío -un ma­quinista de vapor fluvial en otros tiempos, y no muy buen maquinista, por cierto-. Examinó cuidadosa­mente todas las piezas, tal como habían hecho los demás relojeros, y luego dictó su veredicto con el mismo confiante aplomo.
Dijo:
-Despide demasiado vapor; hay que colgar la llave inglesa de la válvula de seguridad.
De un mazazo en mitad del cerebro lo dejé en el sitio. Después lo hice enterrar, pagando los gastos.
Mi tío Guillermo (ha poco fallecido, ¡ay!) solía decir que un buen caballo era un buen caballo hasta que se había desbocado una vez, y que un buen reloj era un buen reloj hasta que los relojeros tenían oca­sión de meterle mano. Y solía preguntar en qué ha­bían parado tantos latoneros y armeros y zapateros y maquinistas y herreros fracasados; pero nadie supo nunca contestarle.

Mark Twain