La fotografía
El fotógrafo
del pueblo se mostró muy complaciente. Le enseñó varios telones pintados.
Fondos grises, secos, deslucidos. Uno, con árboles de inmemoriable frondosidad,
desusada naturaleza. Otro, con sendas columnas truncas, que -según el hombre-
hacían juego con una mesa de hierro fundido que simulaba una herradura
sostenida por tres fustas de caza.
El fotógrafo
deseaba conformarla. Madame Dupont era muy simpática a pesar del agresivo color
de su cabello, de los polvos de la cara pegados a la piel y de alguna joya,
dañina para los ojos cándidos del vecindario. Con otro perfume, quizá sin
ninguna fragancia, habría conquistado un sitio decoroso en la atmósfera
pueblerina. Pero aquella señora no sabía renunciar a su extraña intimidad.
-Salvo que la
señora prefiera sacarse una instantánea en la plaza. Pero no creo que tenga ese
mal gusto -dijo el fotógrafo. Y rió, festejándose su observación-. Me parece
más propio que obtengamos una fotografía como si usted se hallase en un lindo
jardín, tomando el té... ¿He interpretado sus deseos?
Y juntó una
polvorienta balaustrada y la mesa de hierro fundido al decorado de columnas.
Dos sillas fueron corridas convenientemente, y el fotógrafo se alejó en busca
del ángulo más favorable. Desapareció unos segundos bajo el paño negro y
volvió a la conversación como quien regresa después de hacer un sensacional
descubrimiento:
-¡Magnífico,
magnifico!... -el paño fue a parar a un rincón-. Acabo de ver perfectamente lo
que usted me ha pedido...
La mujer miraba el escenario con cierta incredulidad. La pobre no
sabía nada de esas cosas. Se había fotografiado dos veces en su vida. Al
embarcarse en Marsella, para obtener el pasaporte. Y un retrato en América,
con un marinero, en un parque de diversiones. Por supuesto, no había podido
remitir esa fotografía a su madre. ¿Qué iba a decir su madre al verla con un
marinero, tan luego su madre que odiaba el mar y la gente de mar?
Volvió a
explicarle al fotógrafo sus intenciones:
-Quiero un
retrato para mi madre. Tiene que dar la impresión de que me lo han sacado en
una casa de verdad. En mi casa.
El hombre ya
sabía de memoria las explicaciones. Pretendía un retrato elocuente que hablase
por ella. Conocía la dedicatoria que llevaría el pie: «A mi inolvidable madre
querida, en el patio de mi casa con mi mejor amiga».
Era fácil simular la casa. Los
telones quedarían admirablemente. Faltaba la compañera, la amiga.
-Eso es cosa suya, señora. Yo
no se la puedo facilitar. Venga usted con ella y le garantizo un grupo
perfecto.
Madame Dupont volvió tres o
cuatro veces. El fotógrafo se mostraba complaciente, animoso.
-Ayer saqué a
dos señoras contra ese mismo telón. ¡Fantástico! Ya está probado. El grupo
sale perfecto. Vea la muestra. Parece el jardín de una casa rica.
La clienta
sonrió ante la muestra. Tenía razón el fotógrafo. Un retrato verdaderamente
hermoso. Dos señoras en su pequeño jardín, tomando el té.
Y volvió
alegremente hasta las puertas de su casa vergonzosa, en los arrabales del
pueblo.
A unos cien metros de su
oscuro rincón vivía la maestra, la única vecina que respondía a su tímido
saludo:
-Buenas
tardes.
-Buenas...
A la pobre
señora del pelo oxigenado le temblaban las piernas. El saludo se le
desarticulaba en los labios. Y seguía pegada a los muros, sin levantar la
vista.
Tal vez algún
día consiguiese valor para detener el paso y hablarle. La maestra parecía
marchita, apoyada en el balcón de mármol con aire melancólico y fracasado. El
balcón era semejante al de utilería. Bien podría ella prestarle un favor. ¿Por
qué no atreverse? No se negaría ante una solicitud tan insignificante.
Al fin, una
tarde se detuvo. Una tarde sin gente, con perros vagabundos. Pasaba un carro de
pasto verde, de esos a los que se les pide una gracia. Y la otorgan...
Se detuvo
repentinamente. Claro, no la esperaban. Y le explicó el caso, lo mejor que
pudo. Sí, era nada más que para sacarse un retrato destinado a su madre. Un
retrato de ella con alguien, así como la señorita, respetable... Sonrió, segura
de ayudarse con un gesto. Se retratarían las dos y ella le pondría una dedicatoria.
La madre, una viejita ya en sus últimos años, comprendería que su hija
habitaba una casa decente y tenía amigas, buenas amigas a su alrededor. La
escena ya estaba preparada desde días atrás. ¿Sería ella tan amable de
complacerla? Las relaciones de madame Dupont son muy escasas y no se prestan
para cosas así. No sirven. Además, no la entienden. ¿La podía esperar en casa
del fotógrafo? Sí, la esperaría a la salida de clase. Mañana. Cuando los niños
volviesen a sus hogares. «Merci, merci...»
Madame Dupont
no recordaba si había monologado, simplemente. Si la maestrita había dicho que
sí o que no... Pero recordaba una frase desvanecida en su memoria, no escuchada
desde tiempo atrás: «Con mucho gusto».
Y dio las
gracias con palabras de su madre. Y antes de dormirse besó el retrato de su
madre, poniéndolo nuevamente en su sitio, entre una pila de sábanas,
amortajado.
Al fin,
alguien del otro lado del mundo se había dignado tenderle la mano para que
ella pudiese dar un salto. Pensaba, mientras se dirigía a la Casa del
fotógrafo, que tal vez fuese el comienzo de una nueva etapa en su vida. La
maestra le había contestado con naturalidad, como si prometiese sin mayor esfuerzo.
Aquel detalle la tranquilizaba.
No acababan
de acomodar las sillas, de situar la mesa, de dar golpes de plumero al
polvoriento balcón de «papier maché».
El fotógrafo,
cansado de rectificar el cuadro, se asomó a la puerta de la calle a ver pasar
la gente. Cuando los niños salieron de la escuela, entró a enterar a su
clienta. La maestra ya estaría en camino.
-Dentro de un
momento llegará -aseguró la mujer-. Ha de estar arreglándose.
Al cuarto de
hora los alumnos habían colgado sus delantales blancos y se les veía otra vez
vagabundear por la calle, sucios, gritones, comiendo bananas, cuyas cáscaras
arrojaban en los zaguanes con crueles intenciones, a la expectativa del
porrazo. Los días que se sentían malos, sin saber por qué.
-Ya debería
estar aquí. Lamento comunicarle -dijo el hombre- que dentro de poco no
tendremos luz suficiente para una buena placa.
La mujer
aguardaba, disfrutando del apacible rincón, feliz en su espera. Nunca había
permanecido tanto tiempo en un sitio tan amable y familiar. Se colmó de una
dicha honrada, sencilla, desconocida.
Con las
primeras sombras, madame Dupont abandonó el local. Se alejó envuelta en una
disimulada tristeza. Dijo que volvería al día siguiente. La maestra, sin duda,
había olvidado la cita.
Al doblar la
esquina de su calle, la vio huir del balcón. Oyó el estrépito de la celosía
como una bofetada. Después lo sintió en sus mejillas ardiendo.
No es fácil
olvidar un trance semejante. Y menos aún si se vive una vida tan igual, tan
lentamente igual. Porque madame Dupont acostumbraba a salir una vez a la
semana y ahora ha reducido sus paseos por el pueblo. Suele pasar meses sin
abandonar los horribles muros de su casa.
No ha vuelto a ver a la maestra
marchitarse en el balcón de mármol, a la espera del amor, de la ventura.
El fotógrafo
archivó el decorado, la tela pintada con aquel árbol de fronda irreal. Sobre la
balaustrada cae un polvillo sutil, que es el alma del pueblo, la huella de sus
horas apacibles.
Los niños
siguen arrojando cáscaras de fruta en los zaguanes con perversas intenciones.
Sobre todo cuando sopla el viento norte. Y se oyen gritos de madres irritadas,
de padres coléricos.
A veces, no
está de más decirlo, hay que encoger los hombros y seguir viviendo.
Enrique Amorim