Blogs que sigo

martes, 28 de junio de 2016

Museo Goya - Colección Ibercaja


La historia del conductor de autobús que quería ser Dios

Ésta es la historia de un conductor de autobús que nunca se avenía a abrir la puerta a los que llegaban tarde. Este chofer no estaba dispuesto a abrirle la puerta a nadie: ni a los introvertidos chicos del insti­tuto que corrían en paralelo lanzándole unas miradas de lo más tristes ni tampoco, por supuesto, a las perso­nas nerviosas que, envueltas en bastos anoraks, golpea­ban enérgicamente la puerta como si hubieran llegado a tiempo y fuera él quien se estuviera comportando ina­decuadamente, ni tan siquiera a las viejas cargadas con bolsas de papel marrón llenas a reventar de víveres que agitaban una mano temblorosa haciéndole señas. Y no era por maldad por lo que no les abría la puerta, por­que en ese conductor no había ni el más mínimo atisbo de maldad, sino por ideología. La ideología del con­ductor decía que si, supongamos, el retraso sufrido por dejar montar a alguien era de aproximadamente medio minuto y la persona que se quedaba en tierra fuera del autobús perdía por eso un cuarto de hora de su vida, a pesar de todo seguía siendo más justo para la sociedad no abrirle la puerta, porque ese medio minuto lo perdía cada uno de los pasajeros del autobús; y si, supongamos, en el autobús había sesenta personas que no le ha­bían hecho nada a nadie y que habían llegado a su pa­rada a tiempo, en conjunto perderían media hora, que es el doble de un cuarto. Ésa era la única razón por la que nunca abría la puerta. Sabía que los pasajeros no tenían ni idea de que ésa fuera la razón, y que tampoco la conocían los que corrían tras de él haciéndole señas para que les abriera. Sabía también que la mayoría se limitaba a considerarlo un tarado, y lo cierto era que para él habría sido pero que muchísimo más fácil de­jarlos montar y recibir de ellos agradecimientos y son­risas. Sólo que, si tenía que elegir entre unos agradeci­mientos, unas sonrisas y el bien común, al conductor no le cabía la menor duda de que prefería el bien común.
La persona que supuestamente más debía sufrir la ideología del conductor se llamaba Adi, sólo que él, al contrario que las demás personas de esta historia, ni siquiera intentaba correr tras el autobús, de puro vago que era y de lo desesperado que estaba. El tal Adi era ayudante de cocina en un pub-restaurante llamado Boca-Dos, el juego de palabras más logrado que su es­túpido propietario había sido capaz de encontrar. La comida de aquel sitio no era nada del otro mundo, pero lo cierto es que Adi era una persona muy maja, tan maja que, a veces, cuando le salía un plato especial­mente poco logrado, lo servía él en persona a la mesa que correspondiera y pedía disculpas. Fue durante una de esas disculpas cuando encontró la felicidad, o, por lo menos, la posibilidad de ser feliz, en la forma de una chica tan encantadora que intentó terminarse hasta el último trozo del rosbif que Adi le había preparado para que él no se sintiera mal. Y eso que la chica no quiso decirle cómo se llamaba ni darle su número de te­léfono, aunque fue lo suficientemente dulce como para acceder a quedar con él al día siguiente, a las cinco, en un lugar fijado de antemano, en el delfinario, para ser más exactos.
Adi tenía una enfermedad, una enfermedad que le había hecho perderse varias cosas en la vida. No era esa clase de enfermedades que hacen que se te inflamen las amígdalas o cosas por el estilo, pero aun así le ha­bía causado a Adi mucho daño. La enfermedad esa hacía que Adi durmiera siempre diez minutos de más, y no había despertador que pudiera con ello. Por su culpa también llegaba todos los días tarde al trabajo en el Boca-Dos, por su culpa y por culpa de nuestro conduc­tor, ese que prefería el bien común a los elogios y las buenas palabras que pudieran dedicarle. Sólo que en esta ocasión, como se trataba de la felicidad, Adi deci­dió vencer la enfermedad y, en lugar de dormir la siesta, permanecer despierto viendo la tele. Para más seguridad, esta vez quiso ser tajante y se puso no un re­loj sino tres, y además llamó al servicio de despertador telefónico. Pero la enfermedad esa era incurable, y Adi se quedó dormido como un bebé frente al canal infantil para despertarse completamente bañado en sudor en medio del ensordecedor alarido de un trillón de relojes con diez minutos de retraso. Adi salió a la calle con la ropa con la que había dormido y echó a correr en di­rección a la parada del autobús. Ya no recordaba lo que era correr, así que los pies se armaban un poco de lío cada vez que dejaban la acera. La última vez que había corrido en su vida había sido antes de descubrir que uno se podía escapar de la clase de gimnasia, y eso fue más o menos en sexto, sólo que, al contrario que en aquellas clases de gimnasia, esta vez corría con todas sus fuerzas, porque ahora tenía algo que perder, de ma­nera que tanto los dolores que sentía en el pecho como los pitidos debidos a los cigarrillos Noblesse le pare­cían una nimiedad en medio de su carrera en pos de la felicidad. En realidad, todo le parecía una nimiedad, excepto nuestro conductor, que acababa de cerrar la puerta y empezaba a alejarse de la parada. El conduc­tor vio a Adi por el espejo retrovisor, pero, como ya se ha dicho, tenía una ideología; una ideología muy lógica que más que nada se basaba en la búsqueda de la justi­cia y la equidad más simples. Sólo que a Adi poco le importaba esa equidad la primera vez en la vida en que de verdad quería llegar a tiempo a un sitio, y por eso si­guió corriendo tras el autobús, a pesar de que no tenía posibilidad alguna de alcanzarlo. Pero, repentina­mente, la suerte de Adi decidió acudir en su ayuda, aunque sólo a medias, porque cien metros después de la parada había un semáforo, y éste, un segundo antes de que el autobús llegara, se puso en rojo. Adi consi­guió alcanzar el autobús y arrastrarse hasta la puerta del conductor. Ni siquiera golpeó el cristal, por falta de fuerzas, sino que se limitó a mirar al conductor con los ojos húmedos y se hincó de rodillas, resollando en me­dio de su asfixia. Eso le recordó al conductor algo de hacía mucho tiempo, cuando todavía no quería ser conductor de autobús sino que quería ser Dios. Ese re­cuerdo era un poco triste, porque al final el conductor no pudo ser Dios, aunque también era alegre, porque había llegado a ser conductor de autobús, que era la se­gunda cosa que más deseaba ser. Y de repente el conductor se acordó de aquel tiempo en que se había prome­tido que, si finalmente llegaba a ser Dios, sería clemente y misericordioso y escucharía a todas sus criaturas, así que, cuando desde las alturas de su asiento-trono de chófer vio a Adi arrodillado en el asfalto, ya no pudo más y, a pesar de todas sus ideologías y de sus ansias de equidad, le abrió la puerta. Entonces Adi subió y ni si­quiera le dio las gracias porque estaba sin aliento.
Llegados a este punto, lo mejor que se podría hacer sería dejar de seguir leyendo esta historia, porque, a pe­sar de que Adi llegó a tiempo al delfinario, al final no pudo alcanzar la felicidad, por la sencilla razón de que la chica ya tenía novio. Sólo que, como era tan maja, no le había parecido correcto decírselo a Adi, y había preferido darle plantón. Adi la estuvo esperando du­rante casi dos horas en el banco donde habían que­dado. En el tiempo que estuvo allí sentado le pasaron por la mente todo tipo de pensamientos deprimentes sobre la vida y después se quedó mirando la puesta de sol, que resultó relativamente bonita, mientras se ima­ginaba las agujetas que tendría al cabo de un rato. En el camino de vuelta, cuando realmente se moría ya de ganas de llegar a casa, vio a lo lejos el autobús que se detenía en la parada para soltar a un grupo de pasaje­ros, y supo que, aunque todavía le quedaran fuerzas y ganas, jamás conseguiría alcanzarlo. Así que siguió andando despacio, sintiendo un millón de músculos cansados a cada paso, y, cuando finalmente llegó a la parada, vio que el autobús seguía allí, esperándolo. Porque el conductor, a pesar de los murmullos de enojo y de las quejas airadas de los pasajeros, esperó a que Adi montara y no pisó el pedal del acelerador hasta que aquél hubo encontrado asiento. Y, cuando arran­caron, le guiñó el ojo a Adi con tristeza a través del es­pejo retrovisor, haciendo que todo aquel asunto se con­virtiera para él en algo casi soportable.

Edgar Keret