(Entrada dedicada a la afición del Atlético de Madrid)
Morgazo
Entré
en el fútbol de mano del rosa-rosae y el teorema de Pitágoras; pasado el
tiempo, abandonaría a Euclides y al latín, pero desde aquellos lejanos días he
guardado para el fútbol la más constante de las fidelidades.
En
aquel entonces la vida era un continuo formar filas. Nosotros lo hacíamos al
reclamo del silbato del padre inspector. Ni los domingos escapábamos a aquella
disciplina castrense. Formábamos por la mañana, en el amplio patio del colegio,
tantas filas como cursos y en orden de colocación inverso al de estatura,
facilitando así el recuento de los asistentes a la misa dominical. Ya en la
capilla, también en ordenada fila, abandonábamos nuestros bancos y, los ojos
bajos, las manos juntas a la altura del pecho, nos dirigíamos al altar para
recibir la eucaristía, obedientes a los mandatos de un interiorizado silbo. Y
por la tarde, un domingo de cada dos, volvíamos a formar en el patio para
después encaminamos jubilosos, pastoreados por el padre, hacia el campo del
Peñascal pues todos y cada uno de los alumnos del colegio éramos socios de la
Gimnástica, cuyo recibo se nos incluía en el de la mensualidad escolar bajo un
apartado que respondía al curioso enunciado de «Deportes, cine y juegos».
Eran,
aquellos, tiempos de gloria para el fútbol segoviano, tiempos en que el equipo
de la vieja ciudad competía con el Salamanca, la Burgalesa y el Real Valladolid
en la recién creada Liga de Tercera División. Soñando con holgados triunfos la
grey estudiantil, bajo la atenta mirada de nuestro Quirón celoso de que no se
colasen cabras entre las ovejas, cruzaba la puerta dorada. Pero antes de llegar
a ésta ya nos había alcanzado el penetrante olor de embrocación proveniente de
la ventanilla de los vestuarios donde se preparaban los héroes. Los más
enterados -aquellos con hermanos mayores- nos informaban sobre la causa y razón
de aquel olor: les estaban dando masaje. Para mí aquella palabra -masaje- se ornaba con un halo sobrenatural. Aquella palabra y aquel aroma intenso y dulzón
me trasladaban a un mundo mágico, a un mundo de alquimistas, de elixires de
eterna juventud, de cultos bárbaros y paganos hechos de extraños conjuros y de
cruentos sacrificios a los terribles y viriles señores de la guerra.
De
aquellos dioses nuestro favorito indiscutible era Morgazo. Jugaba de delantero
centro, el puesto ideal. Al saltar al campo, al andar, al correr, Morgazo
sacaba extraordinariamente el pecho; y aquel sacar el pecho de Morgazo
constituía nuestra admiración y nuestra meta. Todos, todos nosotros intentábamos
imitarle. Pero... ¡qué diferencia! ¿Cómo osábamos comparar con aquel ariete
nuestro pecho ruin? Sobre todo yo, desnutrido y enclenque mequetrefe... Cuando
a solas, en mi casa, procurando andar como él aspirando una bocanada de aire y
distendiendo los pectorales me cruzaba con un espejo, el mundo se quebraba a
mis pies. Pero, cerrando los ojos, negaba la evidencia y soñaba... Sí, algún
día sería como él. O, mejor aún: no es que sería como él; es que ahora, ahora
mismo, yo era él; yo no era yo, era Morgazo.
Jugábamos
al fútbol y todos aspirábamos a la maravillosa metamorfosis; pero tan sólo unos
pocos la alcanzaban. Eran los buenos, los ágiles, los veloces, los que sabían
para lo que sirve una pelota entre los pies, los que lograban el alto honor de
jugar en el centro del ataque... Sí, tan sólo unos pocos, los elegidos,
conseguían el milagro del cambio de identidad.
-Ahí
te va, Morgazo, remata -le gritaba al afortunado el que centraba una de
aquellas pelotas de la posguerra que, a las dos horas de jugar con ella,
perdida su forma esférica, se transformaba en un raro objeto prismático con
todas sus caras ligera y simétricamente curvadas. Y mientras yo, de portero, le
contemplaba envidioso y entristecido, el agraciado con la maravillosa metamorfosis
ensayaba el remate de chilena tan infructuosamente como nuestro héroe.
Porque
Morgazo tenía un sentido dannunziano del balompié. Hijo de su tiempo,
despreciaba el pedestre utilitarismo y una y otra vez se entregaba al gesto
heroico, a la inútil belleza, a la hazaña inalcanzable. Su juego, aparte de
aquel correr airoso y viril, braceando y sacando pecho, era una continua
persecución del taconazo acrobático, de la tijereta a la media vuelta, del
vuelo en picado para el cabezazo imposible. Es cierto que casi nunca alcanzaba
su objetivo y los mayores, incompresivos como siempre, renegaban de aquel
derroche espectacular tan parco en goles. Pero nosotros no oíamos sus voces.
Prendidos en aquellas altísimas gestas, suplíamos con nuestra imaginación los fallos
y allá, en el recogimiento de nuestros cuartos, transformábamos en goles
irrepetibles aquellos remates malogrados por un destino injusto y cruel.
Pero
si yo, desmañado con el cuero, me hallaba muy lejos de Morgazo en el campo de
fútbol, sin embargo gozaba de un privilegio vedado a todos los otros: el
demiurgo era mi vecino. Milagrosamente, frente a mi modesta casa se alzaba un
palacio encantado, una pensión especializada en futbolistas y toreros. Éstos,
raras aves de paso, nos deslumbraban sólo de tarde en tarde cuando, luciendo
sus multicolores ternos alquilados, salían del portal para tomar el viejo taxi
que los conduciría a la plaza. Pero los futbolistas, más sedentarios y
constantes, eran los continuos polarizadores de mi atención.
Destacándose
como un sol entre los planetas menores, Morgazo ocupaba el centro del grupo
arrastrando todas las miradas. Vestido con un resplandeciente traje azul
eléctrico, luciendo una corbata de fantasía de ancho lazo, haciendo repiquetear
en la calle sus lucientes zapatos de altos tacones, nada más abandonar la
pensión concentraba una nube de chiquillos que le seguían gritando su nombre.
Él reía y charlaba con sus compañeros y, de vez en cuando, se volvía gritando
¡hala, largo de ahí!, haciendo con los dos brazos ese amplio ademán con el que
las aldeanas oxean las gallinas. La turba infantil paraba un instante para en
seguida reemprender la persecución del grupo. Y Morgazo, haciendo un gesto de
impotencia y resignación, continuaba charlando con sus compañeros, su cara cruzada
por una ancha sonrisa, braceando airosamente y sacando su atlético pecho en una
profunda inspiración en la que aspiraba no sólo el aire sino también el cielo
azul, las palomas y vencejos que lo cruzaban, los caserones y palacios, las
iglesias y conventos, la catedral, el alcázar y el acueducto, los hombres y
mujeres que cruzaban las empinadas calles...; aspirando, en fin, la totalidad
de la ciudad con sus dos mil años de historia.
Desde
el ventanuco yo seguía su airoso caminar con una admiración y entrega que jamás
habría de volver a sentir por nadie. Aquella vecindad me acercaba al héroe,
posibilitando de alguna manera la soñada identificación: esa identificación que
era el primer deseo que me asaltaba cuando, hundida la cara entre las manos, me
arrodillaba en el banco tras comulgar; deseo sin embargo jamás formulado, pues
algo impreciso me hacía unir aquella petición con un pecado oscuro y terrible
que haría de mi comunión un horrendo sacrilegio...
Hace
años, en una de mis visitas a Linares, mi padre me llevó a un bar situado junto
al mercado. Era un local pequeño, un cuartucho ocupado casi enteramente por la
barra. Me entretenía mirando las fotos de toreros colgadas en la pared cuando
la voz de mi padre, apartándome bruscamente de aquella realidad, me llevó a un
mundo de brumas en el que lentamente iba aflorando como un espejismo una ciudad
irreal, difuminada e imprecisa, pero que de una manera paulatina iba tomando
forma, volumen, consistencia.
Y
mientras en aquel bar caldeado por el terrible sol veraniego de mi pueblo
sentía de pronto en mis mejillas el viento helado del Guadarrama; mientras me
invadía una lacerante tristeza que tan sólo podía relacionar vagamente con algo
ya vivido; mientras surgía de pronto, sobre un montón de nieve endurecida, apartada
tan sólo hacía unas horas por los obreros del terreno de juego, el niño
cubierto por su capote -una manta con una abertura para la cabeza, dos para los
brazos, dos más pequeñas, un poco más abajo, para poder guardar las manos
ateridas- y oculta casi toda la cara por el pasamontañas, miraba asombrado a
aquel hombre que, obediente al mandato de mi padre -«Anda, Morgazo, pon dos
cañas»-, colocaba los espumantes vasos sobre el mostrador.
Sí,
era él. Más tarde, respondiendo a mis preguntas, mi padre me lo confirmaría.
Había llegado a Linares el año que el equipo ascendió de la Regional a Tercera.
No jugó más de tres partidos. Pasó a la reserva. El año siguiente jugó en
Regional, en el Bailén. Después entrenó a unos juveniles, trabajó en diversas
cosas, lampando, viviendo a salto de mata. Por fin, hacía un par de años,
consiguió montar con otro aquel tabernucho.
-Un
buen hombre -concluyó mi padre.
Pero
antes de que me contase todas aquellas cosas, yo, nada más oír su nombre, nada
más mirarlo, sabía que era él: Morgazo... Ahora vestido con una mugrienta
camisa vaquera, con el pelo blanco, cargado de espaldas, adiposo, la cara
surcada de arrugas...
Y
me imaginé todos aquellos años: peregrinando de club en club, rodando de
pensión en pensión; rodeado de compañeros de los que cada vez se siente,
conforme pasa el tiempo, conforme envejece, más lejano; perdida aquella ilusión
juvenil que le hacía intentar una y otra vez el remate acrobático mientras se
sentía Mundo o Mariano Martín, lo mismo que nosotros, al intentar a nuestra vez
la pirueta, nos sentíamos Morgazo.
Volví
otro día. Venciendo mi natural timidez, le pregunté:
-¿Usted
vivió en Segovia?
-¿Segovia...?
-Perdida la mirada, permaneció durante unos momentos sin contestar.
-Sí
-insistí-. Hace mucho tiempo... Más de veinte años... Jugaba con la
Gimnástica...
Permaneció
con la mirada perdida. Mientras nos servía las cañas, contestó al fin:
-Sí.
Uno ha pasado por tantos equipos, que ya casi ni los recuerda...
Le
miré a los ojos. En aquella mirada acuosa, desvaída, en vano buscaba un cielo
azul cruzado por alcotanes y vencejos; en vano las plazuelas resonantes de
griterío infantil; en vano un airoso caminar, braceando y sacando el pecho. No
había nada en ella. Ni nostalgia, ni duelo por el fracaso y la derrota. Estaba
allí, como un árbol, arraigado en el presente, sin añorar nada. El dolor, la
añoranza, eran únicamente míos. Era yo quien únicamente lloraba... Yo,
Morgazo...
Antonio Martínez Menchén