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sábado, 28 de mayo de 2016

Estatues vivents - Joan Gabarró


La máscara

En el casino de la ciudad de X se organizó con "fines benéficos un baile de máscaras o, como lo llamaban las señoritas de la localidad, un bal paré.
Eran las doce de la noche. Los intelectuales, que no llevaban máscara ni bailaban -eran cinco almas- es­taban sentados en la sala de lectura tras una gran mesa e, hincando narices y barbas en los periódicos, leían, dor­mitaban, «meditaban», según expresión del corresponsal de la localidad de los periódicos centrales, un señor muy liberal.
Del salón llegaban los sones de una contradanza. Por delante de la puerta, dando fuertes pisadas y con tinti­neo de vajilla, no cesaban de pasar, diligentes, los laca­yos. En la sala de lectura, en cambio, reinaba un pro­fundo silencio.
-¡Me parece que aquí estaremos más cómodos! -se oyó que decía, de pronto, una voz baja: estrangulada, como si saliera de una chimenea-. ¡Venid acá! ¡Hacia aquí, muchachos!
La puerta se abrió y entró en la sala de lectura un hombre ancho de espaldas, rechoncho, disfrazado de co­chero, llevando un sombrero con una pluma de pavo y con máscara. Detrás de él entraron dos damas con anti­faces y un lacayo con una bandeja. Sobre la bandeja ha­bía una barriguda botella de licor, unas tres botellas de vino tinto y vasos.
-¡Venid! Aquí incluso estaremos más frescos -dijo el hombre-. Pon la bandeja sobre la mesa... ¡Siéntense, mamzelle! Je vu pri a la trimontran! Y ustedes, señores, apártense un poco... ¡aquí no tienen nada que hacer!
El hombre se tambaleó un poco y de un manotazo tiró dela mesa varias revistas.
-¡Ponla aquí! Y ustedes, señores lectores; apártense; no hay tiempo para ocuparse aquí de periódicos y de política... ¡Déjenlo!
-¡Le rogaría que no armara tanto escándalo! -dijo uno de los intelectuales, mirando a la máscara a través de las gafas-. Esto es la sala de lectura y no el ambi­gú... Éste no es sitio para beber.
-¿Por qué no? ¿Acaso la mesa se tambalea o puede hundirse el techo? ¡Vaya! Pero... ¡no hay tiempo para hablar! Dejen los periódicos... Ya han leído un poco y basta; ya así son muy inteligentes, además, se estropean la vista, pero lo que más importa es que lo quiero yo y basta.
El lacayo puso la bandeja sobre la mesa y, echándose la servilleta al brazo, se quedó de pie cerca de la puerta. Las damas en seguida hicieron honor al vino tinto.
-¡Cómo puede haber hombres tan inteligentes que para ellos los periódicos sean mejores que estas bebidas! -empezó de nuevo el hombre de la pluma de pavo sirviéndose licor-. Pero, en opinión mía, honorables seño­res, estiman ustedes los periódicos porque no tienen con qué pagar lo que beben. ¿No es como lo digo? ¡Ja, ja!...
¡Están leyendo!, Bien, ¿qué hay escrito ahí? ¡Señor de los lentes! ¿De qué trata lo que lee? ¡Ja, ja! ¡Venga, déjalo ya! ¡No te hagas el sueco! ¡Mejor es que bebas!
El hombre con pluma de pavo se alzó y arrancó el periódico, de las manos del señor con gafas. Éste palide­ció, luego se puso rojo y miró asombrado a los demás intelectuales; ellos le miraron a él.
-¡Usted se pasa de la raya, señor mío! -dijo, furio­so-. ¡Usted convierte la sala de lectura en una taberna, usted se permite armar escándalo, arrancar de las manos los periódicos! ¡No se lo toleraré! ¡No sabe usted con quién trata, señor mío! ¡Soy Zhestiakov, director del Banco!...
-¡Me importa un bledo que seas Zhestiakov! Y a tu periódico, mira el honor que le hago...                                                                                     
El hombre levantó el periódico y lo rompió en peda­zos.
-¿Pero qué es esto, señores? -balbuceó Zhestiakov, pasmado-. Esto es extraño, esto... esto es hasta sobre­natural...
-Se ha enfadado -dijo el hombre riéndose-. ¡Hay que ver, hay que ver, qué miedo! Hasta las piernas se me doblan. ¡Pues verán, honorables señores! Bromas aparte, no tengo ganas de hablar con ustedes... y como quiero quedarme solo aquí con las mamzelles y divertir­me, les ruego que no chisten y salgan... ¡Por favor! ¡Se­ñor Belebujin, vete con los perros cerdosos! ¿Arrugas la jeta? Te digo que salgas, pues sal. Y aprisita, ¡a mí no me vengas con pamplinas, si no quieres que te salte algún coscorrón por la cresta cuando menos lo esperes!
-Pero, ¿cómo es esto? -preguntó el tesorero del tri­bunal para huérfanos, Belebujin, enrojeciendo y enco­giéndose de hombros-. Ni siquiera llego a comprender­lo... Un insolente cualquiera entra aquí y... de pronto, ¡tales cosas!
-¿Qué palabra es esa de insolente? -gritó el hom­bre de la pluma de pavo irritándose y dando tal puñe­tazo en la mesa que los vasos saltaron en la bandeja-. ¿A quién lo dices? ¿Crees que puedes soltarme las pala­bras que te vengan en gana porque voy con máscara? ¡Y tú eres un grano de pimienta! ¡Sal de aquí, ya que te lo digo yo! Director del Banco, ¡lárgate antes de que te lo diga de otro modo! ¡Salid todos y que no quede aquí ni un granuja! ¡Hala, con los perros cerdosos!
-¡Pues ahora lo vamos a ver! -dijo Zhestiakov, a quien hasta las gafas se le empañaron de sudor-¡Ya le enseñaré yo! ¡Eh, llama al encargado de guardia! ¡Que venga aquí!
Un minuto después entró el encargado de guardia, un hombre pequeño y pelirrojo, con una cintita azul en la solapa, sofocado por el baile.
-¡Haga el favor de salir! -comenzó-. ¡Éste no es lugar para beber! ¡Vaya al ambigú, tenga la bondad!
-¿De dónde sales tú? -preguntó el hombre de la máscara-. ¿Acaso te he llamado?
-¡Le ruego que no me trate de tú y haga el favor de salir!
-Mira, simpático: te doy un minuto de tiempo... ya que eres el encargado de turno y la persona principal, saca de aquí a esos artistas del brazo. A mis mamzelles no les gusta que haya aquí gente extraña... Se sienten cohibidas, pero yo, por mi dinero, quiero que se pongan en su aspecto natural.
-¡Por lo visto ese bruto no comprende que no está en una cuadra! -gritó Zhestiakov-. ¡Que venga Evs­trat Spiridónich! ¡Llámenle!
-¡Evstrat Spiridónich! -gritaron por el casino-. ¿Dónde está Evstrat Spiridónich?
Evstrat Spiridónich, un vejete en uniforme de policía, no tardó en presentarse.
-¡Le ruego que salga de aquí! -chilló con voz ron­ca, con los terribles ojos saliéndole de las órbitas y agi­tando sus teñidos bigotes.
-¡Me ha asustado! -dijo el hombre, riéndose a car­cajadas, con gran satisfacción-. ¡Oh, oh, me ha asus­tado! ¡Qué miedo, que Dios me castigue! Los bigotes, como los de un gato; los ojos, desencajados... ¡Je, je, je!
-¡Le ruego que no discuta! -gritó con todas sus fuerzas Evstrat Spiridónich, poniéndose a temblar-. ¡Sal de aquí! ¡Te mandaré sacar!
En la sala de lectura se armó un ruido inimaginable. Evstrat Spiridónich, rojo como un cangrejo, gritaba pa­taleando. Zhestiakov gritaba. Belebujin gritaba. Gritaban todos los intelectuales, pero todas las voces quedaban cu­biertas por la espesa y grave voz de bajo del hombre de la máscara. La confusión se hizo general, se interrumpió el baile, y el público del salón se dirigió en masa a la sala de lectura.
Evstrat Spiridónich, para causar mayor impresión, llamó a todos los policías que había en el casino y se sen­tó a escribir el proceso verbal.
-Escribe, escribe -decía la máscara metiéndole el dedo bajo la pluma-. ¡Desdichado de mí!  ¿Qué me espera ahora? ¡Pobre cabecita mía! ¿Pero por qué busca usted la perdición de un pobre huerfanito como yo? ¡Ja, ja! Bueno, ¡qué le vamos a hacer! ¿Está preparado el proceso verbal? ¿Han firmado todos? Bien, ahora mi­ren... ¡Uno... dos... tres!
El hombre se levantó, se irguió cuanto le permitía su estatura y se arrancó la máscara. Después de haber des­cubierto su rostro de borracho y después de haber mira­do a todos los presentes, satisfecho por el efecto produci­do se dejó caer en la butaca, y prorrumpió en alegres carcajadas. Y, en efecto, la impresión que había produ­cido era extraordinaria. Todos los intelectuales se mira­ron desconcertados y palidecieron; algunos se rascaron el pescuezo. Evstrat Spiridónich lanzó un gemido como el hombre que, sin querer, ha cometido una gran estupidez.
Todos reconocieron en el alborotador; al millonario de la localidad, al fabricante, ciudadano de honor heredi­tario; Piatigórov, famoso por sus escándalos, por sus ac­tos de beneficencia y, como más de una vez se había di­cho en el periódico local, por su amor a la instrucción.
-Bien, ¿os vais o no? -preguntó Piatigórov después de un minuto de silencio.
Los intelectuales, sin decir palabra, salieron de pun­tillas de la sala de lectura y Piatigórov cerró tras ellos la puerta.
-¡Tú sabías que era Piatigórov! -chillaba un minuto después, a media voz, Evstrat Spiridónich, sacudiendo por el hombro al lacayo que había llevado el vino a la sala de lectura-. ¿Por qué callabas?
-¡No me mandaron hablar!
-No me mandaron hablar... Si te meto un mes en chirona, maldito seas, entonces sabrás si «no mandaron hablar». ¡Fuera de aquí! Y ustedes, señores, también se han portado -prosiguió, dirigiéndose a los intelectua­les-. ¡Han levantado una revuelta! ¡Como si no hubie­sen podido salir de la sala de lectura por unos diez mi­nutitos! Ahora, a ver quién sale del atolladero. Ah, señores, señores... ¡No me gusta esto, como hay Dios!
Los intelectuales vagaron por el casino tristes, descon­certados, con aire de culpables, cuchicheando, como si presintieran alguna desgracia. Sus esposas e hijas, al en­terarse de que Piatigórov estaba «ofendido» y enojado, enmudecieron y comenzaron a retirarse a sus casas. Se interrumpió el baile.
A las dos, Piatigórov salió de la sala de lectura borra­cho y tambaleándose. Entró en el salón, se sentó cerca de la orquesta y se durmió al son de la música; luego, inclinó tristemente la cabeza y se puso a roncar.
-¡No toquéis! -indicaron por señas, los dirigentes, a los músicos-. ¡Tss!... Egor Nílich duerme...
-¿No manda usted que se le acompañe a su casa, Egor Nílich? -preguntó Belebujin, inclinándose al oído del millonario.
Piatigórov torció los labios como si quisiera soplarse una mosca de la cara.
-¿No manda usted que se le acompañe a su casa -re­pitió Belebujin- o que se le haga venir el coche?
-¿Eh? ¿Quién eres tú?... ¿qué quieres?
-Acompañarle a su casa... Ya  es hora de ir a la mu...
-A ca-sa quiero ir... ¡Acompáñame!
Belebujin resplandeció de satisfacción y comenzó a le­vantar a Piatigórov. Se precipitaron a ayudarle otros in­telectuales y, sonriendo agradablemente, levantaron al ciudadano de honor hereditario y lo condujeron con toda precaución al coche.
-Pegársela de este modo a todo un corro, sólo puede hacerlo un artista, un hombre de talento 
-decía alegre­mente Zhestiakov,  poniéndole en el asiento-. ¡Estoy li­teralmente asombrado, Egor Nílich! Todavía, me estoy riendo... Ja, ja... ¡Y nosotros, venga a encalabrinarnos y llamar a uno y a otro! ¡Ja, ja! ¿Lo cree? Ni en el tea­tro me he reído nunca tanto... ¡Es el colmo de la comicidad! ¡Toda la vida recordaré esta inolvidable velada!
Acompañado Piatigórov, los intelectuales recobraron su alegría y se sosegaron.
-Me ha dado la mano al despedirme –articuló Zhestiakov, muy contento-. Esto significa que nada, que no está enfadado...
-¡Dios lo quiera! -suspiró Evstrat Spiridónich-. ¡Es un canalla, un hombre vil, pero se trata de un bienhe­chor!... ¡No se puede!...

A. Chejov