El
Zen hace que nos desprendamos de nuestras maneras de pensar habituales. Más
allá de los conceptos y de las palabras, nos transmite una verdad que apunta
directamente al corazón del hombre.
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Érase
una vez... dos monjes que iban de regreso hacia su convento, cerca de Edo. Se
habían retrasado a causa de una pareja de campesinos que les habían pedido que
bendijeran a su hijo recién nacido, y también su casa y su rebaño. Por
cortesía, y por caridad, habían bebido uno o dos vasos de sake. Ahora se
encontraban en el lindero del bosque y ya caía la noche.
Uno
de los dos monjes era ciego y su compañero lo guiaba:
-No
temas nada, Djiro -dijo el monje guía-, tenemos que atravesar el bosque, donde
viven, según las leyendas, monstruos y brujas, pero yo abro bien los ojos y te
protegeré contra todos los peligros.
Y
añadió, con una voz a la que daba firmeza:
-¡Cógete
de mi brazo y avancemos intrépidamente!
Los
dos monjes llegaron al corazón del bosque cuando, de pronto, una tarasca
abominable salió de entre la espesura. Era Yamamba, la vieja bruja desdentada,
la espantosa dama de los bosques. Era inmensa, con grandes ventanas de la
nariz, una nariz monstruosa y unos ojos inyectados en sangre en los que
parecían girar ruedas de fuego. Su lengua rojo escarlata le colgaba hasta la
cintura. Sus cabellos grises y sucios flotaban en el viento. Tenía unos largos
brazos de esqueleto terminados en unas garras de pesadilla, y sus pies peludos
golpeaban el suelo con rabia. Todos los huesos del cuerpo del monje que servía
de guía se pusieron a temblar.
-¿Qué
tienes, hermano? Ya no oigo tu voz y siento que te tambaleas junto a mí.
¡Háblame, te lo ruego!
El
monje clarividente, paralizado de terror, no podía emitir ningún sonido. Y la
horrible Yamamba seguía avanzando, tendiendo hacia los dos monjes sus garras
aceradas; sus ojos se enrojecían y su boca se torcía en una risa espantosa.
-Noto
que no estás bien -dijo el ciego-; no entiendo por qué, pero deja que te
sostenga y te guíe yo ahora, apóyate en mí.
Y
con paso firme el ciego arrastró a su compañero en dirección a Yamamba, a la
que no veía.
El
monstruo, estupefacto, vio como los dos monjes avanzaban directamente hacia él.
No manifestaban ningún miedo y parecían indiferentes a su aspecto aterrador.
Entonces Yamamba sacó su enorme lengua roja y viscosa desde el abismo de su
boca hasta sus pies peludos. Fulminó a los monjes con su mirada incandescente,
abrió y cerró sus garras amenazadoras. Todo fue en vano. Conducidos con mano
firme por el ciego, los dos monjes seguían avanzando.
Yamamba,
vencida, se desvaneció en el aire y desapareció.
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Este
relato da que pensar: de los dos, ¿quién era el verdadero impedido?
Henri Brunel