I
Tal era el mote que en su escudo de armas lucía el Sr. D. Alonso
González del Valle y Álvarez de Builla, primer marqués de Campo Ameno y el
vecino más acaudalado de Ica, sin excluir ni al Sr. de Apezteguía, primer
marqués de Torrehermosa. Nació en Santa María del Mar (Asturias). El título
de Campoameno se expidió en 1753, libre perpetuamente de lanzas y medias
anatas.
Las armas de los Valle, según el Nobiliario, eran: escudo cortado; el
primero de azur y luna menguante, en plata, y con cinco estrellas de oro de
ocho puntos; el segundo de plata y un castillo de gules en valle de sinople
(verde); bordura de azur, y en letras de oro la antedicha leyenda, que todo
puede revelar menos modestia. En materia de motes usados por los nobles del
Perú, no estoy ni por el de el que más vale no vale tanto como Valle vale, ni
por el de García, que era: de García arriba, nadie diga; pues ambos andan a la
greña en soberbia y pretensiones. Para dignidad, el mote de las armas de la
familia Escudero. Eran éstas espada de plata con empuñadura de oro, en campo de
azur, y en la hoja de la espada dos palabras: sine dolo.
Ica, después del famoso terremoto de 1664, renació de entre las ruinas
con mayor esplendidez, y nuevos y aristocráticos vecinos, como los Ríos,
Tovares, Buendías, Benavides, Carvajales, Pintos y Caveros, vinieron a darla
importancia. Hablando de la ciudad, dice el cronista padre Vázquez: «Ica,
ciudad pequeña en la población, pero con un claro y benigno cielo; corta en el
ámbito, pero sana en el temperamento, y tan fecunda en la nobleza de sus hijos,
que cada uno de los que ha dado pesa más que algunas ciudades enteras del
mundo». Yo no sé si el buen fraile cronista diría hoy lo mismo por la antigua
villa de Valverde.
En cuanto a la proverbial riqueza de Ica, no son ya éstos los tiempos
en que D. Juan Stuart, el inglés, minero de Castrovirreina, ocupaba al platero
Cabito de vela en que fabricase del codiciado metal de sus minas una cuna para
mecer en ella a su primogénito.
A propósito de la riqueza de Ica, cuéntase que en 1776, cuando el
colegio de San Luis Gonzaga era convento de los jesuitas y pocos días antes de
la expulsión de la Compañía de Jesús, que, dicho sea de paso, poseía valiosas
propiedades en la ciudad y su campiña, hallábanse dos reverendos, a las cuatro
de la mañana, parados en la portería, en momentos en que acertó a pasar un
negro de la hacienda de Zambrano, y llamándolo los reverendos contrataron con
él un trabajo de albañilería, al que era necesario proceder inmediatamente.
Aceptado el compromiso por el esclavo, le vendaron los ojos, y después de
hacerlo dar muchas vueltas y rodeos lo introdujeron en un sótano, donde lo
ocuparon en enterrar una inmensa cantidad de dinero. Algunas horas llevaba ya
el negro en la tarea, cuando quiso huir espantado por un ruido semejante al de
temblor que sintió sobre su cabeza; pero los jesuitas lo tranquilizaron,
diciéndole que tal ruido era producido por una calesa que pasaba por la calle.
Andando los tiempos, el negro refirió el suceso, y apoyándose en sus
datos, se emprendieron en diversas épocas, y recientemente en 1863, trabajos de
excavación en ciertas calles para descubrir el tesoro de los jesuitas. Lo mismo
se ha hecho en Lima para buscar lo que se supone que en las bóvedas del
convento de San Pedro escondieron los hijos de Loyola; y es fama que en la
calle de la Coca, en la casa llamada de Piélago, que fue la morada del último
rector, existe un pasadizo que conduce a los subterráneos.
II
Era D. Alonso González del Valle no sólo notable por su título y
fortuna, sino también por su talento. Dice la tradición que escribió muy buenos
versos y que como abogado lució sus dotes en defensa del homicida Anselmo
Montanches, cuya causa tuvo incidentes que la hicieron célebre por entonces en
los anales del crimen.
La tertulia del marqués de Campoameno era el centro de reunión de odas
las notabilidades del país, incluyendo entre ellas al vicario eclesiástico
doctor D. Manuel Murga y Muñatones, sobre cuya inteligencia cuentan que no
equivocaba desatino. Así, en un festín dado por doña Bárbara de la Calzada,
bellísima dama arequipeña avecindada en Ica, improvisó el santo sacerdote el
siguiente brindis que él llamaba décima de pie quebrado:
«Bárbara del barbarismo,
entre las bárbaras bárbara,
viene hoy a darte los días
y muy felices te los desea
D. Manuel de Murga y Muñatones
tu afectísimo capellán».
Poniendo punto a las barbaridades del vicario, sigamos con nuestro
rumboso marqués, y llámolo rumboso porque lo era y mucho el hombre que, cuando
la ruina del Callao, hizo un donativo voluntario de cincuenta mil duros para
socorrer a los desventurados, donativo que dejó boquiabiertos a todos los que
en Lima disfrutaban fama de poseer gran caudal. D. Alonso no quería desmentir
el mote de su escudo.
Por los años de 1760 fue nombrado mayordomo para la fiesta del Corpus
en Chincha el Sr. D. Fernando Carrillo, conde de Monteblanco, quien se propuso
echar la casa por la ventana y salir airoso en la mayordomía
Corridas de toros, jugadas de gallos, cuadrillas de danzantes, auto sacramental,
árbol de fuego, moros y cristianos, papahuevos y gigantes; en fin, festejos y
diversiones para ocho días. Invitó el conde a sus amigos de Lima e Ica, y por
supuesto que el marqués de Campoameno y sus tres hijos no podían ser olvidados.
D. Alonso hallábase achacoso e imposibilitado para el viaje, pero
convino en que sus retoños asistiesen a las fiestas. Eran tres los mancebos y
el mayor contaba veintiún años. Dio el anciano a cada uno de ellos cien onzas
de oro, recomendándoles que se portasen como hijos de su padre; echoles la
bendición, y los muchachos, jinetes en soberbios caballos, emprendieron el
viaje a Chincha.
Quince días después regresaron los jóvenes al hogar paterno, y cuando
llegó el momento de dar cuenta de su conducta, dijo el mayor:
-Padre y Sr. D. Alonso, las cien peluconas con que su merced me avió se
hicieron humo.
-Bien, muchacho. El oro se hizo para cambiarlo y la plata es
escurridiza por lo que guarda de azogue.
-Pero es, señor -continuó el joven temeroso de una reprimenda-, que también
he jugado por no ser menos que los otros caballeros, y que a D. Fernando le
debo cinco mil duros que ha pagado por mí.
-¡Soberbio! ¡Te portas como quien eres y honras el nombre! -exclamó el
viejo con orgulloso énfasis-. Dame un abrazo, marquesito.
-Y tú, ¿cómo te has manejado? -preguntó D. Alonso a su segundo hijo,
que era un mocetón de veinte años y gran aficionado a las mozuelas.
-Yo, padre, no jugué; pero no traigo un cornado.
-¿Y en qué gastaste la plata?
-Señor, había en Chincha unos faldellines...
-¡Ya!¡Ya!. A tu edad fui yo rumboso y me sacaban de quicio los ojos
negros. Gastaste como un Valle y gastaste bien, que a un Valle no le han de
querer gratis y de cuenta de buen mozo como a cualquier zaragate. Ahora,
monigotillo, te toca confesarte.
El monigotillo era el hermano menor, un chico de diez y ocho años,
entre encogido y despierto. Sacó con pausa un bolsillo de seda, por entre cuyas
mallas relucía el oro, y poniéndolo sobre la mesa, dijo:
-Padre sólo he gastado dos onzas y no cabales. Ahí tiene su merced el
dinero.
Oír, esto y ponerse D. Alonso rojo como la púrpura, fue instantáneo.
-¡Ah, pícaro! -gritó- ¿Qué habrán dicho de mi casa los chinchanos? ¡Que
los Valles somos unos pordioseros! Este muchacho es, por su miseria, la
deshonra, el borrón de la familia. ¡Ah, zamarro! ¡Asno de Arcadia, lleno de oro
y come paja! Pues para que otro día sepas dejar bien puesto el nombre, te voy a
dar una lección que nunca olvides.
Y tomando el bastón aplicó a su hijo una paliza soberana.
Para él, en la fiesta de Chincha el último zarramplín se había portado
con más rumbo que el monigotillo.
No exageramos. D. Alonso González del Valle era hombre de su época; y
como él eran en América casi todos los que poseían un título nobiliario. La
aristocracia deslumbraba al pueblo por el lujo y el derroche.
Y tan grande fue el bochorno que experimentó el marqués de Campoameno
al saber que su hijo menor había andado cicatero, que durante quince días
mantuvo enlutada con un crespón negro la famosa leyenda de su escudo: El que
más vale no vale tanto como Valle vale.
Ricardo Palma