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viernes, 6 de mayo de 2016

Girona Club de Lectures Recomenables



La cuenta

Aunque la calle estaba cerca de un río, era angosta y encajonada, una hilera torcida de viejas viviendas de ladrillo. Un niño que lanzase una pelota hacia arriba vería un fragmento del cielo páli­do. En la esquina, al otro lado del edificio ennegrecido donde Schlegel tra­bajaba de portera, había otro edificio igual excepto que en él se hallaba la única tienda de la calle, bajando cinco peldaños hasta el sótano, una char­cutería pequeña y oscura propiedad del señor F. Panessa y su mujer, poco más que un cuchitril.
Acababan de comprarla con el dinero que les quedaba, le había dicho a la portera la señora Panessa, a fin de no tener que depender de ninguna de sus hijas, las cuales, entendió la señora Schlegel, estaban casadas con hom­bres egoístas que habían ejercido una influencia nociva en su carácter. Para ser completamente independiente de ellas, Panessa, un obrero jubilado, ha­bía sacado del banco los tres mil dólares que tenía ahorrados y había com­prado esa pequeña charcutería. Cuando la señora Schlegel, mirando a su al­rededor -aunque conocía muy bien la charcutería por los muchos años que ella y Willy habían trabajado de porteros enfrente-, le preguntó: «¿Por qué han comprado ésta?», la señora Panessa contestó alegremente que porque era un lugar pequeño y así no tendrían que matarse a trabajar; Panessa tenía se­senta y tres años. No estaban allí para ganar dinero, sino para subsistir sin trabajar demasiado. Después de hablarlo durante muchos días y sus noches, habían decidido que una tienda al menos les daría para vivir. Se quedó mi­rando los ojos demacrados de Etta Schlegel, y ésta dijo que ojalá fuera así.
Etta le habló a Willy de los nuevos vecinos de enfrente que habían ad­quirido la tienda del judío, y dijo que podían comprar allí si surgía la oca­sión; lo que quería decir era que seguirían haciendo la compra en el auto­servicio, pero que cuando se les olvidara algo irían a la tienda de Panessa. Willy hacía lo que le decía su mujer. Era alto y de espaldas anchas, de fac­ciones toscas y oscurecidas por el carbón y las cenizas que paleaba todo el invierno, y a menudo tenía el pelo gris a causa del polvo que el viento sa­caba de los cubos de ceniza y arremolinaba a su alrededor cuando los ali­neaba antes de que pasara el camión de recogida. Siempre llevaba una bata -se quejaba de que nunca paraba de trabajar-, y cruzaba la calle y baja­ba los peldaños siempre que necesitaban algo; tras encender su pipa, se quedaba a charlar con la señora Panessa mientras su marido, un hombre menudo y encorvado con una sonrisa intermitente, permanecía detrás del mostrador esperando a que el portero, tras su larga charla, le pidiera, des­pués de pensárselo un poco, diez centavos de esto y de lo otro, por lo que su compra jamás ascendía a más de medio dólar. Un día Willy se puso a hablar de que los inquilinos siempre se metían con él y de las tareas que concebía para él su cruel y tacaño casero en aquella apestosa mazmorra de cinco plantas. Estaba tan absorto en lo que contaba que, antes de darse cuenta, había pedido artículos por valor de tres dólares, y solo llevaba cin­cuenta centavos. Willy se quedó como un perro apaleado, pero el señor Pa­nessa, tras aclararse la garganta, gorjeó que no importaba, que ya le paga­ría el resto cuando quisiera. El señor Panessa dijo que todo se basaba en el crédito, los negocios y todo lo demás, pues al fin y al cabo en qué consis­tía el crédito sino en el hecho de que las personas fueran seres humanos, y si realmente eras un ser humano dabas crédito a los otros y éstos te daban crédito a ti. Eso sorprendió a Willy, pues eso era algo que nunca le había oído decir a ningún tendero. Al cabo de unos días pagó los dos dólares y cincuenta centavos que debía, pero cuando Panessa le dijo que podía com­prar al fiado siempre que le apeteciera, Willy acercó una cerilla a su pipa y comenzó a pedir todo tipo de cosas.
Cuando llegó a casa con dos grandes bolsas de comestibles, Etta le gri­tó que debía de haberse vuelto loco. Willy le dijo que lo había puesto todo en su cuenta y no había pagado nada.
-Pero algún día tendremos que pagar -le gritó Etta-. Y más caro que en el autoservicio. -Entonces dijo lo que siempre decía-: Somos po­bres, Willy. No podemos permitirnos demasiado.
Aunque Willy comprendía la veracidad de esas observaciones, y a pesar de que ella lo riñera, siguió yendo a comprar al fiado al otro lado de la calle. En una ocasión llevaba en el bolsillo un arrugado billete de diez dólares y, aunque la cuenta ascendía a menos de cuatro, no lo sacó para pagar y dejó que Pa­nessa lo anotara en el cuaderno. Etta sabía que él llevaba el dinero, así que le pegó cuatro gritos cuando él admitió que había comprado a crédito.
-¿Por qué lo haces? ¿Por qué no pagas, si llevas dinero?
Él no contestó, pero al cabo de un rato dijo que tenía que comprar otras cosas de vez en cuando. Entró en la sala de la caldera y salió con un paquete que abrió delante de su mujer, dentro del cual había un vestido negro adornado con cuentas.
Etta se puso a gritar al ver el vestido y dijo que no se lo pondría nun­ca, pues solo le hacía regalos cuando había hecho algo malo. A partir de entonces le dejó comprar todos los comestibles, y ya no le decía nada cuando lo hacía al fiado.
Willy siguió comprando en la tienda de Panessa. Parecía que siempre le es­taban esperando. Los Panessa vivían en tres diminutas habitaciones en el piso que había sobre la tienda y, cuando la señora Panessa lo veía por la ventana, bajaba corriendo a la tienda. Willy salía de su sótano, cruzaba la ca­lle y bajaba los peldaños de la charcutería, y su figura parecía ocupar todo el vano de la puerta al abrirla. Nunca compraba por un valor inferior a dos dólares, y a veces llegaba a cinco. La señora Panessa se lo metía todo den­tro de una bolsa doble y honda, después de que Panessa hubiera anotado cada producto y escrito el precio con un lápiz negro y manchado en su cuaderno de hojas sueltas. Cada vez que Willy entraba, Panessa abría el cuaderno, se mojaba la yema del dedo y pasaba unas cuantas páginas en blanco hasta que encontraba la cuenta de Willy en el centro del cuaderno. Tras haber empaquetado y atado el pedido, Panessa añadía la cantidad, to­caba cada cifra con el lápiz, susurrando para sí mientras sumaba, y los ojos de pájaro de la señora Panessa seguían los cálculos de su marido hasta que anotaba una suma y, después de alzar la vista y comprobar que Willy lo mi­raba, subrayaba dos veces la nueva suma total. Luego Panessa cerraba el cuaderno. Willy, con su pipa sin encender floja en la boca, no se movía hasta que el cuaderno volvía a quedar oculto tras el mostrador; entonces abrazaba los paquetes -y los Panessa se ofrecían a ayudarle a llevarlo al otro lado de la calle, aunque él siempre se negaba- y salía de la tienda.
El día que la suma total alcanzó ochenta y tres dólares y algunos cen­tavos, Panessa levantó la cabeza, sonrió y le preguntó a Willy cuándo le pa­garía algo a cuenta. Al día siguiente Willy dejó de comprar en la tienda de Panessa y, después de eso, Etta, con su cesta, volvió a ir a comprar al auto­servicio y ninguno de los dos cruzó otra vez la calle ni para comprar una li­bra de ciruelas o un paquete de sal que se les hubiera olvidado.
Cuando regresaba del autoservicio, Etta caminaba rozando la pared de su lado de la calle para alejarse todo lo posible de la tienda de los Panessa.
Luego le preguntaba a Willy si les había pagado algo.
Él decía que no.
-¿Cuándo lo harás?
Él decía que no lo sabía.
Había pasado un mes cuando Etta se topó en la esquina con la señora Panessa; aunque esta, no muy contenta, procuró evitar mencionar la cuen­ta, Etta regresó a casa y se lo recordó a Willy.
-Déjame en paz -replicó él-, ya tengo suficientes problemas.
-¿Qué problemas tienes, Willy?
-Los malditos inquilinos y el maldito casero -gritó él, y dio un portazo.
-¿Con qué dinero voy a pagar? -dijo cuando regresó-. ¿No he sido pobre cada día de mi vida?
Ella estaba sentada a la mesa; bajó los brazos, hundió la cabeza en ellos y lloró.
-¿Con qué? -vociferó él, con la cara oscura cubierta por una telara­ña de arrugas-. ¿Arrancándome la carne de los huesos? Con las cenizas que me entran en los ojos. Con los meados que limpio del suelo. Con el frío que tengo en los pulmones cuando duermo.
Sentía hacia Panessa y su mujer un odio irritante, y juró que no les pagaría nunca por lo mucho que los odiaba, sobre todo al giboso que ha­bía tras el mostrador. Si alguna vez Panessa volvía a sonreírle con aque­llos malditos ojos, lo levantaría del suelo y le partiría sus huesos encor­vados.
Aquella noche salió, se emborrachó y estuvo tirado en el arroyo hasta la mañana. Cuando regresó a casa, con la ropa sucia y los ojos inyectados en sangre, Etta le puso delante de la cara la foto de su hijo de cuatro años que había muerto de difteria, y Willy, llorando a lágrima viva, juró que no volvería a probar una gota.
Cada mañana salía para alinear los cubos de ceniza y nunca miraba al otro lado de la calle.
-Todo se basa en el crédito -decía imitando a Panessa-, todo se basa en el crédito.
Llegaron malos tiempos. El casero ordenó restringir la calefacción y el agua caliente. Redujo el dinero para gastos y el salario de Willy. Los inqui­linos estaban furiosos. Todo el día perseguían a Willy como un enjambre de moscas, y él les repetía lo que había ordenado el casero. Insultaron a Willy y este les devolvió los insultos. Telefonearon al Departamento de Sa­nidad, pero cuando llegaron los inspectores dijeron que la temperatura es­taba dentro del mínimo legal, si bien era un edificio con mucha corriente. No obstante, los inquilinos siguieron quejándose de que hacía frío y todo el día se lo recriminaban a Willy, aunque él les decía que también tenía frío. Aseguró que estaba congelado, pero nadie le creyó.
Un día, mientras alineaba los cubos de ceniza para cuando llegara el camión, levantó la mirada y vio que el señor y la señora Panessa lo mira­ban fijamente desde su tienda. Lo observaban a través del cristal de la puerta, y cuando él los miró al principio se le empañaron los ojos y le pa­recieron dos pájaros enjutos con las plumas sueltas.
Recorrió la manzana para pedirle una llave inglesa a otro portero y cuando regresó los Panessa le recordaron dos escuálidos arbustos sin hojas que brotaran del suelo de madera. A través de los arbustos podía ver los es­tantes vacíos.
En primavera, cuando brotaba la hierba en las grietas de la acera, le dijo a Etta:
-Solo espero hasta que pueda pagárselo todo.
-¿Cómo, Willy?
-Podemos ahorrar.
-¿Cómo?
-¿Cuánto ahorramos al mes?
-Nada.
-¿Cuánto tienes escondido?
-Ya nada.
-Les pagaré poco a poco. Lo juro, por Jesús.
El problema era que no tenía de dónde sacar el dinero. A veces, cuando intentaba imaginar las distintas maneras que había de conseguir dine­ro, sus pensamientos se le adelantaban y veía cómo sería el momento de pagarles. Rodearía el fajo de billetes con una gruesa goma elástica, subiría las escaleras, cruzaría la calle y bajaría los cinco peldaños de la tienda. Le diría a Panessa: «Tome, hombrecillo. Apuesto a que ya no esperaba que le pagara, y creo que nadie lo esperaba, ni yo mismo, pero aquí tiene sus ma­chacantes atados con una gruesa goma elástica». Tras sopesar un poco el fajo, lo colocaba, como si moviera una pieza de ajedrez, justo en el centro del mostrador, y aquel hombrecillo diminuto y su mujer lo desenrollaban, chillando y aullando ante cada uno de los billetes ennegrecidos, y maravi­llándose de que alguien hubiera podido juntar tantos en un paquete tan pequeño.
Ese era el sueño de Willy, aunque nunca lo haría realidad.
Trabajaba duramente para conseguirlo. Se levantaba temprano y fregaba la escalera desde el sótano hasta la azotea con jabón y un cepillo duro, y luego lo repasaba con una fregona húmeda. También limpiaba la carpin­tería y le daba aceite al pasamanos hasta que brillaba a lo largo de su zigzag hacia la planta baja, y frotaba los buzones de la entrada con limpiametales y un paño suave hasta que te podías mirar en ellos. Veía su cara grande, con el sorprendente bigote rubio que se había dejado hacía poco y la gorra de fieltro color tabaco, que un inquilino había olvidado en un armario lle­no de trastos cuando se marchó. Etta le ayudó y limpiaron todo el sótano y el oscuro patio que había bajo los hilos de tender entrecruzados, y aten­dían enseguida cualquier petición, incluso de inquilinos que no les caían bien, para que les arreglaran el retrete o el fregadero. Cada día trabajaban hasta derrengarse, pero, como ya sabían desde el principio, eso no les apor­taría ningún dinero extra.
Una mañana, mientras Willy lustraba los buzones, encontró en el suyo una carta con su nombre. Se quitó la gorra, abrió el sobre y sostuvo el pa­pel a la luz mientras leía la temblorosa letra. Era de la señora Panessa, que le decía que su marido estaba enfermo y, como no tenía dinero en casa, le pedía que le pagara diez dólares al menos, el resto podía esperar.
Rompió la carta en pedazos y se pasó el día escondido en el sótano. Aquella noche, Etta, que le había estado buscando por la calle, lo encontró tras la caldera, entre las tuberías, y le preguntó qué hacía allí.
Él le contó lo de la carta.
-No vas a solucionar nada escondiéndote -dijo ella dejándolo por imposible.
-¿Qué debería hacer, entonces?
-Supongo que irte a dormir.
Se fue a dormir, pero a la mañana siguiente se levantó con ímpetu de entre las mantas, se puso la bata y salió de casa con un abrigo echado por encima de los hombros. Al doblar la esquina encontró una casa de empe­ños, donde le dieron diez dólares por el abrigo y se quedó contento.
Pero cuando regresó había un coche fúnebre o algo parecido al otro lado de la calle, y dos hombres de negro sacaban una caja de pino estrecha y pequeña de la casa.
-¿Se ha muerto algún niño? -preguntó a uno de los inquilinos.
-No, un hombre llamado Panessa.
Willy se quedó mudo. La garganta se le había paralizado.
Una vez sacaron la caja de pino por las puertas del vestíbulo, la señora Panessa, totalmente apenada, salió sola. Willy apartó la mirada, aunque se dijo que no lo reconocería a causa del bigote y de la nueva gorra color tabaco.
-¿De qué ha muerto? -le susurró al inquilino.
-La verdad es que no sabría decirle.
Pero la señora Panessa, que caminaba detrás de la caja, lo había oído.
-De viejo -replicó con voz chillona.
Willy intentó decirle algo amable, pero la lengua le colgaba en la boca como un fruto muerto en un árbol, y su corazón era una ventana pintada de negro.
La señora Panessa se mudó y se fue a vivir primero con una de sus im­pasibles hijas, y luego con la otra. Jamás le pagaron la cuenta.

Bernard Malamud